Los miserables

El hombre del cascabel

IX

El hombre del cascabel

Se fue derecho al hombre a quien divisaba en el jardín. Llevaba en la mano el canuto de dinero que se había metido en el bolsillo del chaleco.

El hombre tenía la cabeza gacha y no lo veía acercarse. Jean Valjean se plantó a su lado en pocas zancadas.

Le dijo gritando:

—¡Cien francos!

El hombre se sobresaltó y alzó la vista.

—¡Le pago cien francos si me da asilo por esta noche! —añadió Jean Valjean.

La luna le daba de lleno en la cara descompuesta a Jean Valjean.

—¡Anda, si es usted, compadre Madeleine! —dijo el hombre.

Aquel nombre, que un desconocido decía en aquella hora tan oscura en aquel lugar también desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean.

Se esperaba cualquier cosa menos aquello. Quien le hablaba era un anciano encorvado y cojo, vestido más o menos como un campesino, que llevaba en la rodilla izquierda una rodillera de cuero de la que colgaba una campanilla de buen tamaño. No se le veía la cara, que estaba en la sombra.

Pero el hombre se había quitado el gorro y exclamaba, trémulo:

—¡Ay, Dios mío! Pero ¿qué está usted haciendo aquí, compadre Madeleine? ¡Jesús, Jesús! ¿Por dónde ha entrado? ¿Ha caído del cielo? Que no es que sea de extrañar, porque si alguna vez cae usted de alguna parte, de ahí tendrá que ser. Pero ¿qué pintas lleva? ¡Sin corbata, sin sombrero, sin levita! ¿Sabe que le habría dado un buen susto a alguien que no lo conociera? ¡Sin levita! ¡Señor, Señor! ¿Es que en estos tiempos se vuelven locos los santos? Pero ¿cómo ha entrado aquí?

Se le atropellaban las palabras. El viejo hablaba con locuacidad campesina donde nada había que pudiera resultar intranquilizador. Todo lo decía con una mezcla de asombro y de campechanía candorosa.

—¿Quién es usted? ¿Y qué casa es ésta? —preguntó Jean Valjean.

—¡Cuerpo de Cristo, ésta sí que es buena! —exclamó el anciano—. Soy la persona a la que usted encontró acomodo aquí y esta casa fue en la que me encontró ese acomodo. ¿Cómo? ¿No me reconoce?

—No —dijo Jean Valjean—. ¿Y cómo es que usted sí me conoce?

—Me salvó usted la vida —dijo el hombre.

Se dio la vuelta, le subrayó el perfil un rayo de luna y Jean Valjean reconoció a Fauchelevent.

—¡Ah! —dijo Jean Valjean—. ¿Es usted? Sí, lo reconozco.

—Vaya, menos mal —dijo el viejo, con tono de reproche.

—¿Y qué hace usted aquí? —siguió preguntando Jean Valjean.

—¡Anda! ¡Pues tapando los melones, claro!

Fauchelevent tenía efectivamente en la mano en el momento en que se le había acercado Jean Valjean la punta de una estera que estaba colocando por encima del melonar. Ya había puesto unas cuantas en la hora, más o menos, que llevaba en el jardín. Por esa operación era por lo que llevaba a cabo los peculiares ademanes que le habían llamado la atención a Jean Valjean desde el almacén.

Añadió:

—Me he dicho: la luna está clara, va a helar. ¿Y si les pusiera el gabán a mis melones?

Y añadió, mirando a Jean Valjean con una risotada:

—¡Usted habría hecho lo mismo, ya lo creo! Pero ¿cómo es que está usted aquí?

Jean Valjean, al ver que el hombre lo conocía, al menos con el apellido de Madeleine, iba ahora con pies de plomo. Hacía más y más preguntas. Cosa curiosa, los papeles estaban invertidos. Era él, el intruso, quien preguntaba.

—¿Y qué es la campanilla esa que lleva en la rodilla?

—¿Esto? —contestó Fauchelevent—. Es para que no se encuentren conmigo.

—¿Cómo que para que no se encuentren con usted?

Fauchelevent hizo un guiño con una expresión inefable.

—¡Ay, amigo, es que en esta casa hay mujeres! Muchas jovencitas. Y por lo visto encontrarse conmigo sería un peligro. La campanilla las avisa. Cuando yo llego, ellas se van.

—Pues ¿qué casa es ésta?

—Anda, si ya lo sabe usted.

—No, no lo sé.

—Pero ¡si fue por su mediación por lo que me dieron el puesto de jardinero!

—¡Contésteme como si no supiera nada!

—¡Bueno, pues es el convento de Le Petit-Picpus!

A Jean Valjean le volvían los recuerdos. El azar, es decir, la Providencia, lo había puesto precisamente en aquel convento del barrio de Saint-Antoine donde habían admitido a Fauchelevent, tras dejarlo inválido la caída del carro, por recomendación suya, hacía ya dos años. Repitió, como si hablase para sus adentros: —¡El convento de Le Petit-Picpus!

—Pero bueno, por cierto —siguió diciendo Fauchelevent—, ¿cómo demonios se las ha apañado para entrar, compadre Madeleine? Porque, por muy santo que sea, es un hombre; y aquí no hay hombres.

—Usted sí que está.

—Sólo estoy yo.

—Pues se da el caso de que tengo que quedarme —dijo Jean Valjean.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Fauchelevent.

Jean Valjean se acercó al viejo y le dijo con voz muy seria:

—Fauchelevent, le salvé la vida.

—Yo lo dije primero —contestó Fauchelevent.

—Bueno, pues ahora puede usted hacer por mí lo que hice yo por usted hace tiempo.

Fauchelevent agarró con las manos viejas, arrugadas y temblonas las dos manos robustas de Jean Valjean y, por unos segundos, pareció que no podía hablar. Por fin, exclamó:

—¡Ay, sería una bendición de Dios si se lo pudiera devolver aunque fuera poco! ¡Yo! ¡Yo salvarle la vida! ¡Señor alcalde, disponga de este viejo!

Un gozo admirable había transfigurado al anciano. Parecía que del rostro le brotaban rayos de luz.

—¿Qué quiere que haga? —añadió.

—Ya se lo explicaré. ¿Tiene una habitación?

—Tengo una cabaña apartada, ahí, detrás de las ruinas del convento viejo, en un rincón que no ve nadie. Tiene tres habitaciones.

Las ruinas tapaban la cabaña tan bien, efectivamente, y estaba tan bien colocada para que no la viera nadie, que Jean Valjean no se había fijado en ella.

—Bien —dijo Jean Valjean—. Ahora le voy a pedir dos cosas.

—¿Cuáles, señor alcalde?

—La primera, que no le diga a nadie lo que sabe de mí. Y lo segundo, que no intente enterarse de nada más.

—Lo que usted diga. Bien sé que todo lo que haga usted tiene que ser honrado y que siempre ha sido un hombre de Dios. Y, además, fue usted el que me metió aquí. Todo esto es cosa suya. Disponga de mí.

—Dicho queda. Ahora, venga conmigo. Vamos a buscar a la niña.

—¡Ah! —dijo Fauchelevent—. ¿Hay una niña?

No añadió nada más y fue en pos de Jean Valjean como un perro que sigue al amo.

No había pasado ni media hora y ya dormía Cosette, que había recobrado los colores, junto a un buen fuego, en la cama del anciano jardinero. Jean Valjean se había vuelto a poner la corbata y la levita; habían encontrado y recogido el sombrero, que había tirado por encima de la tapia; mientras Jean Valjean se ponía la levita, Fauchelevent se había quitado la rodillera, que ahora, colgada de un clavo junto a un cuévano, decoraba la pared. Los dos hombres estaban entrando en calor acodados a una mesa en la que Fauchelevent había puesto un trozo de queso, un pan de centeno, una botella de vino y dos vasos; y el viejo le decía a Jean Valjean, poniéndole la mano en la rodilla: —¡Ay, compadre Madeleine! ¡Mira que no reconocerme enseguida! ¡Le salva usted la vida a la gente y luego se olvida de ella! ¡Qué mal está eso! ¡La gente sí que se acuerda de usted! ¡Es usted un ingrato!

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