Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 100

ÍNCUBOS Y SÚCUBOS

No es cierto que los fakires y prestidigitadores indos recaben siempre el auxilio de los espíritus, pues si bien a veces evocan religiosamente a los pitris (antepasados) y otros espíritus puros (63), en cambio hay muchísimos fenómenos debidos tan sólo a la voluntad del fakir (64).

Los caldeos, a quienes Cicerón diputa por los más antiguos magos del mundo, fundaban la magia en las internas facultades anímicas del hombre y en el conocimiento de las propiedades secretas de minerales, vegetales y animales con cuyo auxilio llevaban a cabo asombrosos prodigios. La magia era entre los caldeos equivalente a religión o ciencia; pero los Padres de la Iglesia y otros expositores adulteraron los mitos mazdeístas en la repulsiva forma descrita por autores ultramontanos, como Des Mousseaux, quien afirma en una de sus obras la existencia de los demonios íncubos y súcubos de la Edad Media, cuya abominable superstición, engendrada por el fanatismo epiléptico, tantas vidas humanas costó en aquella época. Estas quimeras no pueden tener realidad objetiva ni cabe atribuirlas a la perversidad del diablo, so pena de suponer blasfemamente que Dios permite las malignidades del demonio.

En último término, la autenticidad de los fenómenos del vampirismo está apoyada en dos proposiciones fundamentales de la psicología esotérica, conviene a saber:

1.ª El cuerpo astral es un vehículo o entidad distinta y completamente separable del Ego, de modo que puede moverse a gran distancia del cuerpo físico sin que se rompa el hilo de la vida.

2.ª Mientras el cuerpo físico no muera del todo y pueda volver a infundirse en él su habitador, le será fácil a éste substraer del aparente cadáver los elementos suficientes para materializar en lo posible su cuerpo astral y manifestarse en forma casi terrena. Pero hay muchísima distancia de estos lógicos conceptos a la sacrílega y mentecata creencia sostenida por Des Monsseaux y De Mirville, de que el diablo asume figuras de lobo, serpiente y perro para satisfacer su lujuria y procrear monstruos, atribuyéndole potestad equivalente a la de Dios. Estas supersticiones encubren gérmenes de demonolotría, y si la iglesia católica las admite como dogma de fe que sus misioneros enseñan, no ha de escandalizarse de que algunas sectas parsis e induistas tributen culto al demonio (65).

Por consiguiente, el diablo y sus metamorfosis son pura quimera, y quien imagine verle y oírle, oye y ve el eco y reflejo de su perversa, depravada e impura naturaleza inferior. Como quiera que cada cosa atrae a su semejante, el cuerpo astral atraerá (cuando durante las horas de sueño se separe del cuerpo físico) entidades de condición análoga a los pensamientos, obras y trabajos de aquel día. De aquí la índole brutal y siniestra de unos ensueños al paso que otros son placenteros y agradables. Según el temperamento religioso de la persona que tuvo el mal ensueño, acudirá presurosa al confesionario o se reirá de ello con la mayor indiferencia. En el primer caso se le promete la salvación eterna mediante la compra de unas cuantas indulgencias o de algunos años de purgatorio. Pero ¿qué importa? ¿No está seguro el creyente de su inmortalidad? Ahuyentemos al diablo con el hisopo, la campanilla y el misal. Sin embargo, el diablo vuelve a la carga y el sincero creyente pierde la fe en Dios al ver que el diablo le aventaja en poderío, y al diablo se entrega por completo. Al morir, ya explicamos en capítulos precedentes cuáles son las consecuencias.

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