Los miserables

Comienza la batalla

VI

Comienza la batalla

Cosette estaba en su oscuridad, como también lo estaba Marius en la suya, lista por completo para entrar en ignición. El destino, con su paciencia misteriosa y fatídica, iba acercando despacio a esos dos seres cargados con la languidez de las tormentas eléctricas de la pasión, a esas dos almas portadoras del amor de la misma forma que dos nubes son portadoras del rayo, y que iban a encontrarse y entremezclarse en una mirada como las nubes con el relámpago.

Tanto se ha abusado de la mirada en las novelas de amor que se ha quedado desprestigiada. Apenas si se atreve nadie a decir ahora que dos personas se enamoraron porque se miraron. Y, no obstante, así es como nos enamoramos, y sólo así. El resto es sólo el resto, y viene después. No existe nada más real que esas sacudidas tremendas que notan dos almas cuando cruzan entre sí esa chispa.

En ese preciso momento en que Cosette, sin saberlo, puso aquella mirada que turbó a Marius, Marius no fue consciente de que también él puso una mirada que turbó a Cosette.

Le hizo el mismo daño y el mismo bien.

Cosette llevaba ya tiempo viéndolo y pasándole revista como hacen las muchachas, que pasan revista y ven mientras miran hacia otro lado. A Marius le seguía pareciendo fea Cosette cuando a Cosette ya le parecía guapo Marius. Pero, como él no le hacía caso, a ella poco le importaba aquel joven.

No obstante, no podía impedir decirse que tenía el pelo bonito, los ojos bonitos, los dientes bonitos, un tono de voz encantador cuando lo oía charlar con sus compañeros, que no podía decirse que fuera garboso al andar, pero que tenía un donaire propio, que no parecía ni pizca de tonto, que en toda su persona había nobleza, dulzura, sencillez y orgullo y que, para terminar, tenía pinta de pobre, pero tenía buena pinta.

El día en que se les cruzaron los ojos y se dijeron, por fin y de golpe, esas cosas inconcretas e inefables que la mirada balbucea, Cosette, de entrada, no lo entendió. Volvió pensativa a la casa de la calle de L’Ouest, donde Jean Valjean había ido, según solía, a pasar seis semanas. Al día siguiente, al despertarse, se acordó de aquel joven desconocido, que había estado tanto tiempo indiferente y glacial y ahora parecía fijarse en ella, y le dio la impresión de que aquella atención no le resultaba nada agradable. Más bien estaba un tanto enfadada con aquel apuesto desdeñoso. Notó por dentro un amago bélico. Le pareció, y con ello sentía una alegría completamente infantil aún, que por fin iba a vengarse.

Como sabía que era guapa, notaba perfectamente, aunque de forma imprecisa, que tenía un arma. Las mujeres juegan con su belleza como los niños con sus navajas. Se hieren.

Recordaremos los titubeos de Marius, su corazón desbocado, sus temores. Se quedaba en su banco y no se acercaba. Y Cosette sentía despecho. Un día le dijo a Jean Valjean: «Padre, vamos a pasear un poco por ese lado». Al ver que Marius no iba a ella, fue ella a Marius. En casos así, una mujer es como Mahoma. Y además, cosa curiosa, el primer síntoma del amor verdadero en un joven es la timidez; en una muchacha es el atrevimiento. Nos extraña, pero es lo más natural. Ambos sexos tienden al acercamiento y adquieren las prendas del contrario.

Aquel día, la mirada de Cosette volvió loco a Marius y la mirada de Marius dejó a Cosette trémula. Marius se marchó colmado de confianza; y Cosette, inquieta. A partir de aquel día se adoraron.

Lo primero que notó Cosette fue una tristeza confusa y honda. Le pareció que se le había puesto el alma negra de la noche a la mañana. Ya no la reconocía. La blancura del alma de las jóvenes, que está hecha de frialdad y júbilo, se parece a la nieve. Se derrite con el amor, que es su sol.

Cosette no sabía qué era el amor. Nunca había oído pronunciar esa palabra con el significado terrestre. En los libros de música profana que entraban en el convento, sustituían amor por o por . Así surgían enigmas que les servían a las para ejercitar la imaginación, tales como: o: Cuando Cosette se fue del convento, aún era demasiado pequeña para hacerle mucho caso al «tambor». No supo, pues, qué nombre dar a lo que ahora notaba. ¿Está acaso menos enfermo quien no sabe el nombre de la enfermedad?

Amaba con tanta más pasión cuanto que amaba con ignorancia. No sabía si era algo malo o bueno, útil o peligroso, necesario o mortal, eterno o pasajero, permitido o prohibido; estaba enamorada. Se habría quedado muy asombrada si le hubieran dicho: ¿Que no duerme? Pero ¡si está prohibido! ¿Que no come? Pero ¡si eso está muy mal! ¿Que tiene opresiones y palpitaciones? Pero ¡si eso no se hace! ¿Que se ruboriza y se pone pálida cuando cierta persona vestida de negro asoma por la punta de cierto paseo verde? Pero ¡si eso es abominable! No lo habría entendido y habría contestado: ¿Cómo puedo tener la culpa de algo en que no puedo hacer nada y de lo que no sé nada?

Dio la casualidad de que el amor que se le presentó era precisamente el que mejor convenía al estado de ánimo en que estaba. Era como una adoración a distancia, una contemplación muda, la deificación de un desconocido. Era la aparición de la adolescencia a la adolescencia, el sueño de las noches convertido en novela sin dejar de ser sueño, el fantasma ansiado hecho por fin realidad y carne, aunque no tuviera aún ni nombre, ni tacha, ni reproche, ni exigencia ni defecto; en pocas palabras, el amante lejano que seguía en el ámbito de lo ideal; una quimera que tenía forma. Cualquier encuentro más palpable y más cercano habría espantado a Cosette, medio sumida aún en la bruma de aumento del claustro. Tenía todos los miedos de los niños y todos los miedos de las monjas revueltos. El espíritu del convento, del que se había imbuido durante cinco años, aún se estaba evaporando despacio de toda ella y hacía que todo se estremeciera en torno. En situación tal, no era un amante lo que necesitaba, si tan siquiera un enamorado, era una visión. Empezó a adorar a Marius como a algo delicioso, luminoso e imposible.

Como el candor extremado linda con la coquetería extremada, le sonreía con la mayor franqueza.

Esperaba a diario con impaciencia la hora del paseo, coincidía allí con Marius, se sentía indeciblemente feliz y creía que manifestaba sinceramente lo que pensaba cuando le decía a Jean Valjean: «¡Qué parque tan delicioso es Le Luxembourg!».

Marius y Cosette se hallaban en una oscuridad mutua. No se hablaban, no se saludaban, no se conocían; se veían; e igual que los astros en el cielo, a los que separan millones de leguas, vivían de mirarse.

Así iba haciéndose mujer Cosette poco a poco y se desarrollaba, hermosa y enamorada, con la conciencia de su belleza y la ignorancia de su amor. Y, de propina, coqueta de puro inocente.

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