Los miserables

Más retrocesos

II

Más retrocesos

Jean Valjean volvió al día siguiente a la misma hora.

Cosette no le hizo preguntas, no volvió a extrañarse, no volvió a protestar porque tenía frío, no volvió a mencionar el salón; evitó decir padre y señor Jean. Se dejó llamar de usted. Se dejó llamar señora. Sólo que le había mermado la alegría. Habría estado triste si le hubiese sido posible estarlo.

Es probable que hubiera tenido con Marius una de esas conversaciones en que el hombre amado dice lo que quiere, no explica nada y deja satisfecha a la mujer amada. La curiosidad de los enamorados no va mucho más allá de su amor.

A la sala de abajo le habían lavado un poco la cara. Basque había suprimido las botellas, y Nicolette, las arañas.

Todos los días sucesivos trajeron a Jean Valjean a la misma hora. Vino a diario, pues no tenía fuerzas para tomar las palabras de Marius sino al pie de la letra. Marius se las arregló para no estar en casa a la hora en que iba Jean Valjean. La casa se acostumbró a la nueva forma de ser del señor Fauchelevent. Toussaint contribuyó a ello. repetía. El abuelo decretó: «Es un excéntrico». Y todo quedó dicho. Por lo demás, a los noventa años ya no se hacen amistades; todo es yuxtaposición; un recién llegado es un estorbo. No queda sitio; todas las costumbres están afincadas ya. Señor Fauchelevent o señor Tranchelevent, Gillenormand se quedó encantado de que lo dispensasen de la presencia de «ese señor». Y añadió: «Esos excéntricos son de lo más frecuente. Caen en montones de rarezas. Sin motivo alguno. El marqués de Canaples era aún peor. Compró un palacio para vivir en la buhardilla. Son cosas fantasiosas que hace la gente».

Nadie intuyó que hubiera algo nefasto encubierto. ¿Quién habría podido, por cierto, adivinar algo así? Hay pantanos por el estilo en la India; el agua tiene una apariencia extraordinaria, inexplicable, se estremece sin que haga viento, está agitada donde debería estar en reposo. Miramos, en la superficie, esos hervores injustificados; no vemos la hidra que se arrastra por el fondo.

Muchos hombres tienen, así, un monstruo secreto, un mal que nutren, un dragón que los roe, una desesperación que vive en su oscuridad. Un hombre así se parece a los demás, va y viene. Nadie sabe que lleva dentro un espantoso dolor parásito con mil dientes, que vive dentro de ese miserable a quien mata. Nadie sabe que ese hombre es un abismo. Estancado, pero profundo. De vez en cuando aparece en la superficie una perturbación que no se entiende. El frunce de una arruga misteriosa que se desvanece luego; y luego vuelve a aparecer; una pompa sube y estalla. Es poca cosa, es terrible. Es la respiración de la alimaña desconocida.

Algunas costumbres raras: llegar a la hora en que se van los demás; quedarse aparte mientras los demás se pavonean; no quitarse nunca eso que podríamos llamar el abrigo color tapia; buscar el paseo solitario; preferir la calle desierta; no tomar parte en las conversaciones; evitar las aglomeraciones y las fiestas; parecer persona acomodada y vivir pobremente; tener, por muy rico que uno sea, la llave en el bolsillo y la vela en la portería; entrar por la puerta pequeña; subir por la escalera hurtada, todas esas singularidades insignificantes, esas arrugas, esas pompas, esos frunces fugitivos en la superficie proceden con frecuencia de un fondo tremendo.

Transcurrieron así varias semanas. Una vida nueva se fue adueñando poco a poco de Cosette; las relaciones que nacen del matrimonio, las visitas, las tareas domésticas, las diversiones: esos asuntos mayores. Las diversiones de Cosette no eran onerosas; consistían en una sola: estar con Marius. Salir con él o quedarse en casa con él era la principal ocupación de su vida. Era para ellos una alegría siempre recién estrenada salir del brazo, a pleno sol, en plena calle, sin esconderse, delante de todo el mundo, los dos solos. Cosette tuvo una contrariedad. Toussaint no consiguió llevarse bien con Nicolette, es imposible que dos solteronas encajen, y se fue. El abuelo estaba bien de salud; Marius intervenía, acá y allá, en algunos casos; la señorita Gillenormand llevaba apaciblemente, junto a la pareja reciente, esa vida lateral que le bastaba. Jean Valjean venía a diario.

Que hubiera desaparecido el tuteo, que la llamase señora, llamarlo señor Jean: con todo eso Cosette lo veía de forma diferente. El empeño que había puesto en distanciarla de él tenía éxito. Cosette estaba cada vez más alegre y menos afectuosa. Seguía queriéndolo mucho, no obstante, y él lo notaba. Un día, le dijo de pronto: «Era mi padre y ya no es mi padre; era mi tío y ya no es mi tío; era el señor Fauchelevent y es Jean. ¿Quién es usted entonces? No me gusta nada esto. Si no supiera que es tan bueno, le tendría miedo».

Seguía viviendo en la calle de L’Homme-Armé porque no podía decidirse a alejarse del barrio en que vivía Cosette.

Al principio, sólo se quedaba con Cosette unos minutos y, luego, se iba.

Poco a poco, se fue acostumbrando a hacer visitas menos cortas. Hubiérase dicho que aprovechaba el permiso de los días, que iban creciendo; llegó más temprano y se fue más tarde.

Un día, a Cosette se le escapó decirle: «Padre». Un relámpago de alegría le iluminó la cara vieja y sombría a Jean Valjean. La corrigió: «Diga Jean».

—Ay, es verdad —contestó ella, con una carcajada—. Señor Jean.

—Eso es —dijo él.

Y desvió la cara para que ella no le viera secarse los ojos.

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