Pobre niña solita
V
Pobre niña solita
Como la posada de los Thénardier estaba en esa parte del pueblo que cae junto a la iglesia, al manantial que estaba en el bosque, de camino a Chelles, era donde tenía que ir Cosette a coger agua.
No miró ni un puesto más. Mientras estuvo en la callejuela de Le Boulanger y en las inmediaciones de la iglesia, los comercios encendidos iluminaban el camino, pero no tardó en desaparecer la luz del último tenderete. La pobre niña se vio a oscuras. Se hundió en esa oscuridad. Pero, como se iba sintiendo cada vez más impresionada, según andaba movía cuanto podía el asa del cubo. Hacía un ruido que la acompañaba.
Cuanto más avanzaba, más densas se volvían las tinieblas. Ya no había nadie por las calles. No obstante, se cruzó con una mujer que se volvió al verla pasar y se quedó quieta mascullando: «Pero ¿adónde irá esta niña? ¿Será una niña lobisona?». Luego, la mujer reconoció a Cosette y dijo: «¡Anda! ¡Si es la Alondra!».
Cosette cruzó así por aquel laberinto de calles tortuosas y desiertas por las que se sale del pueblo de Montfermeil camino de Chelles. Mientras hubo casas, o incluso sólo tapias, a ambos lados del camino fue andando con bastante determinación. De vez en cuando, veía el resplandor de una vela a través de la rendija de un postigo: era luz y era vida, había gente por allí cerca y eso la tranquilizaba. Pero, según avanzaba, iba andando más despacio sin hacerlo aposta. Cuando hubo dejado atrás la esquina de la última casa, Cosette se detuvo. Ir más allá del último comercio había sido difícil; ir más allá de la última casa era imposible. Dejó el cubo en el suelo, se hundió la mano en el pelo y empezó a rascarse la cabeza despacio, un gesto que hacen los niños aterrados e indecisos. Aquello no era ya Montfermeil, era el campo. Tenía delante una extensión negra y desierta. Miró con desesperación aquella oscuridad donde ya no había nadie, donde había animales, donde a lo mejor había fantasmas. Miró bien y oyó a los animales andar por la hierba y vio claramente a los fantasmas que se movían en los árboles. Entonces volvió a agarrar el cubo; el miedo la volvía atrevida. Se dijo: «¡Bah! ¡Le diré que no quedaba agua!». Y volvió a entrar muy decidida en Montfermeil.
No había dado cien pasos cuando volvió a pararse y a rascarse la cabeza. Quien se le aparecía ahora era la Thénardier; la Thénardier, repulsiva con aquella boca de hiena y la ira ardiéndole en los ojos. La niña lanzó una ojeada lastimera hacia adelante y hacia atrás. ¿Qué hacer? ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde ir? Por delante, el espectro de la Thénardier; por detrás, todos los fantasmas de la noche y del bosque. Fue ante la Thénardier ante quien retrocedió. Volvió a tomar el camino de la fuente y echó a correr. Salió del pueblo corriendo, se metió en el bosque corriendo, sin mirar nada, sin escuchar nada. No dejó de correr hasta que se quedó sin aliento; pero no dejó de andar. Iba de frente, descompuesta.
Mientras corría tenía ganar de llorar.
El temblor nocturno del bosque la rodeaba por completo. Ya no pensaba, ya no veía. La noche inmensa enfrentada a aquel ser tan pequeño. De un lado, toda la sombra; del otro, un átomo.
Sólo había siete u ocho minutos desde la linde del bosque hasta el manantial. Cosette se sabía el camino porque lo había hecho más de una vez de día. Cosa rara, no se perdió. Un resto de instinto la guiaba más o menos. Pero no miraba ni a derecha ni a izquierda por temor a ver cosas en las ramas y en los matorrales. Así llegó al manantial.
Era una estrecha cubeta natural que había excavado el agua en un suelo arcilloso, con una profundidad de unos dos pies, rodeada de musgo y de esas hierbas grandes y gofradas a las que llaman gorgueras de Enrique IV; unas cuantas piedras grandes hacían de pavimento. Salía de allí un arroyo que hacía un ruidito apacible.
Cosette no se detuvo a respirar. Estaba muy oscuro, pero estaba acostumbrada a ir a ese manantial. Buscó con la mano izquierda, en la oscuridad, un roble joven que se inclinaba hacia el manantial y solía servirle de punto de apoyo, dio con una rama, se colgó de ella, se agachó y metió el cubo en el agua. Era presa de tal tensión en aquellos momentos que se le triplicaban las fuerzas. Mientras estaba así inclinada, no se dio cuenta de que se le vaciaba el bolsillo del delantal en el manantial. La moneda de setenta y cinco céntimos cayó al agua. Cosette ni la vio ni la oyó caer. Sacó el cubo casi lleno y lo dejó en la hierba.
Entonces se dio cuenta de que estaba exhausta. Le habría gustado irse enseguida; pero el esfuerzo de llenar el cubo había sido tan grande que no pudo dar ni un paso. No le quedó más remedio que sentarse. Se desplomó en la hierba y allí se quedó, acurrucada.
Cerró los ojos y luego los volvió a abrir, sin saber por qué, pero no podía evitarlo.
Junto a ella, el agua que se movía en el cubo hacía redondeles que parecían serpientes de fuego blanco.
Más arriba de su cabeza, cubrían el cielo grandes nubes negras que eran como lienzos de humo. La máscara trágica de la sombra parecía inclinarse de forma inconcreta sobre aquella niña.
Júpiter se estaba poniendo, allá arriba. La niña miraba con ojos extraviados aquella estrella grande que no conocía y que le daba miedo. Efectivamente, el planeta estaba en aquellos momentos muy cerca del horizonte y se transparentaba entre una densa capa de bruma que le daba un tono rojo espantoso. Esa bruma, lúgubremente purpúrea, aumentaba el tamaño del astro. Parecía una llaga luminosa.
Llegaba un viento frío desde la llanura. El bosque era tenebroso, no había roce alguno de hojas, no había ninguno de esos inconcretos y frescos resplandores del verano. Ramajes altos se erguían espantosamente. Matorrales encanijados y deformes silbaban en los claros. Las hierbas altas bullían con el viento helado, como anguilas. Las zarzas se retorcían como brazos largos armados de garras que intentaban aferrar alguna presa. Unos cuantos brezos secos, que empujaba el viento, pasaban deprisa y parecían huir atemorizados de algo que venía detrás. Por todos lados había extensiones lúgubres.
La oscuridad da vértigo. El hombre necesita claridad. Quien se hunde en lo contrario de la luz nota el corazón oprimido. Cuando los ojos ven la negrura, la mente ve turbio. En el eclipse de la noche, en la opacidad fuliginosa hay ansiedad incluso para los más fuertes. Nadie camina solo y de noche por el bosque sin estremecerse. Sombras y árboles, dos densidades ominosas. Surge una realidad quimérica en la hondura imprecisa. Lo inconcebible se esboza a pocos pasos por delante con una nitidez espectral. Vemos flotar, por el espacio o en nuestras propias mentes, a saber qué cosas inconcretas e inaprensibles como los sueños de las flores dormidas. Sobre el telón de fondo del horizonte hay posturas fieras. Respiramos los efluvios del gran vacío negro. Sentimos miedo y ganas de mirar lo que tenemos a la espalda. Las cavidades de la noche, las cosas que se han vuelto desencajadas: perfiles taciturnos que se disipan cuanto nos acercamos, desmelenamientos oscuros, matas irritadas, charcos lívidos, lo lúgubre reflejado en lo fúnebre, la inmensidad sepulcral del silencio, los posibles seres desconocidos, inclinaciones de ramas misteriosas, espantosos torsos de árboles, largos puñados de hierbas trémulas: estamos indefensos ante todo eso. No hay coraje que no se sobresalte y no note la proximidad de la angustia. Notamos algo repulsivo, como si el alma se amalgamase con la sombra. Esa forma en que se nos meten dentro las tinieblas es tan siniestra en un niño que no se puede ni expresar.
Los bosques son apocalipsis, y el batir de alas de un alma niña hace un ruido agónico bajo su bóveda monstruosa.
Sin darse cuenta de qué sentía, Cosette notaba que se adueñaba de ella esa enormidad negra de la naturaleza. No era ya sólo el terror lo que la invadía, era algo más terrible incluso que el terror. Tiritaba. Faltan las palabras para decir por qué era tan extraño aquel escalofrío que le helaba hasta el fondo del corazón. Se le había vuelto la mirada hosca. Le parecía notar que a lo mejor no iba a poder impedirse regresar allí al día siguiente a la misma hora.
Entonces, por una suerte de instinto, para salir de aquel estado singular que no entendía, pero que la atemorizaba, empezó a contar en voz alta, uno, dos, tres, cuatro, hasta diez, y, al acabar, empezó otra vez. Recuperó así la percepción auténtica de las cosas que la rodeaban. Notó el frío en las manos, que se había mojado al coger agua. Se puso de pie. Le había vuelto un miedo natural e irreprimible. Sólo pensó ya en salir huyendo; en salir huyendo a todo correr bosque a través, campo a través, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las velas encendidas. Puso los ojos en el cubo que tenía delante. Le inspiraba tal miedo la Thénardier que no se atrevió a escapar sin llevarse el cubo de agua. Cogió el asa con ambas manos. Le costó levantar el cubo.
Dio una docena de pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba, no le quedó más remedio que volver a dejarlo en el suelo. Tomó aire un instante, luego volvió a tirar del asa y echó a andar; esta vez tardó algo más en pararse. Pero tuvo que hacerlo otra vez. Tras descansar unos segundos, siguió adelante. Andaba encorvada y con la cabeza gacha, como una vieja; el peso del cubo le tensaba y le endurecía los brazos flacos, el asa de hierro acababa de entumecerle y helarle las manitas mojadas; de vez en cuando, no le quedaba más remedio que detenerse; y siempre que lo hacía, el agua fría que salpicaba fuera del cubo le caía en las piernas, que llevaba al aire. Todo esto sucedía en lo hondo de un bosque, de noche, en invierno, lejos de toda mirada humana; era una niña de ocho años. Sólo Dios en aquellos momentos veía aquello tan triste.
¡Y su madre seguramente, por desdicha!
Porque hay cosas que hacen que los muertos abran los ojos en la tumba.
Jadeaba con una especie de estertor doloroso; los sollozos le oprimían la garganta, pero no se atrevía a llorar, de tanto como temía a la Thénardier, incluso a distancia. Tenía por costumbre pensar que estaba siempre en presencia de la Thénardier.
Pero no podía adelantar mucho en aquellas condiciones, y avanzaba muy despacio, por mucho que acortase las paradas y caminase cada vez el mayor trecho posible. Pensaba angustiada que iba a necesitar más de una hora para volver así a Montfermeil y que la Thénardier le iba a dar una paliza. Se le mezclaba aquella angustia con el espanto de estar sola y de noche en el bosque. Estaba exhausta y aún no había salido de él. Al llegar a un castaño viejo que le era familiar, hizo una última parada, más larga que las otras, para estar muy descansada; hizo luego acopio de todas sus fuerzas, volvió a coger el cubo y echó a andar de nuevo valientemente. Pero, no obstante, la pobre criaturita desesperada no pudo por menos de exclamar: «¡Ay, Dios mío, Dios mío!».
En ese momento, notó de repente que ya no le pesaba el cubo. Una mano que le pareció gigantesca acababa de coger el asa y la alzaba vigorosamente. La niña levantó la cabeza. Una forma grande y negra, tiesa y erguida, caminaba junto a ella en la oscuridad. Era un hombre que había llegado por detrás y a quien no había oído acercarse. Aquel hombre, sin decir palabra, había agarrado por el asa el cubo que ella llevaba.
Existen instintos para todos los encuentros de la vida. La niña no tuvo miedo.