A veces naufragamos cuando creemos desembarcar
VII
A veces naufragamos cuando creemos desembarcar
Volvió a ponerse en marcha.
Aunque, si bien es cierto que no se había dejado la vida en el socavón, sí se había dejado las fuerzas. Ese esfuerzo supremo lo había dejado agotado. Notaba ahora un cansancio tal que, cada tres o cuatro pasos, se veía en la necesidad de recobrar el aliento y se apoyaba en la pared. En una ocasión tuvo que sentarse en el poyo para poner a Marius en otra postura, y creyó que no podría levantarse. Pero aunque se le hubiera extinguido el vigor, no se le había extinguido la energía. Se incorporó.
Anduvo con desesperación, casi deprisa; dio así alrededor de cien pasos, sin enderezar la cabeza, casi sin respirar; y de repente se dio un golpe contra la pared. Había llegado a un recodo de la alcantarilla y, al acercarse con la cabeza gacha a la esquina, se había topado con el muro. Alzó la vista y, en la punta del subterráneo, ante sí, a distancia, a mucha distancia, divisó una luz. Está vez no era la luz amedrentadora; era la luz buena y blanca. Era la claridad del día.
Jean Valjean estaba viendo la salida.
Un alma condenada que, entre las llamas del infierno, viera de pronto la salida de la gehena, sentiría lo que sintió Jean Valjean. Volaría desatinada con los muñones de las alas abrasadas hacia la puerta radiante. Jean Valjean dejó de notar el cansancio, dejó de notar el peso de Marius, recobró las pantorrillas de acero. Más que andar, corrió. Según se iba acercando a la salida, ésta se volvía cada vez más nítida. Era un arco cintrado, de menor altura que la bóveda, que iba bajando gradualmente, y menos ancho que la galería, que se iba estrechando según bajaba la bóveda. El túnel acababa como un embudo; un estrechamiento vicioso, imitado de los portillos de los penales, lógico en una cárcel, carente de lógica en unas alcantarillas y que, más adelante, se rectificó.
Jean Valjean llegó a la salida.
Y allí se detuvo.
Era la salida, pero era imposible salir.
Una verja recia cerraba el arco; y a esa verja, cuyos goznes, como parecía deducirse de las apariencias, giraban muy de tarde en tarde, la sujetaba al marco de piedra una cerradura recia que, roja de orín, parecía un ladrillo enorme. Se veía el orificio de la llave y el grueso pestillo que se hundía hasta muy adentro en el cerradero de hierro. Estaba claro que la cerradura tenía dos vueltas de llave. Era una de esas cerraduras de fortaleza que tanto abundaban en el París antiguo.
Del otro lado de la verja, el aire libre, el río, la luz del día, la margen muy estrecha, pero suficiente para irse por ella, los muelles distantes, París, ese abismo donde es tan fácil ocultarse, el horizonte abierto, la libertad. A la derecha, río abajo, se vislumbraba el puente de Iéna y, a la izquierda, río arriba, el puente de Les Invalides; habría sido un lugar propicio para esperar a que se hiciera de noche y escapar. Era uno de los puntos más solitarios de París; la orilla que está delante de Le Gros-Caillou. Las moscas entraban y salían por entre los barrotes de la verja.
Podían ser las ocho y media de la tarde. Estaba oscureciendo.
Jean Valjean dejó a Marius pegado al muro, en la parte seca del piso; luego se acercó a la verja y crispó ambos puños en los barrotes; los sacudió frenéticamente, pero no se inmutaron. La verja no se movió. Jean Valjean agarró los barrotes uno tras otro, con la esperanza de poder arrancar el que fuera menos sólido y usarlo como palanca para levantar la puerta o para romper la cerradura. No se movió ningún barrote. No están más firmes los dientes de un tigre en sus alveolos. Sin palanca, no se podía hacer fuerza. El obstáculo era invencible. No había forma de abrir la puerta.
¿Había pues que darlo todo por acabado allí? ¿Qué hacer? ¿Por qué decidirse? Dar marcha atrás, repetir el trayecto espantoso que ya había recorrido; no tenía fuerzas para eso. Por lo demás, ¿cómo volver a cruzar aquella zanja de la que no había salido sino por milagro? Y, pasada la zanja, ¿no andaba por allí aquella ronda de la policía a la que, desde luego, no podría hurtarse dos veces? Y, además, ¿dónde ir? ¿Qué dirección tomar? Ir cuesta abajo no era encaminarse a la meta. Aunque llegase a otra salida, se encontraría con que la obstruían una tapa o una reja. No cabía duda de que todas las salidas estaban cerradas así. La casualidad habría arrancado la reja por la que habían entrado, pero estaba claro que todas las demás bocas de alcantarilla estaban cerradas. Lo único que había conseguido era escapar para meterse en una cárcel.
Todo había acabado. Todo cuanto había hecho Jean Valjean era inútil. Dios no quería.
Estaban ambos atrapados en la oscura y gigantesca telaraña de la muerte; y Jean Valjean notaba cómo corría por esos hilos negros, en las tinieblas, la araña espantosa.
Le dio la espalda a la verja y se desplomó en el empedrado, derribado más que sentado, junto a Marius, que seguía exánime, y le cayó la cabeza en las rodillas. No había salida. Eran las heces de la angustia.
¿En quién pensaba en tan hondo desaliento? Ni en sí mismo ni en Marius. Pensaba en Cosette.