Los miserables

A tristeza, tristeza y media

VII

A tristeza, tristeza y media

Todas las situaciones tienen sus instintos. La anciana y eterna madre naturaleza advertía en sordina a Jean Valjean de la presencia de Marius. Jean Valjean se sobresaltaba en lo más nebuloso de su pensamiento. Jean Valjean no veía nada, no sabía nada y miraba atentamente, sin embargo, con atención obstinada, las tinieblas en que se hallaba, como si notase, por un lado, que algo estaba en construcción y, por otro, que algo se estaba viniendo abajo. Marius, también sobre aviso, y al avisarlo esa misma madre naturaleza, pues es algo que está en la honda ley de Dios, hacía cuanto estaba en su mano para ocultarse al «padre». Pero ocurría, no obstante, que Jean Valjean lo divisara a veces. El comportamiento de Marius no tenía ya nada de natural. Había en él prudencias sospechosas y temeridades torpes. Ya no se acercaba, como antes; se sentaba lejos y se quedaba extasiado; tenía un libro y fingía leerlo. ¿Por qué lo fingía? Antes iba con el frac viejo; ahora llevaba el nuevo a diario; y no estaba muy claro que no estuviera yendo a que le rizasen el pelo; tenía una mirada muy peculiar; usaba guantes; en resumidas cuentas, Jean Valjean aborrecía cordialmente al joven aquel.

Cosette no dejaba traslucir nada. Sin saber exactamente qué le pasaba, tenía la clara impresión de que algo le pasaba y de que debía ocultarlo.

Se daba entre la afición a la ropa que le había entrado a Cosette y la costumbre de usar fracs nuevos que le había dado al desconocido un paralelismo que importunaba a Jean Valjean. A lo mejor era una casualidad, probablemente, seguro que lo era, pero era una casualidad amenazadora.

Nunca le decía ni palabra a Cosette del desconocido aquel. Un día, sin embargo, no pudo contenerse y, con esa desesperación inconcreta que arroja la sonda de pronto en la propia desdicha, le dijo: «¡Qué pedante parece ese muchacho!».

El año anterior, Cosette, como niña indiferente que era, le habría contestado: «No, qué va. Si es encantador». Diez años después, con el amor de Marius en el corazón, habría contestado: «¡Pedante y con una presencia insoportable! ¡Tiene toda la razón!». En ese momento de la vida y del corazón en que se hallaba, se limitó a repetir con suprema calma: «¡Ese muchacho de ahí!».

Como si lo viera por primera vez en la vida.

«¡Qué tonto soy! —pensó Jean Valjean—. Aún no se había fijado en él. Se lo estoy señalando yo.»

¡Ay, sencillez de los viejos! ¡Ay, profundidades de los niños!

Es también una ley de esos rozagantes años de sufrimientos y preocupaciones, de esas vehementes luchas del primer amor contra los primeros obstáculos: la muchacha no permite que la atrapen en ninguna trampa y el joven cae en todas. Jean Valjean había iniciado una guerra sorda contra Marius, y Marius, con la necedad sublime propia de su pasión y de su edad, no lo intuyó. Jean Valjean le tendió incontables celadas; cambió de hora, cambió de banco, se dejó olvidado el pañuelo, fue él solo a Le Luxembourg; Marius cayó a ciegas en todas las trampas; y a todos aquellos signos de interrogación que le iba poniendo Jean Valjean por el camino respondió ingenuamente que sí. No obstante Cosette seguía encerrada entre las paredes de su aparente despreocupación y su tranquilidad imperturbable, de forma tal que Jean Valjean llegó a la conclusión siguiente: «Ese zangolotino está perdidamente enamorado de Cosette, pero Cosette ni se ha enterado de que existe».

No por ello dejaba de notar un temblor doloroso en el corazón. El minuto en que Cosette empezase a amar podía llegar en cualquier momento. ¿Acaso no empieza siempre todo con la indiferencia?

En una única ocasión cometió Cosette un fallo y lo alarmó. Se estaba levantando él del banco para irse, tras llevar allí tres horas, y Cosette exclamó: «¡Ya!».

Jean Valjean no interrumpió los paseos por Le Luxembourg, pues no quería hacer nada raro y, por encima de todo, temía poner a Cosette sobre aviso; pero, en esas horas tan dulces para ambos enamorados, mientras Cosette le sonreía a Marius, embriagado, que sólo se enteraba de eso y no veía ya en el mundo sino un rostro radiante y adorado, Jean Valjean clavaba en Marius unos ojos terribles que soltaban chispas. Él, que había acabado por creerse incapaz ya de sentimiento malevolente alguno, pasaba por momentos en que, cuando estaba presente Marius, le daba la impresión de que iba a ser de nuevo salvaje y feroz y notaba que se le abrían otra vez y se encrespaban contra el joven ese las simas antiguas de su alma donde hubo antaño tanta ira. Casi le parecía que volvían a formársele por dentro cráteres desconocidos.

¡Cómo! ¡Ahí estaba ese individuo! ¿A qué iba? ¡Iba a rondar, a husmear, a examinar, a probar! Iba a decir: «¿Eh? Y ¿por qué no?». ¡Iba a merodear alrededor de su dicha, para agarrarla y llevársela!

Jean Valjean añadía: «¡Sí, eso es! ¿Qué viene a buscar? ¡Una aventura! ¿Qué quiere? ¡Un devaneo! ¡Un devaneo! ¿Y yo? ¡Cómo! Fui primero el más mísero de los hombres y, luego, el más desdichado; recorrí de rodillas sesenta años de mi vida; sufrí todo cuanto es posible sufrir; me hice viejo sin haber sido joven; viví sin familia, sin parientes, sin amigos, sin mujer, sin hijos; me dejé la sangre por todas las zarzas del camino, en todos los mojones, a lo largo de todas las paredes; fui suave aunque conmigo fueran duros, y bueno, aunque fueran malos; volví a ser un hombre honrado pese a todo; me arrepentí del mal que había hecho y perdoné el mal que me hicieron; y en el preciso momento en que me llega la recompensa, en el momento en que ya acabó todo, cuando estoy alcanzando la meta, cuando tengo lo que quiero, y es bueno y está bien, lo he pagado, me lo he ganado, todo va a desaparecer y va a desvanecerse del todo; ¡y perderé a Cosette, perderé mi vida, mi alegría y mi alma porque a un sandio le ha apetecido venir a pasar el rato a Le Luxembourg!».

Entonces le llenaba las pupilas una claridad lóbrega y extraordinaria. Y no era un hombre mirando a otro hombre; no era un enemigo mirando a otro enemigo. Era un dogo mirando a un ladrón.

Ya sabemos lo demás. Marius siguió portándose como un insensato. Un día siguió a Cosette hasta la calle de L’Ouest. Otro día habló con el portero. El portero también habló y le dijo a Jean Valjean:

—Señor, ¿quién es ese joven tan curioso que pregunta por usted?

Al día siguiente, Jean Valjean le echó a Marius aquella ojeada en que Marius se fijó por fin. Ocho días después, Jean Valjean se había mudado. Se juró que no volvería a poner los pies ni en Le Luxembourg ni en la calle de L’Ouest. Y se volvió a la calle de Plumet.

Cosette no se quejó, no dijo nada, no hizo preguntas, no intentó indagar ningún porqué; había llegado ya a esa etapa en que tememos que nos calen y traicionarnos. Jean Valjean no tenía experiencia alguna de esas miserias, las únicas que son deliciosas y las únicas de las que él nada sabía; y por eso no entendió cuán serio era el significado del silencio de Cosette. Lo único que le llamó la atención fue que se había vuelto triste; y él se volvió cetrino. Eran, por ambos lados, dos inexperiencias enzarzadas.

En una ocasión hizo una prueba. Le preguntó a Cosette:

—¿Quieres ir a Le Luxembourg?

Un rayo de luz le iluminó a Cosette la cara pálida.

—Sí —dijo.

Y fueron. Habían transcurrido seis meses. Marius ya había dejado de ir. Marius no estaba.

Al día siguiente, Jean Valjean le volvió a preguntar a Cosette:

—¿Quieres ir a Le Luxembourg?

Ella contestó con tono triste y dulce:

—No.

A Jean Valjean lo hirió esa tristeza y lo consternó esa dulzura.

¿Qué ocurría en aquella mente tan joven y ya tan impenetrable? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué le pasaba al alma de Cosette? A veces, en vez de acostarse, Jean Valjean se quedaba sentado junto al catre, con la cabeza entre las manos, y se pasaba noches enteras preguntándose: «¿Qué tiene Cosette en la cabeza?». Y pensaba en qué cosas podría estar pensando ella.

¡Ay! ¡En esos momentos qué miradas dolorosas volvía hacia el claustro, aquella cima casta, aquel lugar de ángeles, aquel glaciar inaccesible de la virtud! ¡Con qué embeleso desesperado contemplaba aquel jardín del convento, repleto de flores ignoradas y de vírgenes encerradas, donde todos los aromas y todas las almas suben en derechura al cielo! ¡Qué adoración sentía por aquel edén cerrado ya para siempre, del que había salido por propia voluntad, del que había sido un loco en bajar! ¡Cuánto lamentaba aquel héroe infeliz del sacrificio, víctima de su propio altruismo, al que sucumbía, su abnegación y la demencia de haber vuelto a llevar a Cosette al mundo! ¡Cómo se decía: «¿Qué he hecho?»!

Por lo demás, no dejaba traslucir nada de todo esto ante Cosette. Ni mal humor, ni rudeza. Siempre la misma cara serena y bondadosa. Los modales de Jean Valjean eran más tiernos y paternales que nunca. Si en algo se notaba que estaba menos alegre, era en que estaba más manso.

Por su parte, Cosette languidecía. Padecía por la ausencia de Marius de la misma forma que antes había gozado con su presencia, de forma peculiar, sin saber exactamente por qué. Cuando Jean Valjean dejó de llevarla a pasear como solían, un instinto femenino le susurró confusamente en lo hondo del corazón que no debía mostrarse apegada a Le Luxembourg y que, si parecía que le daba igual, su padre volvería a llevarla. Pero pasaron los días, las semanas y los meses. Jean Valjean había aceptado tácitamente el tácito consentimiento de Cosette. La joven se arrepintió. Ya era demasiado tarde. El día en que volvió a Le Luxembourg, Marius ya no estaba. Así que Marius había desaparecido. Todo había acabado. ¿Qué hacer? ¿Volvería a verlo alguna vez? Notó una opresión en el corazón que no aflojaba con nada e iba a más todos los días; no supo ya si era invierno o verano, si hacía sol o si llovía, si los pájaros cantaban, si era tiempo de dalias o de margaritas, si Le Luxembourg era más delicioso que Les Tuileries, si la ropa blanca que traía la lavandera tenía exceso o falta de almidón, si Toussaint había hecho bien o mal «los recados»; y se quedó, desanimada, absorta, entregada a un único pensamiento, con la mirada perdida y fija, como cuando miramos en la oscuridad el lugar negro y profundo del que se ha desvanecido una aparición.

Por lo demás, tampoco dejó que Jean Valjean viera nada a no ser lo pálida que estaba. Siguió brindándole su dulce rostro.

Aquella palidez era más que suficiente para tener preocupado a Jean Valjean. A veces, le preguntaba:

—¿Qué te pasa?

Ella contestaba:

—No me pasa nada.

Y, tras un silencio, como intuía que él también estaba triste, añadía:

—Y a usted, padre, ¿le pasa algo?

—¿A mí? Nada —contestaba él.

Esos dos seres que se habían querido tan exclusivamente y con cariño tan conmovedor, y que habían vivido tanto tiempo el uno del otro, sufrían ahora, uno al lado del otro, uno por culpa del otro, sin decirlo, sin quererlo, y sonriendo.

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