Capítulo 95
LOS HOMÚNCULOS
Los modernos investigadores tienen por patraña la aseveración de que Paracelso formó homúnculos mediante ciertas combinaciones desconocidas aún de las ciencias experimentales; pero aun suponiendo que Paracelso no los formara, se sabe que mil años atrás hubo adeptos versados en este linaje de magia que los formaron por análogos procedimientos a los que hoy emplean los químicos para producir animálculos.
Hece pocos años, el inglés Crosse llegó a obtener algunos acarias (5) y otro experimentador afirmaba la posibilidad de fecundar los huevos inertes por medio de una corriente de electricidad negativa que pase a su través.
A pesar de las contrarias opiniones, el fruto del amor que, según la Biblia, halló Rubén en el campo y excitó la imaginación de Raquel era la mandrágora cabalística (6), que ofrece el aspecto de feto humano con cabeza, brazos y piernas, figuradas éstas por las raíces. Cree el vulgo que al arrancarla del suelo exhala un grito y esta superstición no carece de fundamento, pues en efecto, la substancia resinosa que cubre sus raíces produce al resquebrajarse por el arranque un sonido semejante al del grito humano (7). La mandrágora es la planta terrestre que parece formar el anillo de tránsito entre los reinos vegetal y animal, análogamente a lo que en la vida acuática sucede con los pólipos y zoófitos que confusamente participan de los caracteres del vegetal y del animal. A pesar de todo, tal vez haya quien no crea en la producción de homúnculos; pero ningún naturalista enterado de los progresos de las ciencias lo tendrá por imposible, pues, como dice Bain, nadie es capaz de limitar las posibilidades de la existencia.
Quedan todavía por escrutar muchos misterios de la naturaleza, y aun de aquellos que se presumen descubiertos, ni uno solo está perfectamente comprendido, pues no hay planta ni mineral cuyas propiedades todas conozcan los naturalistas. ¿Saben por ventura algo de la íntima naturaleza de los minerales y vegetales? ¿Están seguros de que además de sus descubiertas propiedades no haya otras ocultas en la constitución íntima de la planta o de la piedra, que únicamente se manifiesten en relación con otra planta o piedra de la manera que se llama “sobrenatural”? sin embargo, los modernos escépticos desdeñan por absurdas las aseveraciones en que Plinio, Eliano y Diodoro de Sicilia, deslindando la verdad científica de la ficción supersticiosa, atribuyen a determinados vegetales y minerales virtudes desconocidas de los botánicos y mineralogistas contemporáneos.
Desde remotísimos tiempos se aplicaron los sabios a descubrir la naturaleza de la fuerza vital; pero a nuestro entender, tan sólo la doctrina secreta puede darnos la clave de este misterio. Las ciencias experimentales sólo ven cinco fuerzas en la naturaleza: una relativa a la masa y cuatro a la constitución molecular. En cambio los cabalistas reconocen siete fuerzas y en las dos adicionales subyace el secreto de la vida. Una de estas otras dos fuerzas es el espíritu inmortal invisiblemente reflejado en toda partícula de materia, así orgánica como inorgánica. En cuanto a la séptima fuerza, sólo cabe decirle al lector que procure descubrirla.
Sobre el particular dice Le Conte:
¿Cuál es la diferencia esencial entre un organismo vivo y un organismo muerto? En el orden físico-químico no echamos de ver ninguna, pues todas las fuerzas físicas y químicas entresacadas del común depósito para accionar el organismo vivo, subsisten en el muerto hasta la desintegración. Y sin embargo, la diferencia entre ambos es incalculable. ¿Qué fórmulatiene la ciencia experimental para expresar esta inmensa diferencia? ¿Qué se marchó del organismo y adónde fue? Algo hay aquí no averiguado todavía por la ciencia; y precisamente esto que del organismo vivo se escapa en el momento de la muerte es en su más elevada significación la fuerza vital (8).
Por imposible que le parezca a la ciencia explicar la naturaleza de la vida orgánica ni aun exponer una hipótesis razonable sobre ella, no hay tal imposibilidad para los adeptos y clarividentes, ni siquiera para quien, sin haber llegado a las alturas desde donde se contempla el universo visible reflejado como en límpido espejo en el invisible, tiene no obstante la divina fe arraigada en su íntimo sentido que le da el infalible convencimiento que no es capaz de darle la razón fría; porque entre las contradicciones de los falaces dogmas inventados por el hombre y la mutua repulsión de los sofismas teológicos con que cada credo rebate los argumentos del contrario, surge prevaleciente y triunfante la única verdad común a todas las religiones: Dios y el espíritu inmortal.
Por otra parte, también los irracionales alcanzan a percibir algo de lo que en la especie humana está reservado a los clarividentes. A este propósito hemos realizado numerosos experimentos con gatos, perros, monos y cierta vez con un tigre domesticado, cuyas circunstancias no será ocioso referir. Un caballero indo, que residía por entonces en Dindigul y hoy en apartado lugar de las montañas del Ghaut occidental, hipnotizó intensamente un espejo mágico de figura redonda y luna relucientemente negra, y lo puso frente a la vista de un tigre que desde muy cachorro tenía domesticado y era tan sumiso y manso como un perro, hasta el punto de que los chiquillos le importunaban tirándole de las orejas sin más consecuencia que un quejumbroso gruñido. Pero al ponerle el espejo delante clavaba la vista en él como fascinado magnéticamente y daba frenéticos aullidos mientras en sus ojos se reflejaba el mismo terror que pudiera mover a un hombre, hasta dejarse caer por fin en el suelo presa de convulsivo terror, como si viese algo invisible para el ojo humano. Al apartar el espejo quedaba el tigre jadeante y caía en un estado de postración del que se recobraba pasadas dos horas. ¿Qué veía el tigre? ¿Qué fantástica visión del invisible mundo animal aterrorizaba a un bruto de índole naturalmente tan fiera? Quizás sólo pueda responder quien operó el fenómeno.