Capítulo 165
EL ESPÍRITU DE BEETHOVEN
Después de esto nos dijo el doctor que su señora estaba en aquel momento poseída del espíritu de Beethoven, y a ella se dirigió él como si en efecto hablara con el insigne compositor. La señora X no oyó lo que su marido le decía hasta que éste hubo levantado la voz, y este pormenor daba verosimilitud a la escena, pues ya sabemos que Beethoven era muy sordo. Entonces la médium respondióle con exquisita cortesía, y después de un rato de conversación instó el doctor a su mujer a que tocase el piano, y aunque, según supe después, era en estado de vigilia menos que mediana pianista, interpretó magistralmente algunas obras de Beethoven e improvisó otras piezas de estilo inconfundiblemente beethoviano.
Al cabo de media hora pasada en música y conversación con el espíritu de Beethoven infundido en el cuerpo de la señora X, cuyo rostro tomó notable parecido con el del famoso maestro, su marido el doctor le puso en las manos papel y lápiz, rogándole que dibujase las facciones de la entidad espectral a quien ante sí veía. La médium bosquejó rápidamente de perfil una cabeza parecida a los bustos de Beethoven, aunque más joven, y trazó debajo a manera de firma el nombre del compositor, sin que me sea posible decir hasta qué punto se parece al autógrafo. De todos modos, conservo este dibujo.
Ya muy tarde empezaron a despedirse los concurrentes, y como no era oportuno interrogar al doctor acerca de cuanto acababa de presenciar, fui a verle pocos días después en compañía del señor Gledstanes, y me dijo que admitía la actuación de los espíritus, pero que era algo más que espiritista, pues había estudiado a fondo durante mucho tiempo los misterios de Oriente. Sin embargo, me pareció que el doctor eludía hablar de este punto, pues declaróme que aquel mismo año iba a publicar un libro sobre la materia. Eché de ver encima de la mesa unas cuantas hojas sueltas con caracteres orientales, que yo no conocía, trazados por la señora X en estado de trance, según me dijo su marido, añadiendo que en tales casos se convertía en una sacerdotisa egipcia, o sea, a mi entender, que quedaba poseída del espíritu de la sacerdotisa. Ocurría esto porque un erudito amigo del doctor le había regalado unas cuantas vendas de lino de la momia de una sacerdotisa, adquiridas en Egipto, y el contacto de esta tela, avalorada por tres mil años de antigüedad y por la abnegación con que estudiaba las relaciones ocultas, fue causa eficiente de las facultades de ambas médiums.
A la señora Y le oí hablar el sagrado idioma de los templos, no tanto por inspiración como por los repetidos ejercicios con que solemos aprender un idioma extranjero, hasta el punto de que la reprendían y aun castigaban cuando se mostraba desaplicada o perezosa. Me dijo el doctor que entre quienes la habían oído hablar en el sagrado idioma se contaba Jacolliot, cuya opinión fue de que, en efecto, pronunciaba palabras con la fonética propia del antiquísimo lenguaje sagrado que en los templos de la India se conserva desde época anterior, si mal no recuero, a la del sánscrito.
Respecto a los áspides o culebras de que el doctor se había valido para reanimar a la señora Y, o mejor dicho, tal vez para impedir que de veras muriese, me dijo que había en ello un profundo misterio relacionado con los fenómenos de vida y muerte; pero comprendí que los reptiles eran indispensables en la operación, aunque nada dejó traslucir el doctor sobre el particular, sino que por el contrario rechazaba enojado toda insinuación y me exigió profunda reserva de aquel pormenor. Únicamente podía explicar algo de los fenómenos durante la sesión, en lo cual hermanaba la elocuencia con la cultura, siendo inútil que fuera de este caso apuntáramos la conversación, pues nos remitía al libro cuando se publicara.
Me proponía concurrir alguna que otra tarde a estas sesiones, pero supe por mi amigo Gledstanes que el doctor X las había suspendido en vista del poco interés de médicos y científicos por aquellos fenómenos.
Aparte de otros pormenores de escaso interés, esto es cuanto recuerdo de la extraña y misteriosa velada. lE he comunicado a usted confidencialmente el nombre y dirección del doctor X porque creo que también va por los mismos caminos de estudio que la Sociedad Teosófica; pero no estoy autorizado para publicarlos.
De usted, respetuoso amigo y obediente servidor,
J. L. O’Sullivan
En este interesante caso traspone el simple espiritismo los límites de su rutina e invade el terreno de la magia. Se advierten los rasgos característicos de la mediumnidad, en que la señora Y cae en trance y actúa distintamente de su estado normal, subordinando la suya a una voluntad ajena para personificar el espíritu de Beethoven y de la sacerdotisa egipcia. En cambio, son fenómenos mágicos la influencia del doctor X en la médium, la forma de la varilla con que traza el místico círculo, la evocación del espíritu, la materialización de la flor y de los áspides y el aprendizaje idiomático de la señora Y. Esta clase de fenómenos son de interés y valía para la ciencia, pero expustos al abuso cuando caen en manos de experimentadores menos escrupulosos que el conspicuo doctor X. Un verdadero cablista oriental no aconsejaría la repetición de estos fenómenos.
Mundos desconocidos gravitan bajo nuestros pies y otros mundos más desconocidos todavía planean sobre nuestras cabezas. Entre unos y otros, un puñado de topos, ciegos a la brillante luz de Dios y sordos a los rumores del mundo invisible, presumen de guías de la humanidad. ¿Hacia dónde la guían? “Hacia delante”, responden ellos; pero nosotros tenemos motivos para dudarlo. El más eminente fisiólogo europeo quedaría frente a un analfabeto fakir indo, tan atontado como un escolar que no supiese la lección. Ni los vivisectores experimentos en pobres animales ni la hoja del escalpelo podrán demostrar jamás la existencia del alma. A este propósito pregunta Sergeant Cox, presidente de la Sociedad Psicológica de Londres:
¿Quién será tan mentecato que, sin saber nada de magnetismo ni de fisiología, ni haber presenciado jamás un fenómeno ni estudiado sus principios, niegue los hechos e impugne su teoría?
Podríamos responder cumplidamente a la pregunta diciendo que las dos terceras partes de los científicos modernos. Y si alguien calificara de impertinente la respuesta, creído de que en la verdad cabe impertinencia, le replicaríamos advirtiéndole que así respondió uno de los pocos científicos con suficiente valor y sinceridad para declarar las verdades por amargas que sean, quien añadió muy atinadamente:
El químico aprende electrotecnia del electricista; el fisiólogo aprende geología de los geólogos, y cada cual consideraría impertinencia de los demás que dogmatizaran en cuestiones de la especialidad ajena. Pero es tan extraño como cierto que no se tiene en cuenta tan razonable regla cuando se trata de psicología. Los médicos se consideran competentes para juzgar sentenciosamente sobre psicología y sus derivados, sin haber presenciado ningún fenómeno psíquico ni conocer los principios de su experimentación (87).