Capítulo 72
ECLIPSE DE LA VERDAD
El Antiguo Testamento es una recopilación de tradiciones orales cuyo verdadero significado no conocieron jamás las masas populares de Israel, porque Moisés recibió la orden de no comunicar las “verdades ocultas” más que a los setenta ancianos en 2quienes el “Señor” infundió el espíritu del legislador hebreo.
Maimónides, cuya autoridad y erudición en historia sagfrada no cabe recusar, dice a este propósito que “quienquiera descubra de por sí o con auxilio de otro el verdadero significado del Génesis, guárdese de divulgarlo, y cuando hable de ello sea obscura y enigmáticamente”. Esto mismo declaran otros autores hebreos, como, por ejemplo, Josefo, quien dice que Moisés escribió el Génesis en estilo alegórico y figurado. Así resulta la ciencia cómplice del fanatismo clerical en consentir que la cristiandad en peso creyera en la letra muerta de la teología hebrea, sin cuidarse de interpretarla rectamente. No hay derecho para poner en ridículo el pensamiento de quienes compilaron las Escrituras muy ajenos a la errónea interpretación que con el tiempo habían de recibir. Triste distintivo del cristianismo es que haya revuelto los textos bíblicos contra sus propios autores, presentándolos como enemigos de la verdad. Los dioses existen –exclama Epicuro-aunque no son lo que el vulgo (.....) cree”. Y sin embargo, los críticos superficiales califican a Epicuro de materialista.
Pero ni la Causa primera ni el humano espíritu emanado de ella han quedado sin testimonio. Los fenómenos hipnóticos por una parte y los espiritistas por otra atestiguan las eternas verdades espirituales, obscurecidas paulatinamente desde que las brutales persecuciones de Constantino y Justiniano engendraron la ignorancia y fanatismo clerical. Las obras pitagóricas que daban el “conocimiento de las cosas que son”; el vastísimo saber de los agnósticos; las enseñanzas de los filósofos antiguos, todo fue pasto de las llamas como nefando engendro del anticristiano paganismo. El reinado de la sabiduría acabó con la huída de los últimos neoplatónicos, Hermias, Prisciano, Diógenes, Eulalio, Damascio, Simplicio e Isidoro, que escaparon a Persia para eludir la persecución de Justiniano. Durante siglos quedaron en olvido y menosprecio los libros de Toth (Hermes Trismegisto) cuyas sagradas páginas encierran la historia espiritual y material de la creación y del progreso del mundo, porque no hubo en la Europa cristiana quien los interpretara con acierto. Ya no existían los filaleteos (amantes de la verdad) y ocupaban su lugar los monjes de la Roma pontificia que repugnan toda verdad contraria en lo más mínimo al dogma religioso.
En cuanto a los escépticos, oigamos lo que de ellos dice Wilder:
Un siglo ha transcurrido desde que los enciclopedistas franceses inocularon el escepticismo en la sangre del mundo civilizado apartándole de toda creencia no demostrable en las retortas de laboratorio o por razonamientos críticos. Aun hoy día se necesita tanta candidez como atevimiento para tratar asuntos tenidos durante siglos en olvido y menosprecio por falta de acertada comprensión. Atrevido ha de ser en efecto quien, juzgando la filosofía hermética como algo más que un remedo de ciencia, reclame para su estudio los auxilios de una paciente investigación. Sin embargo, los profesores de esta ciencia descollaron en otro tiempo de entre el común de los hombres y fueron los príncipes del saber humano. Por otra parte, nada de cuanto los hombres creyeron sinceramente merece menosprecio, pues sólo son capaces de menospreciarlo los ignorantes y ruines (27).
Animados ahora por esta opinión de un científico ni fanático ni conservador, relataremos algo de lo que presenciaron en el Tíbet uy la India los viajeros, y guardan los naturales celosamente como evidentes pruebas de las verdades filosóficas y científicas heredadas de sus antepasados.
En primer lugar examinaremos aquel notable fenómeno de que en los templos del Tíbet fueron testigos presenciales (28). Oigamos a un escéptico científico florentino, correspondiente del Instituto de Francia, que logró entrar a favor de un disfraz en el recinto sagrado de una pagoda, mientras se celebraba la más solemne ceremonia de aquel culto. Dice así: