El que levantaba la carreta de Fauchelevent no puede con el peso de una pluma
III
El que levantaba la carreta de Fauchelevent no puede con el peso de una pluma
Un día, a última hora de la tarde, a Jean Valjean le costó incorporarse apoyándose en el codo; se cogió la mano y no se encontró el pulso; tenía el resuello corto y se le paraba a ratos; se dio cuenta de que estaba más débil que antes. Entonces, seguramente por la presión de alguna preocupación suprema, hizo un esfuerzo, se sentó en la cama y se vistió. Se puso su ropa vieja de obrero. Como ya no salía a la calle, había vuelto a vestirse así y lo prefería. Tuvo que pararse varias veces mientras se vestía; sólo con meterse las mangas de la chaqueta le chorreaba el sudor por la frente.
Desde que estaba solo, había puesto la cama en el recibidor, para vivir lo menos posible en aquel piso desierto.
Abrió la maleta y sacó el ajuar de Cosette.
Lo extendió encima de la cama.
Los candeleros del obispo estaban en su sitio, encima de la chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en los candeleros. Luego, aunque aún era pleno día porque estaban en verano, las encendió. Así se ven a veces velas encendidas en pleno día en las habitaciones en que hay un muerto.
Todos los pasos que daba, para ir de un mueble a otro, lo dejaban extenuado y no le quedaba más remedio que sentarse. No era un cansancio ordinario que gasta la fuerza para renovarla; era lo que le quedaba de los movimientos posibles; era la vida consumida que se escapa gota a gota en esfuerzos extenuantes que nunca más volverán a hacerse.
Una de las sillas en que se desplomó estaba delante del espejo que tan fatídico le había sido a él y tan providencial le había sido a Marius, en el que había leído en el secante, al revés, la carta de Cosette. Se vio en ese espejo y no se reconoció. Tenía ochenta años; antes de la boda de Marius, apenas si le hubiesen echado cincuenta; aquel año había valido por treinta. Lo que tenía en la frente no eran ya arrugas de la edad, era la marca misteriosa de la muerte. Se notaba cómo había ahondado la uña inmisericorde. Le colgaban las mejillas; el cutis tenía ahora ese color que hace pensar que ya hay tierra por encima de la cara; ambas comisuras de los labios miraban para abajo, como en esas máscaras que los antiguos esculpían en las tumbas; miraba al vacío como con expresión de reproche; hubiérase dicho uno de esos grandes personajes trágicos que tienen queja de alguien.
Estaba en la siguiente situación: la última etapa del abatimiento, en que el dolor ya no fluye; está coagulado, por decirlo de alguna manera; hay en el alma algo así como un coágulo de desesperación.
Había caído la noche. Arrastró trabajosamente una mesa y el sillón viejo hasta la chimenea y puso encima de la mesa pluma, tintero y papel.
Tras hacerlo, tuvo un desvanecimiento. Cuando recobró el conocimiento, tenía sed. Como no podía levantar el jarro de agua, se lo inclinó trabajosamente hacia la boca y bebió un trago.
Luego, sin levantarse, porque no se tenía de pie, se volvió hacia la cama; miró el vestidito negro y todas aquellas cosas que tanto quería.
Contemplaciones así duran horas que parecen minutos. De repente, tuvo un escalofrío, notó que el frío le llegaba; se acodó en la mesa, que alumbraban los candeleros del obispo, y cogió la pluma.
Como la pluma y la tinta llevaban mucho sin usarse, la punta de la pluma estaba doblada, y la tinta, seca; tuvo que levantarse y poner unas cuantas gotas de agua en la tinta, cosa que no pudo hacer sin pararse y sentarse dos o tres veces; y tuvo que escribir con el dorso de la pluma. De vez en cuando, se enjugaba la frente.
Le temblaba la mano. Escribió despacio las siguientes líneas:
«Cosette, te bendigo. Voy a explicarte las cosas. Tu marido hizo bien al darme a entender que tenía que irme; algo se equivocó, sin embargo, en las cosas que creía, pero hizo bien. Es una persona excelente. Sigue queriéndolo mucho después de que yo me muera. Señor Pontmercy, quiera siempre a mi niña adorada. Cosette, alguien encontrará este papel y esto es lo que quiero decirte, vas a ver las cantidades si es que tengo fuerzas para recordarlas, atiende bien, ese dinero es tuyo y bien tuyo. Así fue todo el asunto. El azabache artificial blanco viene de Noruega, el azabache negro viene de Inglaterra, los abalorios de cristal negro vienen de Alemania. El azabache pesa menos, es más valioso y más caro. Se pueden fabricar en Francia imitaciones, igual que en Alemania. Hace falta un yunque pequeño, de dos pulgadas cuadradas, y una lámpara de espíritu de vino para ablandar la cera. Antes, la cera se fabricaba con resina y negro de humo, y la libra costaba cuatro francos. A mí se me ocurrió hacerla con goma laca y trementina. No cuesta más de treinta céntimos y es mucho mejor. Los pendientes se hacen con un cristal violeta que se pega con esa cera en una armadura pequeña de hierro negro. El cristal tiene que ser violeta para las joyas de hierro y negro para las joyas de oro. España lo compra mucho. Es el país del azabache…».
Al llegar aquí, se le cayó la pluma de los dedos y le llegó uno de esos sollozos desesperados que a veces le subían desde las entrañas; el pobre hombre se cogió la cabeza con ambas manos y se quedó pensando.
—¡Ay! —exclamó en su fuero interno (uno de esos gritos acongojantes que sólo Dios oye)—. Se acabó. No volveré a verla. Fue una sonrisa que me pasó por encima. Voy a adentrarme en la oscuridad sin volver a verla siquiera. ¡Ay! Un minuto, un instante, oír su voz, tocarle el vestido, mirarla, a ella, ¡al ángel!, y morir luego. Morir no es nada. Lo espantoso es morir sin verla. Me sonreiría, me diría una palabra. ¿A quién iba a perjudicar eso? No, se acabó, nunca. Me he quedado solo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! No volveré a verla.
En ese momento llamaron a la puerta.