Capítulo 45
INFLUENCIA MATERNA
Aunque Geoffroi St. Hilaire dio el nombre de teratología a la ciencia de las monstruosidades uterinas, valióse para fundarla de los acabadísimos experimentos de Bichat, fundador de la anatomía analítica. Uno de los tratados más importantes de teratología es el del doctor Fisher (18) quien agrupa los monstruos fetales en géneros y especies y comenta algunos casos de particular interés científico. Parte Fisher del principio de que la mayoría de las monstruosidades pueden explicarse por la hipótesis de la suspensión y retardo del desarrollo, sin que en nada influyen las condiciones mentales de la madre, y dice a este propósito:
El atento estudio de las leyes del desarrollo genético y del orden en que aparecen los distintos órganos del cuerpo en formación, nos da a conocer que los monstruos por suspensión o deficiencia de desarrollo son en cierto modo embriones inmetamorfoseables, pues los órganos monstruosos responden sencillamente a las originarias condiciones del embrión (19).
En vista del caótico estado en que hoy por hoy se halla la fisiología, no es fácil que ningún teratólogo, por muy versado que esté en anatomía, histología y embriología, se atreve a negar bajo su responsabilidad la influencia de la madre en el feto, pues aunque las observaciones microscópicas de Haller, Prolik, Dareste y Laraboulet hayan descubierto interesantes aspectos de la membrana vitelina, todavía queda mucho por estudiar en el embrión humano. Si admitimos que las monstruosidades resultan de la suspensión del desarrollo y que las trazas vitelinas permiten pronosticar la morfología del feto, ¿cómo indagarán los teratólogos la causa psicológica que antecede al fenómeno? Fisher pudo creerse con suficiente autoridad para agrupar en géneros y especies los centenares de casos que estudió minuciosamente; pero fuera del campo de la observación científica hay numerosos hechos comprobados por nuestra experiencia personal y al alcance de todos, por los cuales se demuestra que las violentas emociones de la madre ocasionan frecuentemente las deformaciones de la criatura. Por otra parte, los casos observados por Fisher parecen contradecir su afirmación de que los engendros monstruosos derivan de las primitivas condiciones del embrión. Citaremos al efecto dos curiosos casos de estos.
El primero es el de un magistrado ruso de la Audiencia de Saratow (Rusia), que llevaba constantemente el rostro vendado para ocultar un estigma de relieve, sobre la mejilla izquierda, en forma de ratón cuya cola cruzaba la sien y se perdía en el cuero cabelludo. El cuerpo del ratón era lustroso y gris con toda apariencia de naturalidad. Según contaba el magistrado, su madre tenía invencible horror a los ratones, y el parto fue prematuro de resultas de haber visto saltar un ratón del costurero.
El otro caso, del que fuimos testigos oculares, se refiere a una señora que dos o tres semanas antes del alumbramiento vio un tarro de frambuesas de que no le permitieron comer. Excitada por la negativa se llevó la mano derecha al cuello en actitud un tanto dramática, diciendo que le era preciso probarlas. Tres semanas después nació la criatura con un estigma de frambuesa perfectamente dibujada en el mismo punto del cuello que su madre se había tocado, con la particularidad que en la época del año en que maduran las frambuesas tomaba el estigma un color carmesí obscuro, al paso que palidecía durante el invierno.
Muchos casos como estos que las madres conocen, ya por personal experiencia, ya por la de sus amigas, establecen el convencimiento de la influencia materna, a pesar de cuanto digan todos los teratólogos de Europa y América. La escuela de Magendie arguye contra esta influencia diciendo que si en los animales y plantas ocurren monstruosidades no debidas a la influencia materna, tampoco deben serlo en la especie humana, puesto que, para estos fisiólogos, las causas físicas que producen determinados efectos en plantas y animales han de producirlos también en el hombre.