Los miserables

El fondo de la cuestión

II

El fondo de la cuestión

Existe el disturbio y existe la insurrección; son dos iras; una está en un error, la otra está en su derecho. En los estados democráticos, los únicos legítimos desde el punto de vista de la justicia, se da a veces una usurpación de la parte; entonces el todo se subleva y la necesaria reivindicación de su derecho puede llegar incluso hasta empuñar las armas. En todas las cuestiones que son del ámbito de la soberanía colectiva, la guerra del todo contra la parte es insurrección; el ataque de la parte contra el todo es el disturbio; según que en Les Tuileries se alberguen el rey o la Convención, el ataque a Les Tuileries es justo o injusto. El mismo cañón apuntando al gentío se equivoca el 10 de agosto y acierta el 14 de vendimiario. Apariencia semejante, pero fondo diferente; la guardia suiza defiende lo falso, Bonaparte defiende lo verdadero. Lo que hizo el sufragio universal, en el ejercicio de su libertad y su soberanía, no puede deshacerlo la calle. Lo mismo sucede en los hechos puramente de civilización; el instinto de las masas, clarividente ayer, puede ser confuso mañana. La misma indignación es legítima en contra de Terray y absurda en contra de Turgot. Destrozar máquinas, saquear almacenes, romper raíles, echar abajo los depósitos, los recorridos equivocados de las muchedumbres, las denegaciones de justicia del pueblo al progreso, los estudiantes asesinando a Ramus, Suiza expulsando a Rousseau a pedradas: eso son disturbios. Israel contra Moisés, Atenas contra Foción, Roma contra Escipión: eso son disturbios; París contra la Bastilla, eso es insurrección. Los soldados contra Alejandro, los marineros contra Cristóbal Colón son el mismo levantamiento; levantamiento impío; ¿por qué? Porque lo que Alejandro hace por Asia con la espada es lo que hace Cristóbal Colón por América con la brújula; tanto Alejandro como Colón encuentran un mundo. Esos dones de un mundo a la civilización son tales incrementos de luz que, en tales casos, cualquier resistencia es culpable. Hay veces en que el pueblo no cumple con la fidelidad que se debe a sí mismo. El gentío traiciona al pueblo. ¿Existe, por ejemplo, algo más extraño que esa prolongada y cruenta protesta de los contrabandistas de la sal, legitima rebelión crónica que, en el momento decisivo, en el día de la salvación, en la hora de la victoria popular, se decanta por el trono, se vuelve chuanería y de ser insurrección contra se vuelve disturbio a favor? ¡Sombrías obras maestras de la ignorancia. El contrabandista de la sal se libra de las horcas de la monarquía y, todavía con un trozo de cuerda al pescuezo, enarbola la escarapela blanca. «Muerte a la gabela» pare un «viva el rey». Matadores de la noche de San Bartolomé, degollares de septiembre, carniceros de Aviñón, asesinos de Coligny, asesinos de la señora de Lamballe, asesinos de Brune, miqueletes, , cofrades de la compañía de Jéhu, caballeros del brazal: eso es disturbio. Vendea es un gran disturbio católico. El rumor del derecho en marcha se reconoce, no siempre procede de la vibración de las masas alteradas; hay sañas locas, hay campanas rajadas; no todos los toques de rebato suenan a bronce. Una cosa es el terremoto del progreso y otra el zafarrancho de las pasiones y las ignorancias. En pie, sí, pero para crecer. Quiero ver hacia dónde vais. No es insurrección sino la que camina hacia adelante. Cualquier otro levantamiento es malo. Cualquier paso violento hacia atrás es disturbio; retroceder es una agresión al género humano. La insurrección es el arrebato de furia de la verdad; los adoquines que levanta la insurrección lanzan la chispa del derecho. Esos adoquines no le dejan sino su lodo al disturbio. Danton contra Luis XVI es insurrección; Hébert contra Danton es disturbio.

De ahí viene que la insurrección es, en determinados casos, como dijo Lafayette, el más sagrado de los deberes, pero el disturbio puede ser el más fatídico de los atentados.

Existe también cierta diferencia en la intensidad calórica: la insurrección es frecuentemente un volcán, la sublevación es frecuentemente un fuego de paja.

Ya hemos dicho que el disturbio reside a veces en el poder. Polignac es un agitador; Camille Desmoulins es un gobernante.

Hay veces en que insurrección es resurrección.

Como es un hecho modernísimo que el sufragio universal lo solucione todo y toda la historia anterior a este hecho rebosa, desde hace cuatro mil años, de violaciones al derecho y del sufrimiento de los pueblos, cada una de las épocas de la historia trae consigo la protesta que puede. En tiempos de los césares no existía la insurrección, pero existía Juvenal.

El sustituye a los Graco.

En tiempos de los césares, tenemos al exiliado de Siena; y también al hombre de los .

No hablaremos del tremendo exiliado de Patmos que también agobia al mundo real con una protesta en nombre del mundo ideal, convierte la visión en una sátira desmesurada y arroja contra Roma-Nínive, contra Roma-Babilonia, contra Roma-Sodoma la flamígera reverberación del Apocalipsis.

Juan en su roca es la esfinge en su pedestal; entra dentro de lo posible no entenderlo; es un judío y habla en hebreo; pero el hombre que escribe los es un latino, mejor dicho, es un romano.

Puesto que los Nerones tienen reinados negros, de esa misma forma hay que pintarlos. La talla del buril sola sería incolora; hay que verter en la entalladura una prosa concentrada que muerda.

Algo influyen los déspotas en los pensadores. La palabra encadenada es una palabra terrible. Se duplica y se triplica el estilo del escritor cuando un amo obliga a callar al pueblo. Surge de ese silencio cierta plenitud misteriosa que se filtra y se fija como bronce en el pensamiento. La historia oprimida da concisión al historiador. La solidez granítica de algunas prosas célebres no es sino el asentamiento del tirano.

La tiranía obliga al escritor a reducir el diámetro, con lo que crece la fuerza. Al período oratorio ciceroniano, que apenas basta contra Verres, se le embotaría el filo contra Calígula. A menos envergadura en la frase, más intensidad en el golpe. Tácito piensa a brazo partido.

La honradez de un corazón noble, condensada en forma de justicia y verdad, fulmina.

Dicho sea de paso, hay que dejar constancia de que Tácito no se superpone históricamente a César. Lo suyo son los Tiberio. César y Tácito son dos fenómenos sucesivos cuyo encuentro parece que quien, en la dirección escénica de los siglos, dispone las entradas y las salidas evitó misteriosamente. César es grande, Tácito es grande; Dios fue generoso con esas dos magnitudes evitando que chocasen entre sí. El justiciero podía golpear con excesiva dureza al golpear a César y ser injusto. Dios no lo quiere. Las grandes guerras de África y de España, la aniquilación de los piratas de Cilicia, la introducción de la civilización en Galia, en Bretaña, en Germania, toda esa gloria disimula el Rubicón. Hay en ello algo así como una delicadeza de la justicia divina, que no se decide a soltar contra el usurpador al historiador tremendo y no le impone Tácito a César, reconociéndole al genio circunstancias atenuantes.

Cierto es que el despotismo sigue siendo el despotismo, incluso aunque el déspota sea un genio. Hay corrupción en los tiranos ilustres, pero la peste moral más repulsiva les sigue correspondiendo a los tiranos infames. En esos reinados no hay nada que corra un velo sobre la vergüenza; y los hacedores de ejemplos, tanto Tácito cuanto Juvenal, abofetean con mayor provecho, en presencia del género humano, esa ignominia sin justificación posible.

Roma huele peor con Vitelio que con Sila. Con Claudio y con Domiciano se da una bajeza deforme que corresponde a la fealdad del tirano. La villanía de los esclavos procede directamente del déspota; brota un miasma de esas conciencias podridas donde se refleja el amo; los poderes públicos son inmundos; los corazones, pequeños; las conciencias, chatas; las almas, chinches; así ocurre con Caracalla, así ocurre con Cómodo, así ocurre con Heliogábalo, mientras que, con César, no sale del Senado romano sino el olor a excrementos propio del nido del águila.

A ello se debe la aparición tardía de los Tácito y los Juvenal; el demostrador aparece a la hora de la evidencia.

Pero Juvenal y Tácito, al igual que Isaías en los tiempos bíblicos, al igual que Dante en la Edad Media, es el hombre; el disturbio y la insurrección son la muchedumbre, que ora yerra, ora acierta.

Lo más habitual es que el disturbio surja de un hecho material; la insurrección es siempre un fenómeno ético. El disturbio es Masaniello; la insurrección es Espartaco. La insurrección linda con la inteligencia; y el disturbio, con el estómago. Gaster se irrita; pero no cabe duda de que Gaster no siempre se equivoca. En casos de hambruna, el disturbio, como el de Buzançais, por ejemplo, tiene un punto de partida cierto, patético y justo. Pero sigue, no obstante, siendo disturbio ¿Por qué? Porque, aunque tenga razón en el fondo, se equivocó en la forma. Feroz por más que tuviera a su favor el derecho, violento por más que fuera fuerte, golpeó al azar; avanzó como el elefante ciego, aplastándolo todo; dejó tras de sí cadáveres de ancianos, de mujeres, de niños; derramó, sin saber por qué, la sangre de personas inofensivas e inocentes. Dar de comer al pueblo es una meta digna; asesinarlo es un mal sistema.

Todas las protestas armadas, incluso las más legítimas, incluso el 10 de agosto, incluso el 14 de julio, comienzan con la misma alteración. Antes de que salga a flote el derecho, hay tumulto y espuma. Cuando empieza, la insurrección es disturbio, de la misma forma que el río es torrente. Suele desembocar en este océano: revolución. A veces, sin embargo, procedente de esas elevadas montañas que se alzan sobre el horizonte ético, la justicia, la sabiduría, la razón, el derecho y compuesta de la nieve más pura del ideal, tras irse desplomando gran trecho de roca en roca, tras haber reflejado el cielo en sus aguas transparentes y haber crecido con cien afluentes, hasta el majestuoso flujo del triunfo, la insurrección se pierde de pronto en cualquier zanja burguesa, igual que el Rin en un pantano.

Todo lo dicho es el pasado; el porvenir es otro. Lo admirable del sufragio universal es que disuelve el principio del disturbio y, al dar el voto a la insurrección, la desarma. La desaparición de las guerras, de la guerra callejera y de la guerra en las fronteras, tal es el progreso inevitable. Fuere el hoy como fuere, la paz es el Mañana.

Por lo demás, insurrección y disturbio y en qué se diferencia aquélla de éste, todo eso son matices de los que el burgués, como tal, no está al tanto. A él todo le parece sedición, rebelión pura y simple, rebeldía del dogo contra el amo, intento de morderlo que hay que castigar encadenándolo a la caseta, ladrido, gañido; hasta el día en que la cabeza del perro crece de pronto y en la sombra se intuye de forma más o menos concreta la silueta de una cabeza de león.

Entonces, el burgués grita: ¡Viva el pueblo!

Tras la anterior explicación, ¿qué es para la historia el movimiento de junio de 1832? ¿Es un disturbio? ¿Es una insurrección?

Es una insurrección.

Quizá suceda que, en la presente escenificación de un acontecimiento tremendo, digamos a veces disturbio, pero será sólo para calificar los hechos superficiales, y mantendremos siempre la diferenciación entre la forma, disturbio, y el fondo, insurrección.

El movimiento de 1832 fue, en su estallido veloz y su extinción lúgubre, tan grande que incluso quienes no ven en él sino un disturbio lo mencionan con respeto. Para ellos es algo así como un resto de 1830. Cuando la imaginación se exalta, dicen, no se calma en un solo día. Una revolución no se interrumpe abruptamente. Precisa siempre unas cuantas ondulaciones para regresar al estado de paz, igual que una montaña según baja hacia la llanura. No hay Alpes sin Jura ni Pirineos sin Asturias.

Esta crisis patética de la historia contemporánea, que la memoria de los parisinos llama es, no cabe duda, un momento característico entre los momentos tormentosos del presente siglo.

Una última palabra antes de iniciar el relato.

Los hechos que vamos a narrar pertenecen a esa realidad dramática y viva que la historia descuida a veces por falta de tiempo y de espacio. Sin embargo, en ellos, insistimos, están la vida, el latido, el estremecimiento humano. Los detalles pequeños, nos parece que ya lo hemos dicho, son, por llamarlos de alguna forma, el follaje de los grandes acontecimientos y se pierden en la lejanía de la historia. Abundan detalles así en la época llamada de . Los procesos judiciales, por razones ajenas a la historia, no lo han revelado todo, ni quizá han ahondado en todo. Vamos, pues, a sacar a la luz, entre las particularidades conocidas y públicas, cosas que no se supieron, hechos que ocultaron el olvido de unos y la muerte de otros. La mayoría de los actores de esas escenas desmedidas han desaparecido; callaban ya al día siguiente mismo; pero lo que vamos a referir podemos decir que lo hemos visto. Cambiaremos algunos nombres, porque la historia refiere, no denuncia, pero describiremos cosas ciertas. Por las condiciones del libro que estamos escribiendo, sólo mostraremos un aspecto y un episodio, y seguramente el menos conocido, de las jornadas del 5 y el 6 de junio de 1832; pero haremos por que el lector vislumbre, tras el velo sombrío que vamos a alzar, el rostro real de esa terrorífica aventura pública.

Download Newt

Take Los miserables with you