Los miserables

La regla de Martín Verga

II

La regla de Martín Verga

Este convento, que, en 1824, llevaba ya muchos años en la calleja de Picpus, era una comunidad de bernardas de la regla de Martín Verga.

Estas bernardas, por lo tanto, no pertenecían a Claraval, como los bernardos, sino al Císter, como los benedictinos. Dicho de otro modo, no eran de la obediencia de san Bernardo, sino de san Benito.

Cualquiera que haya revuelto en unos cuantos infolios sabe que Martín Verga fundó en 1425 una congregación de bernardas benedictinas cuyo convento principal estaba en Salamanca, con una sucursal en Alcalá.

Dicha congregación se ramificó por todos los países católicos de Europa.

Estos injertos de una orden en otra no son inusuales ni poco ni mucho en la iglesia latina. Por no mencionar sino la orden de san Benito, de la que hablamos aquí, a esa orden se suman, sin contar la regla de Martín Verga, cuatro congregaciones: dos en Italia, Montecasino y Santa Justina de Padua; dos en Francia, Cluny y Saint-Maur, y nueve órdenes: Valombrosa, Grammont, los celestinos, los camandulenses, los cartujos, los humillados, los olivetanos, los silvestrinos y, finalmente, el Císter; pues el propio Císter, tronco de otras órdenes, no es para san Benito sino un retoño. El Císter nace en tiempos de san Roberto, abad de Molesme, en la diócesis de Langres, en 1098. Ahora bien, fue en 529 cuando san Benito, con diecisiete años, expulsó del antiguo templo de Apolo, donde vivía, al Diablo, que se había retirado al desierto de Subiaco (era ya viejo. ¿Se había metido acaso a ermitaño?).

Después de la regla de las carmelitas, que van descalzas, llevan en el pecho un zarzo de mimbre y no se sientan nunca, la regla más dura es la de las bernardas benedictinas de Martín Verga. Van vestidas de negro, con un griñón que, por disposición expresa de san Benito, llega hasta la barbilla. Una túnica de sarga de mangas anchas, un velo largo de lana, el griñón hasta la barbilla cortado en cuadro a la altura del pecho y la toca hasta los ojos: ése es el hábito. Todo negro, salvo la toca, que es blanca. Las novicias llevan el mismo hábito, pero van todas de blanco. Las que ya profesaron llevan además un rosario colgado a un costado.

Las bernardas benedictinas de Martín Verga son adoratrices perpetuas, igual que las benedictinas conocidas como monjas del Santísimo Sacramento, quienes, a principios de este siglo, tenían dos conventos en París, uno en Le Temple y el otro en la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Por lo demás, las bernardas benedictinas de Le Petit-Picpus, a las que nos estamos refiriendo, eran una orden diferente por completo de las adoratrices del Santísimo Sacramento cuyos conventos estaban en la calle Neuve-Sainte-Geneviève y en Le Temple. Las reglas eran muy distintas; había diferencias en el hábito. El griñón de las bernardas benedictinas de Le Petit-Picpus era negro, y el de las benedictinas del Santísimo Sacramento y de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, blanco; y, además, llevaban en el pecho un santísimo sacramento de unas tres pulgadas de alto de plata sobredorada o de cobre dorado. Las monjas de Le Petit-Picpus no llevaban ese santísimo sacramento. Aunque la adoración perpetua sea común al convento de Le Petit-Picpus y al convento de Le Temple, las dos órdenes se diferencian perfectamente. Sólo existe parecido entre las adoratrices del Santísimo Sacramento y las bernardas de Martín Verga en esa práctica, de la misma forma que había semejanza, en lo tocante al estudio y la glorificación de todos los misterios relacionados con la infancia, la vida y la muerte de Jesucristo y la Virgen, entre dos órdenes, muy distantes empero y enemigas llegado el caso: el Oratorio de Italia, que fundó en Florencia Felipe Neri, y el Oratorio de Francia, que fundó en París Pierre de Bérulle. El Oratorio de París aspiraba a la primacía porque Felipe Neri sólo era santo y Bérulle era cardenal.

Regresemos a la dura regla española de Martín Verga.

Las bernardas benedictinas de esa regla practican la abstinencia todo el año, ayunan en cuaresma y otros muchos días propios de su orden, se levantan del primer sueño después de la una de la madrugada y hasta las tres para leer el breviario y cantar maitines, duermen en sábanas de sarga en todas las estaciones y en jergones de paja, no usan el baño, no encienden nunca fuego, se azotan con disciplinas todos los viernes, observan la regla del silencio, no se hablan sino en los recreos, que son muy breves, y llevan seis meses al año camisas de sayal, desde el 14 de septiembre, que es la exaltación de la Santa Cruz, hasta la Pascua de Resurrección. Esos seis meses son una merced, pues la regla dice que son para todo el año, pero esa camisa de sayal, insoportable con los calores del verano, les daba fiebre y espasmos nerviosos. Hubo que restringir el uso. Incluso con esa mitigación, cuando las monjas se ponen el 14 de septiembre la camisa, les entra fiebre tres o cuatro días. Obediencia, pobreza, castidad, clausura: esos son los votos que hacen y que la regla vuelve mucho más penosos.

A la superiora la eligen por tres años las madres, que se llaman madres vocales porque tienen voz en el capítulo. A una superiora no se la puede volver a elegir más de dos veces, lo que establece que el reinado más largo de una superiora es de nueve años.

Nunca ven al sacerdote oficiante, que les oculta siempre un paño de sarga colgado a nueve pies de altura. Durante el sermón, cuando el predicador está en la capilla, se echan el velo por la cara. Tienen que hablar siempre en voz baja, caminar con la vista clavada en el suelo y la cabeza gacha. Sólo un hombre puede entrar en el convento: el arzobispo diocesano.

Aunque hay otro, que es el jardinero; pero es siempre un anciano, y, para que esté siempre solo en el jardín y las monjas queden avisadas y eviten encontrarse con él, le atan una campanilla a la rodilla.

Están sometidas a la superiora con una sumisión absoluta y pasiva. Es la sujeción canónica en su plena abnegación. Como ante la voz de Cristo, ante el ademán, ante la primera seña, en el acto, con alegría, con perseverancia, con obediencia cierta y ciega, como la lima en la mano del operario, sin poder leer ni escribir nada sin permiso expreso, .

Cumplen por turno con lo que llaman . El desagravio es la oración por todos los pecados, por todas las culpas, por todos los desórdenes, por todas las violaciones, por todas las iniquidades, por todos los crímenes que se cometen en el mundo. Durante doce horas consecutivas, de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana o de cuatro de la mañana a cuatro de la tarde, la hermana que hace está arrodillada en el suelo de piedra, ante el Santísimo Sacramento, con las manos juntas y la soga al cuello. Cuando el cansancio se vuelve insoportable, se prosterna bocabajo, con la cara pegada al suelo y los brazos en cruz; ése es todo el alivio que se le permite. En esa postura, reza por todos los culpables del universo. Tiene esto una grandeza que raya en lo sublime.

Como ese acto se lleva a cabo ante un poste encima del que arde un cirio, se dice a veces y a veces . Las monjas prefieren incluso por humildad esta expresión, que recuerda la ejecución y la humillación.

es un cometido en que el alma se absorbe. La hermana que está en el poste no se daría la vuelta aunque cayese un rayo detrás de ella.

Hay siempre, además, una monja de rodillas delante del Santísimo Sacramento. Esa estación dura una hora. Se relevan igual que los soldados de guardia. En eso consiste la adoración perpetua.

Las superioras y las madres llevan casi siempre nombres impregnados de una solemnidad particular y que recuerdan no a santas ni a mártires, sino momentos de la vida de Jesucristo, tales como madre Natividad, madre Concepción, madre Presentación, madre Pasión. No obstante, no están prohibidos los nombres de santas.

Quien las ve no les ve nunca más que la boca. Todas tienen los dientes amarillos. Nunca ha entrado un cepillo de dientes en el convento. Lavarse los dientes está en la parte de arriba de una escala en cuya parte de abajo está: perder el alma.

Nunca dicen . No tienen nada y no tienen que tener nada. De todo dicen por ejemplo: nuestro velo, nuestro rosario; si hablaran de su camisa, dirían . A veces le cogen apego a algún objeto menudo, a un libro de horas, a una reliquia, a una medalla bendecida. En cuanto se percatan de que empiezan a aficionarse a ese objeto, tienen que regalarlo. Recuerdan la frase de santa Teresa, a quien dijo una dama principal en el momento de entrar en su orden: «Permitid, madre, que mande a buscar una santa biblia con la que estoy muy encariñada».

Tienen prohibido todas tener un una Viven en celdas abiertas. Al empezar a hablarse, una dice: Y la otra contesta: Y la misma ceremonia cuando una llama a la puerta de otra. No bien roza alguna la puerta, se oye del otro lado una voz suave que dice a toda prisa: «¡Por siempre!». Como pasa con todas las cosas habituales, se convierte en algo automático; y a veces alguna dice: antes de que a la otra le haya dado tiempo a decir: frase bastante larga por cierto. Entre las visitandinas, la monja que entra dice: y la otra monja, en cuya celda entra, dice: . Es su forma de saludo, que, efectivamente está «lleno de gracia».

En todas las horas del día, la campana de la iglesia del convento da tres campanadas de más. Al oír ese señal, la superiora, las madres vocales, las profesas, las legas, las novicias y las postulantes interrumpen lo que estén diciendo, lo que estén haciendo o lo que estén pensando y dicen todas a un tiempo si, por ejemplo, son las cinco: Si son las ocho: etc., y así consecutivamente, según la hora que sea.

Esta costumbre, cuya finalidad es interrumpir los pensamientos y volver a dirigirlos continuamente hacia Dios, existe en muchas comunidades: lo único que cambia es la frase. Por ejemplo, en la congregación del Niño Jesús dicen:

Las benedictinas bernardas de Martín Vergas que viven en clausura hace cincuenta años en Le Petit-Picpus cantan los oficios con una salmodia grave, canto llano puro, y a voz en cuello durante todo el oficio. Siempre que hay un asterisco en el misal, hacen una pausa y dicen en voz baja: . En el oficio de difuntos, cantan en un tono tan grave que unas voces de mujer apenas si pueden bajar tanto. El efecto es sobrecogedor y trágico.

Las monjas de Le Petit-Picpus habían mandado hacer una cripta debajo del altar mayor para enterrar a las de su comunidad. El , como decían ellas, no permitió que bajasen ataúdes a esa cripta. Salían, pues, del convento cuando estaban muertas. Era algo que las afligía y las consternaba, como si cometieran una infracción.

Habían conseguido el mediocre consuelo de que las enterrasen a una hora determinada y en un rincón aparte en el antiguo cementerio de Vaugirard, que estaba en unos terrenos que habían pertenecido antes a la comunidad.

Los jueves esas monjas asisten a misa mayor, a vísperas y a todos los oficios como si fuera domingo. Además observan escrupulosamente todas las fiestas menores, que la gente no conoce en el siglo y de las que la iglesia era pródiga antes en Francia y lo es aún en España y en Italia. El tiempo que pasan en la capilla es interminable. En cuanto a la cantidad y la duración de sus oraciones, no podemos dar mejor idea de ello que citar esta frase ingenua de una de esas monjas:

Una vez por semana se reúne el capítulo: la superiora preside, las madres vocales asisten. Todas las hermanas se arrodillan cuando les llega la vez en el suelo de piedra y confiesan en voz alta delante de todas las faltas y los pecados que han cometido durante la semana. Las madres vocales se consultan después de cada confesión y ponen las penitencias en voz alta.

Además de la confesión en alta voz, para la que se dejan las faltas algo más graves, para las faltas veniales está lo que llaman . Arrepentirse es prosternarse boca abajo durante el oficio delante de la superiora hasta que ésta, a la que no se le da más nombre que avise a la paciente, con un golpecito en la madera de la silla del coro, de que se puede levantar. Los arrepentimientos son por muy poca cosa: un vaso roto; un velo con un siete; un retraso involuntario, a veces de pocos segundos, a un oficio; una nota desafinada en la iglesia, etc., ya son motivos suficientes para un arrepentimiento. El arrepentimiento es una manifestación espontánea; es la propia arrepentida la que se juzga y se lo inflige. Los días de fiesta y los domingos hay cuatro madres del coro que salmodian los oficios ante un facistol con cuatro pupitres. Un día, una madre del coro entonó un salmo que empezaba por , y, en vez de dijo en voz alta estas tres notas: Por esa distracción pasó por un arrepentimiento que duró todo el oficio. Lo que convertía aquella falta en tremenda es que el capítulo se había reído.

Cuando llaman a una monja al locutorio, aunque sea la superiora, se baja el velo de forma tal que, como ya hemos dicho, no se le vea más que la boca.

Sólo la superiora puede hablar con extraños. Las demás sólo pueden ver a sus familiares más próximos y muy de vez en cuando. Si, por casualidad, una persona de fuera se presenta para visitar a una monja a quien conoció o a quien quiso en el siglo, se precisa una negociación con todas las de la ley. Si es una mujer, a veces puede autorizarse la visita; la monja acude y le hablan a través de los postigos, que no se abren más que para una madre o una hermana. Ni que decir tiene que a los hombres siempre se les niega ese permiso.

Tal es la regla de san Benito, que hizo más rigurosa Martín Verga.

Estas monjas nunca son alegres, sonrosadas y lozanas, como lo son con frecuencia las de las demás órdenes. Son pálidas y serias. Entre 1825 y 1830 tres se volvieron locas.

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