Los miserables

El señor Mabeuf

III

El señor Mabeuf

La bolsa de Jean Valjean no le sirvió de nada a Mabeuf. El señor Mabeuf, con su venerable austeridad pueril, no aceptó el regalo de los astros; no admitió que una estrella pudiera convertirse en luises de oro. No adivinó que lo que le caía del cielo venía de Gavroche. Llevó la bolsa a la comisaría de policía del barrio y la depositó allí como objeto perdido que quien lo había encontrado ponía a disposición de quien lo reclamara. La bolsa se perdió, desde luego. Ni que decir tiene que nadie la reclamó y que no le sirvió de socorro al señor Mabeuf.

Por lo demás, el señor Mabeuf había seguido cuesta abajo.

Los experimentos con el añil no tuvieron mejor suerte en el Jardín Botánico que en su jardín de Austerlitz. El año anterior, le debía el sueldo a su ama de llaves; ahora, como ya hemos visto, debía el alquiler. El Monte de Piedad, cuando pasaron trece meses, vendió las planchas de cobre de los grabados de su . Algún calderero debió de convertirlas en cazuelas. Tras quedarse sin las planchas, y sin poder ya siquiera completar los ejemplares desparejados de su que aún tenía, le vendió por cuatro cuartos a un librero y chamarilero las planchas y el texto, como . No le quedó ya nada de la obra de toda su vida. Se gastó el dinero de esos ejemplares. Cuando vio que aquel recurso tan parco se le agotaba, renunció a su jardín y lo dejó en barbecho. Antes, mucho antes, ya había renunciado a los dos huevos y al trozo de vaca que comía de vez en cuando. Cenaba pan y patatas. Había vendido los últimos muebles que le quedaban; luego, todo lo que tenía por partida doble en cuestión de ropa de cama, ropa de vestir y mantas; luego los herbolarios y las estampas; pero conservaba aún los libros más valiosos, varios de los cuales eran grandes rarezas, entre ellos edición de 1560; de Pierre de Besse; de Jean de La Haye, con dedicatoria a la reina de Navarra; el libro del por el señor de Villiers-Hotman; un de 1644; un Tibulo de 1567 con esta espléndida inscripción: y, finalmente, un Diógenes Laercio, impreso en Lyon en 1644 y donde estaban las famosas variantes del manuscrito 411, del siglo , del Vaticano, y las de los dos manuscritos de Venecia, 393 y 394, que tan fructíferamente consultó Henri Estienne, y todas las partes en dialecto dórico que no están sino en el célebre manuscrito del siglo de la biblioteca de Nápoles. El señor Mabeuf nunca encendía la chimenea de su cuarto y se iba a la cama de día para no gastar velas. Parecía como si no tuviera ya vecinos; cuando salía, lo evitaban, y él se daba cuenta. La miseria de un niño le interesa a una madre; la miseria de un joven le interesa a una muchacha; la miseria de un viejo no le interesa a nadie. Es, de todos los desvalimientos, el más frío. No obstante, Mabeuf no había perdido del todo su serenidad infantil. Las pupilas recobraban cierta viveza cuando miraban los libros y sonreía cuando se fijaban en el Diógenes Laercio, que era un ejemplar único. El armario acristalado era el único mueble que conservaba además de los más indispensables.

Un día le dijo la Plutarco:

—No tengo con qué comprar la cena.

Lo que llamaba la cena era un pan y cuatro o cinco patatas.

—¿De fiado? —dijo el señor Mabeuf.

—Ya sabe que no me fían.

El señor Mabeuf abrió su biblioteca, estuvo mucho rato mirando todos sus libros, uno tras de otro, igual que un padre que se viera en la obligación de diezmar a sus hijos los miraría antes de decidirse; luego, cogió uno con presteza, se lo metió debajo del brazo y salió. Volvió dos horas después, sin nada debajo del brazo, dejó un franco y medio encima de la mesa y dijo:

—Haga de cenar.

A partir de ese momento, la Plutarco vio cómo iba cayendo sobre el cándido rostro del anciano un velo oscuro que no volvió a alzarse.

Al día siguiente, y al otro, y todos los días, hubo que hacer otro tanto. El señor Mabeuf salía con un libro y volvía con una moneda. Como los libreros de lance sabían que no le quedaba más remedio que vender, le compraban por un franco lo que le habían vendido por veinte a veces esos mismos libreros. Libro a libro, se le iba yendo toda la biblioteca. A veces decía: «Pero ¡si ya he cumplido ochenta años!», como si tuviera a saber qué esperanza secreta de llegar al final de sus días antes de llegar al final de sus libros. Crecía la tristeza. Una vez tuvo una alegría, empero. Salió con un Robert Estienne que vendió por un franco con setenta y cinco en el muelle Malaquais y volvió con un Aldo Manucio, que compró por dos francos en la calle de Les Grès.

—Debo veinticinco céntimos —le dijo radiante a la Plutarco.

Ese día se quedó sin cenar.

Pertenecía a la Sociedad de Horticultura. Allí sabían de su indigencia. El presidente de la Sociedad fue a verlo, le prometió que le hablaría de él al ministro de Agricultura y Comercio y cumplió lo dicho.

—¡Faltaría más! —exclamó el ministro—. ¡Pues claro que sí! ¡Un sabio anciano! ¡Un botánico! ¡Un hombre inofensivo! ¡Hay que hacer algo por él!

Al día siguiente, el señor Mabeuf recibió una invitación para que fuera a cenar a casa del ministro. Le enseñó, trémulo de gozo, la carta a la Plutarco.

—¡Estamos salvados! —dijo.

El día fijado fue a casa del ministro. Se percató de que la corbata arrugada, el frac viejo y de faldones cuadrados y los zapatos abrillantados con huevo asombraban a los porteros. Nadie le dirigió la palabra, ni siquiera el ministro. A eso de las diez de la noche, cuando seguía esperando que le dijeran algo, oyó que la mujer del ministro, una mujer guapa y escotada a la que no se había atrevido a acercarse, preguntaba: «Pero ¿quién es ese señor tan viejo?». Se volvió a su casa a pie, a las doce de la noche, mientras llovía a cántaros. Había vendido un elzevir para pagar el coche de punto a la ida.

Todas las noches, antes de acostarse, tenía la costumbre de leer unas cuantas páginas de su Diógenes Laercio. Sabía griego suficiente para disfrutar de las peculiaridades del texto que poseía. Ahora no tenía ya más alegría que ésa. Pasaron unas cuantas semanas. De repente, la Plutarco enfermó. Si hay algo más triste que no tener con qué comprar pan en la panadería es no tener con qué comprar medicinas en la botica. Una noche, el médico recetó una poción muy cara. Y, además, la enfermedad se iba agravando y hacía falta una cuidadora. El señor Mabeuf abrió el armario: ya no quedaba nada. Se había ido el último libro. Sólo le quedaba el Diógenes Laercio.

Se puso el ejemplar único debajo del brazo y salió; era el 4 de junio de 1832; fue a la Porte de Saint-Jacques, a la librería del sucesor de Royol, y volvió con cien francos. Puso el montón de monedas de cinco francos encima de la mesilla de la anciana criada y se volvió a su cuarto sin decir palabra.

Al día siguiente, en cuanto amaneció, se sentó en el mojón tumbado del jardín y, por encima del seto, se lo pudo ver toda la mañana quieto, con la cabeza gacha y la vista clavada, sin mirar, en las platabandas marchitas. A ratos, llovía; el anciano no parecía darse cuenta. Por la tarde, estallaron en París unos ruidos fuera de lo normal. Parecían disparos de fusil y los clamores de un gentío.

Mabeuf alzó la cabeza. Vio pasar a un jardinero y preguntó:

—¿Qué pasa?

El jardinero contestó, con la laya echada al hombro y un tono de lo más tranquilo:

—Hay disturbios.

—¿Cómo que disturbios?

—Sí, enfrentamientos.

—¿Y por qué se enfrentan?

—Eso ya… —dijo el jardinero.

—¿Por qué parte? —añadió el señor Mabeuf.

—Por la parte de L’Arsenal.

Mabeuf entró en casa, cogió el sombrero, buscó maquinalmente un libro para metérselo debajo del brazo, no lo encontró, dijo: «¡Ah, es verdad!», y se fue, con expresión extraviada.

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