Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 86

SESIÓN DE MAGIA

Los mismos efectos se observaron en una sesión espiritista a la que asistían varios mendicantes indos y un hechicero sirio semipagano, semicristiano, de Kunankulam. Éramos en suma nueve circunstantes, siete hombres y dos mujeres, indígena una de ellas. En el aposento estaba también el tigre del caso anterior, muy entretenido en roer un hueso, y además había un mono leonino de negro pelaje, perilla y patillas blancas y ojos chispeantes de penetrante mirada, en que se reflejaba la malicia cuya personificación poseía el ladino cuadrumano. Cerca de él se restregaba tranquilamente una oropéndola su dorada cola en una pértiga dispuesta junto al ventanal de la galería. La luz del día (9) penetraba a raudales por las aberturas de la estancia, y de las selvas y bosques vecinos llegaba hasta nosotros el rumoroso eco de miríadas de insectos, aves y cuadrúpedos. Mas para no sofocarnos en el cerrado ambiente de la sala de sesiones, nos acomodamos en el jardín entre los racimos de la erythrina (árbol del coral), como el fuego rojos, y las flores de begonia, como la nieve blancas. Estábamos rodeados de luz, color y perfumes. Para adornar las paredes, cortamos diversidad de ramos de flores y hojas de plantas sagradas, como la suave albahaca, la flor de Vishnú (10) y las ramas de la higuera santa (Ficus religiosa), con cuyas hojas se entrelazaban las del loto sagrado y de la tuberosa indostánica.

Comenzada la sesión, uno de los mendicantes, muy sucio de ropas, pero verdaderamente santo, se puso en contemplación y operó algunos prodigios por su propia voluntad, sin que ni el mono ni la oropéndola mostrasen inquietud alguna, pues tan sólo el tigre temblaba de cuando en cuando y dirigía la vista de uno a otro lado, como si con los fosforescentes ojos siguiera los movimientos de algún ser invisible que se le apareciera objetivamente. El mono perdió su primitiva vivacidad y quedóse acurrucado e inmóvil, mientras la oropéndola se mostraba del todo indiferente. Oíase en la estancia como suave batir de alas y las flores cruzaban el espacio cual si manos invisibles las moviesen. Una de ellas, de azulada corola, cayó encima del mono, que asustado fue a refugiarse bajo la blanca túnica de su amo. Una hora duraron estas manifestaciones, hasta que habiéndose quejado alguien del calor, nos obsequiaron las entidades con una copiosa llovizna deliciosamente perfumada que nos refrigeró sin mojarnos.

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