Quien busca lo mejor puede toparse con lo peor
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Quien busca lo mejor puede toparse con lo peor
La Thénardier había dejado las cosas en manos de su marido, como solía. Esperaba grandes acontecimientos. Cuando se hubieron marchado el hombre y Cosette, el Thénardier esperó un cuarto de hora largo y, luego, se la llevó aparte y le enseñó los mil quinientos francos.
—¿Nada más? —dijo ella.
Era la primera vez, desde el principio de su matrimonio, que se atrevía a criticar una acción del dueño y señor.
El tiro dio en el blanco.
—Pues tienes razón —dijo él—. Soy un imbécil. Dame el sombrero.
Dobló los tres billetes de banco, se los metió en el bolsillo y salió a toda prisa, pero se equivocó y, de entrada, tiró a la derecha. Unos cuantos vecinos, a quienes preguntó, lo pusieron sobre la pista; habían visto a la Alondra y al hombre camino de Livry. Siguió esas indicaciones andando a zancadas y monologando: «Está claro que ese hombre es un millón vestido de amarillo, y yo, un borrico. Primero soltó un franco; luego, cinco; luego, cincuenta; luego, mil quinientos; y siempre con la misma facilidad. Habría soltado quince mil francos. Pero lo voy a alcanzar».
Además estaba aquel paquete de ropa que traía ya preparado para la niña; todo aquello era muy raro; había muchos misterios. Y cuando uno ha pescado un misterio, no debe soltarlo. Los secretos de los ricos son esponjas empapadas de oro, hay que saber estrujarlas. Todas esas ideas le daban vueltas en la cabeza como un torbellino. «Soy un borrico», decía.
Al salir de Montfermeil, y tras llegar al recodo de la carretera que va a Livry, el viajero la tiene ante sí y la ve, en lontananza, estirarse por la meseta. Al llegar a ese recodo, Thénardier calculó que debería avistar al hombre y a la niña. Miró hasta tan lejos como le alcanzó la vista y no vio nada. Volvió a preguntar. Pero estaba perdiendo tiempo. Unas transeúntes le dijeron que el hombre y la niña que buscaba se habían encaminado hacia el bosque por la parte de Gagny. Apretó el paso en esa dirección.
Le llevaban adelanto, pero una niña anda despacio, y él iba deprisa. Y además, conocía bien la comarca.
De pronto se detuvo y se dio una palmada en la frente como hombre a quien se le ha olvidado lo esencial y está dispuesto a desandar lo andado.
—¡Debería haber cogido la escopeta!
Thénardier tenía una de esas formas de ser con dos vertientes con las que a veces nos cruzamos sin darnos cuenta y que se esfuman sin que hayamos llegado a conocerlas porque el destino sólo desveló uno de sus aspectos. Tal es el destino de muchos hombres: vivir así, enterrado a medias. En una situación tranquila y sin altibajos, Thénardier contaba con todo lo necesario para hacer como que era —no decimos que para ser— eso que se da en llamar un comerciante honrado y un buen ciudadano de la clase media. Al tiempo, si se daban determinadas circunstancias y algunas sacudidas le hacían aflorar la forma de ser que había debajo, contaba con todo lo necesario para ser un granuja. Era un tendero en cuyo interior había un monstruo. Satanás debía de sentarse a ratos en algún rincón del cuchitril en que vivía Thénardier y sumirse en una ensoñación ante aquella obra maestra repulsiva.
Tras titubear un momento, pensó: «¡Bah! Les daría tiempo a escaparse».
Y siguió adelante, caminando con rapidez y casi con expresión de ir sobre seguro, con la sagacidad del zorro que olfatea una bandada de perdices.
Efectivamente, tras dejar atrás los estanques y cruzar al bies el ancho claro que cae a la derecha de la avenida de Bellevue, al llegar a ese paseo de césped que da casi la vuelta a la colina y cubre la bóveda del antiguo canal de desagüe de la abadía de Chelles, divisó por encima de unos matorrales un sombrero acerca del que ya había lucubrado mucho. Era el sombrero del hombre. Los matorrales eran bajos. Thénardier cayó en la cuenta de que el hombre y Cosette estaban sentados allí. No se veía a la niña porque era bajita, pero se divisaba la cabeza de la muñeca.
El Thénardier no se equivocaba. El hombre se había sentado para que Cosette pudiera descansar un poco. El dueño del figón dio la vuelta a los matorrales y se presentó de pronto ante la vista de aquellos a los que habían andado buscando.
—Disculpe, señor —dijo sin aliento—, pero aquí tiene sus mil quinientos francos.
Y, según lo decía, le alargaba al forastero los tres billetes de banco.
El hombre alzó la mirada.
—¿Y eso qué significa?
El Thénardier contestó respetuosamente:
—Señor, eso significa que me llevo otra vez a Cosette.
Cosette se estremeció y se arrimó al hombre.
Éste respondió, mirando a Thénardier a los ojos y silabeando:
—¿Que-se-lle-va-o-tra-vez a Cosette?
—Sí, señor, me la llevo otra vez. Se lo voy a explicar, lo he estado pensando. En realidad, no tengo derecho a dársela. Yo soy un hombre honrado, ¿sabe? Esta niña no es mía, es de su madre. Su madre la dejó a mi cargo y sólo se la puedo dar a su madre. Usted me dirá que la madre ha muerto. Bien está. En tal caso, sólo puedo devolverle la niña a una persona que me traiga un escrito con la firma de la madre que diga que le tengo que entregar a la niña a esa persona. Está muy claro.
El hombre, sin contestar, rebuscó en el bolsillo y Thénardier volvió a ver la cartera de los billetes de banco.
El dueño del figón se estremeció de júbilo.
«¡Vaya! —pensó—. Comportémonos. Va a sobornarme.»
Antes de abrir la cartera, el viajero echó una ojeada en torno. El lugar estaba completamente desierto. No había un alma ni en el bosque ni en el valle. El hombre abrió la cartera y sacó no el puñado de billetes de banco que se esperaba Thénardier sino un simple papelito que desdobló y le entregó, abierto, al posadero, diciendo: —Tiene usted razón. Lea.
El Thénardier cogió el papel y leyó:
Montreuil-sur-Mer, 25 de marzo de 1823
«Señor Thénardier:
»Entregue a Cosette al portador. Se le pagarán todas las cosas menudas.
»Reciba un atento saludo.
»F
—¿Reconoce la firma? —añadió el hombre.
Era efectivamente la firma de Fantine. El Thénardier la reconoció.
No podía replicar nada. Notó dos despechos violentos, el despecho de renunciar al soborno que esperaba y el despecho de verse derrotado. El hombre añadió:
—Puede quedarse con el papel para cubrir su responsabilidad.
El Thénardier se replegó en buen orden.
—No está mal imitada la firma esta —masculló entre dientes—. ¡En fin, bien está!
Probó luego con un intento a la desesperada.
—De acuerdo, caballero —dijo—. Ya que es usted esa persona, el portador… Pero tendrá que pagarme «todas las cosas menudas». Se me debe mucho dinero.
El hombre se puso de pie y dijo, sacudiéndose con unas tobas la manga rozada donde había algo de polvo:
—Señor Thénardier, en enero la madre calculaba que le debía ciento veinte francos; usted le mandó en febrero una nota de quinientos francos; recibió usted trescientos a finales de febrero y otros trescientos a primeros de marzo. Desde entonces han pasado nueve meses, a quince francos, que fue la cantidad acordada, son ciento treinta y cinco francos. Se le habían pagado cien francos de más. Faltaban treinta y cinco. Acabo de darle mil quinientos.
El Thénardier notó lo que nota el lobo cuando siente que lo muerde y lo agarra la mandíbula de acero de la trampa.
«¿Quién es este demonio de hombre?», pensó.
E hizo lo que hace el lobo, pegó un tirón. La audacia ya le había dado resultado una vez.
—Señor-que-no-sé-cómo-se-llama —dijo con tono resuelto y descartando esta vez los buenos modales—, me llevo a Cosette si no me da mil escudos.
El forastero dijo, tan tranquilo:
—Ven, Cosette.
Cogió a Cosette con la mano izquierda y, con la derecha, recogió el bastón, que estaba en el suelo.
El Thénardier se fijó en que el garrote era enorme y el lugar estaba desierto.
El hombre se internó en el bosque con la niña, dejando al dueño del figón inmóvil y desconcertado.
Mientras se alejaba, el Thénardier miraba aquellos hombros anchos y algo encorvados y aquellos puños tan recios.
Luego se miraba a sí mismo y se veía los brazos endebles y las manos flacas.
«La verdad es que soy de lo más borrico —pensaba—. ¡Mira que no haber cogido la escopeta, yendo como iba de caza!»
Pero el posadero no se resignaba a perder la presa.
«Quiero saber adónde va», dijo.
Y se puso a seguirlos a distancia. Le quedaban dos cosas en las manos: una ironía, el papelucho con la firma de Fantine; y un consuelo, los mil quinientos francos.
El hombre iba con Cosette en dirección a Livry y Bondy. Andaba despacio, con la cabeza gacha, en actitud reflexiva y triste. Como era invierno, el bosque estaba ralo, y Thénardier no los perdía de vista aunque los siguiera a bastante distancia. De vez en cuando, el hombre se volvía a ver si lo seguían. De pronto vio a Thénardier. Se metió con Cosette entre un grupo de árboles que los tapaban a los dos.
—¡Diantre! —dijo Thénardier.
Y apretó el paso.
La maleza era tan prieta que no le quedó más remedio que acercarse más. Cuando el hombre llegó a la zona de más espesura, se volvió. Por mucho que Thénardier quiso esconderse entre las ramas, no pudo impedir que el hombre lo viera. El hombre le echó una ojeada intranquila; luego movió la cabeza y siguió andando. El posadero volvió a seguirlo. Dieron así doscientos o trescientos pasos. De pronto, el hombre se volvió otra vez. Divisó al posadero. Esta vez lo miró con una expresión tan amenazadora que al Thénardier le pareció «inútil» seguir adelante. Thénardier dio media vuelta.