Los miserables

El quid obscurum de las batallas

V

El de las batallas

Todo el mundo está al tanto de la primera fase de esta batalla; inicio confuso, titubeante, ominoso para ambos ejércitos, pero más aún para los ingleses que para los franceses.

Había llovido toda la noche; el aguacero había llenado el suelo de baches; el agua se había acumulado acá y allá en los hoyos de la llanura como en palanganas; en algunas zonas a los trenes de artillería les llegaba el agua a los ejes; de las cinchas de los tiros goteaba el barro líquido; si aquella aglomeración de transporte rodado en marcha no hubiera acamado el trigo y el centeno, cuyas espigas rellenaron las rodadas que hizo las veces de pajaza para las ruedas, habría sido imposible moverse, sobre todo en los valles que caían por Papelotte.

La cosa empezó tarde; era costumbre de Napoleón, como ya hemos explicado, tener toda la artillería en la mano como si fuera una pistola, apuntando ora a ese punto de la batalla, ora a aquél; y quiso esperar a que las baterías que ya tenían enganchado el tiro pudieran rodar y galopar libremente; para eso tenía que salir el sol y secar el suelo. Pero el sol no salió. Ya no era la cita de Austerlitz. Cuando dispararon el primer cañón, el general inglés Colville miró el reloj y comprobó que eran las doce menos veinticinco.

La acción la entabló con furia, más furia quizá de la que habría querido el emperador, el ala izquierda francesa, en Hougomont. Al tiempo, Napoleón atacó el centro lanzando la brigada Quiot sobre La Haie-Sainte y Ney movió el ala derecha francesa contra el ala izquierda inglesa que se apoyaba en Papelotte.

El ataque a Hougomont tenía algo de simulación; atraer hacia allí a Wellington, conseguir que se escorase a la izquierda: tal era el plan. Ese plan habría tenido éxito si las cuatro compañías de la guardia inglesa y los arrojados belgas de la división Perponcher no hubieran mantenido firmemente la posición; y Wellington, en vez de agolpar tropas en ella, pudo limitarse a no enviar más refuerzos que otras cuatro compañías de la guardia y un batallón de Brunswick.

El ataque del ala derecha francesa sobre Papelotte era un ataque a fondo: dar al traste con el ala izquierda inglesa, cortar el camino de Bruselas, impedir el paso a los posibles prusianos, forzar Mont-Saint-Jean, hacer retroceder a Wellington hacia Hougomont y, desde ahí, hasta Braine-l’Alleud y luego hasta Hal, nada podía haber más claro. Dejando aparte algunos incidentes, ese ataque tuvo éxito: tomaron Papelotte y se hicieron con La Haie-Sainte.

Un detalle que hay que tener en cuenta: había en la infantería inglesa, sobre todo en la brigada de Kempt, muchos reclutas. Esos soldados jóvenes se portaron con gran valor ante nuestra temible infantería; su inexperiencia salió del paso con intrepidez; hicieron ante todo una excepcional labor de tiradores; el soldado cuando hace de tirador depende hasta cierto punto sólo de sí mismo, se convierte por así decirlo en su propio general; aquellos reclutas mostraron en parte la inventiva y la furia francesas. Aquella infantería novicia estuvo inspirada. Y eso desagradó a Wellington.

Tras la toma de La Haie-Sainte, se notó un titubeo en la batalla.

Hay en aquel día, entre el mediodía y las cuatro de la tarde, un intervalo oscuro; el centro de esa batalla se distingue muy mal y participa de la oscuridad de la refriega. Transcurre en un crepúsculo. Se intuyen entre esa bruma amplias fluctuaciones, un espejismo vertiginoso, los atuendos bélicos de entonces, casi desconocidos hoy, los colbacs con flama, los portapliegos al viento, los arreos de cuero cruzados, las cartucheras de granadas, los dormanes de los húsares, las botas rojas de mil arrugas, los pesados chacós con sus guirnaldas de cordones trenzados, la infantería casi negra de Brunswick revuelta con la infantería escarlata de Inglaterra, los soldados ingleses que llevaban, en vez de charreteras, unas abultadas almohadillas blancas circulares en las sisas, la caballería ligera hannoveriana con su casco de cuero oblongo con tiras de cobre y plumeros de crines rojas, los escoceses con las rodillas al aire y los de cuadros, las altas polainas blancas de nuestros granaderos; cuadros, no líneas estratégicas; lo que precisa Salvator Rosa y no lo que precisa Gribeauval.

En una batalla siempre hay una parte de tempestad. . Cada historiador traza hasta cierto punto las líneas que le agradan en esas mescolanzas. Fuere cual fuere la combinación de los generales, las masas armadas, al chocar, tienen reflujos incalculables; en la acción, los dos planes de los dos jefes se embuten uno en otro y se deforman entre sí. Hay zonas del campo de batalla que se tragan más combatientes que otras, como esos suelos más o menos esponjosos que beben más o menos deprisa el agua que se vierte en ellos. No queda más remedio que volver a verter allí más soldados de los deseados. Gastos que son imprevistos. La línea de combate fluctúa y serpentea como un hilo; los rastros de sangre chorrean sin lógica; los frentes de los ejércitos ondulan; los regimientos, yendo hacia adelante y hacia atrás, forman cabos o golfos; todos esos escollos se mueven continuamente, unos ante otros; donde estaba la infantería, llega la artillería; donde estaba la artillería, acude la caballería; los batallones son humaredas. Allí había algo, buscadlo, ha desaparecido; se desplazan los claros; los repliegues oscuros avanzan y retroceden; algo parecido al viento del sepulcro empuja, repele, hinche y dispersa a esas muchedumbres trágicas. ¿Qué es una refriega? Una oscilación. La inmovilidad de un plan matemático equivale a un minuto y no a un día. Para pintar una batalla se necesitan esos pintores poderosos que llevan el caos en el pincel; vale más Rembrandt que Vandermeulen. Vandermeulen, exacto a mediodía, miente a las tres. La geometría induce a error; sólo es cierto el huracán. De ahí toma Folard autorización para contradecir a Polibio. Añadamos que siempre llega un instante en que la batalla degenera en combate, se particulariza, se dispersa en incontables hechos detallados que, por utilizar la expresión del propio Napoleón, «pertenecen más bien a la biografía de los regimientos que a la historia del ejército». En casos así, el historiador tiene el evidente derecho de resumir. Sólo puede captar los perfiles principales de la lucha, y a ningún narrador le es dado, por muy concienzudo que sea, dejar establecida de manera absoluta la forma de esa espantosa nube que recibe el nombre de batalla.

Lo dicho, que es cierto para todos los grandes enfrentamientos armados, es particularmente aplicable al caso de Waterloo.

No obstante, por la tarde, hubo determinado momento en que la batalla se concretó.

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