Tarifa de los cabriolés del transporte público: dos francos por hora
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Tarifa de los cabriolés del transporte público: dos francos por hora
Marius no se había perdido nada de aquella escena, pero, en realidad, no había visto nada. No había apartado los ojos de la joven; por decirlo de alguna forma, se había adueñado de ella y la había envuelto por entero con el corazón en cuanto dio el primer paso dentro de la buhardilla. Durante todo el rato en que estuvo en dicha buhardilla, Marius vivió en esa vida propia del éxtasis que deja en suspenso las percepciones materiales y abalanza al alma hacia un punto único. No contemplaba a la muchacha, sino esa luz que llevaba una capa forrada de piel y un sombrero de terciopelo. Si la estrella Sirio hubiese entrado en la habitación, no habría quedado más deslumbrado.
Mientras la joven abría el paquete, desdoblaba la ropa y las mantas y le hacía preguntas bondadosas a la madre y enternecidas a la niña herida, Marius espiaba todos sus ademanes e intentaba oír sus palabras. Ya le eran familiares aquellos ojos, aquella frente, aquella hermosura, aquel talle, aquellos andares, pero no sabía nada del sonido de la voz. Le había parecido captar algunas palabras en una ocasión en Le Luxembourg, pero no estaba seguro del todo. Habría dado diez años de vida por oírla, por poderse llevar en el alma algo de esa música. Pero todo se perdía entre las penosas explicaciones y los trompetazos de Jondrette. Con lo cual el embeleso de Marius llevaba aparejada una indiscutible ira. Miraba a la joven celosamente. No podía creer que fuera realmente esa criatura divina la que estaba viendo entre aquellos seres inmundos en aquel cuchitril monstruoso. Le parecía ver un colibrí entre sapos.
Cuando se fue, sólo pensó en una cosa: seguirla, pegarse a su rastro, no perderla de vista hasta que supiera dónde vivía, al menos no volver a quedarse sin ella después de haberla vuelto a encontrar de forma tan milagrosa. Se bajó de un salto de la cómoda y cogió el sombrero. Cuando estaba poniendo la mano en el pestillo y a punto de salir, lo detuvo un pensamiento. El pasillo era largo; las escaleras, empinadas; y Jondrette, charlatán; y, seguramente, el señor Leblanc todavía no se había subido al coche; si, al volverse en el pasillo, o en las escaleras, o en el umbral, lo divisaba a él, a Marius, en aquella casa, estaba claro que se alarmaría, daría con la forma de volver a escabullirse y, otra vez, habría acabado todo. ¿Qué hacer? ¿Esperar un poco? Pero, durante esa espera, el coche podía irse. Marius estaba perplejo. Por fin, se arriesgó y salió de su cuarto.
No había ya nadie en el pasillo. Fue corriendo a las escaleras. Ya no había nadie en las escaleras. Bajó a toda prisa y llegó al bulevar a tiempo de ver que un coche de punto daba la vuelta a la esquina de la calle de Le Petit-Banquier y regresaba a París.
Marius se abalanzó en aquella dirección. Al llegar a la esquina del bulevar, volvió a ver el coche de punto que iba deprisa calle de Mouffetard abajo. El coche estaba ya muy lejos, no había forma de alcanzarlo. ¿Qué hacer? ¿Seguirlo a la carrera? Imposible. Y, además, desde el coche se fijarían seguramente en un individuo que perseguía a carrera tendida el carruaje y el padre lo reconocería. En ese instante, azar inaudito y maravilloso, Marius vio un cabriolé de alquiler que pasaba vacío por el bulevar. Sólo cabía una decisión: subirse a ese cabriolé e ir detrás del coche de punto. Era algo seguro, eficaz y sin peligro.
Marius le hizo una seña al cochero para que se detuviera y le gritó:
—¡Por horas!
Marius iba sin corbata y con el frac viejo que se ponía para trabajar y al que le faltaban botones; tenía un siete en uno de los frunces de la pechera de la camisa.
El cochero se detuvo, guiñó un ojo y alargó hacia Marius la mano izquierda, frotando despacio el índice y el pulgar.
—¿Qué? —dijo Marius.
—El pago por adelantado —dijo el cochero.
Marius se acordó de que sólo llevaba encima ochenta céntimos.
—¿Cuánto es? —preguntó.
—Dos francos.
—Pagaré a la vuelta.
Por toda respuesta, el cochero silbó la canción de aquel señor de La Palisse que murió en viernes y habría vivido un día más si se hubiera muerto en sábado, y fustigó el caballo.
Marius miró con expresión extraviada cómo se alejaba el cabriolé. ¡Por faltarle un franco con veinte céntimos perdía la alegría, la dicha, a su amor! ¡Había recobrado la vista y ahora había vuelto a quedarse ciego! Se acordó amargamente y con hondo remordimiento, todo hay que decirlo, de los cinco francos que le había dado aquella misma mañana a la mísera muchacha. Si hubiera tenido cinco francos, se habría salvado, habría vuelto a nacer, habría salido del aislamiento, de la melancolía, de la viudedad; había vuelto a anudar el hilo negro de su destino al hermoso hilo de oro que le había flotado ante la vista y había vuelto a romperse. Volvió desesperado al caserón.
Habría podido decirse que el señor Leblanc había prometido volver a última hora de la tarde y que lo que tenía que hacer era andar más listo para seguirlo en esa ocasión; pero, absorto en su contemplación, apenas si había oído lo que éste decía.
Cuando iba a subir las escaleras, divisó, del otro lado del bulevar, y junto a la tapia desierta de la calle del portillo de Les Gobelins, a Jondrette, arropado en el gabán del «filántropo» y hablando con uno de esos hombres de aspecto inquietante a los que se les suele dar el nombre de gente de rostro equívoco y de monólogos sospechosos, que parecen un mal pensamiento y suelen dormir de día, lo que da a suponer que trabajan de noche.
Los dos hombres, que charlaban quietos bajo la nieve que caía en torbellinos, formaban un grupo en que un policía municipal se habría fijado seguramente, pero a Marius apenas si le llamó la atención.
No obstante, por muy preocupado que estuviera, no pudo por menos de decirse que aquel maleante de portillos con quien hablaba Jondrette se parecía a un tal Panchaud, conocido por Printanier y Bigrenaille, que le había indicado una vez Courfeyrac y que tenía fama en el barrio de ser un paseante nocturno bastante peligroso. En el libro anterior ya ha salido su nombre. A aquel Panchaud, conocido por Printanier y Bigrenaille, lo juzgaron después en varios procesos criminales y desde entonces se ha convertido en un pillo bastante famoso. A la sazón no era aún sino un pillo redomado. Hoy en día es una leyenda entre los bandidos y los escabechadores. A finales del último reinado tuvo muchos imitadores. Y por las tardes, cuando ya caía la noche, a la hora en que se forman grupos que hablan en voz baja, era tema de conversación en el patio Saint-Bernard, de la prisión de La Force. Podía incluso en aquella cárcel, y precisamente en el lugar en que pasaba por debajo del camino de ronda ese canal de las letrinas que usaron en 1843, para una evasión descabellada en pleno día, treinta presos, podía incluso, decíamos, leerse encima de la losa de esas letrinas su nombre, Panchaud, que atrevidamente grabó en el muro de ronda durante uno de sus intentos de evasión. En 1832 la policía ya lo vigilaba, pero todavía no había debutado en serio.