Los miserables

Palmo a palmo

XXII

Palmo a palmo

Cuando no quedaron ya más jefes vivos que Enjolras y Marius, en ambos extremos de la barricada, el centro, que habían sostenido tanto tiempo Courfeyrac, Joly, Bossuet, Feuilly y Combeferre, cedió. El cañón no había abierto ninguna brecha practicable, pero sí había rebajado sensiblemente la parte central del reducto; en ese punto, las balas habían acabado con la cresta de la muralla, que se había venido abajo, y los cascotes, que habían caído a veces dentro y a veces fuera, habían acabado por formar, a ambos lados de la barrera, algo así como dos taludes, uno interior y otro exterior. El talud exterior era un plano inclinado por el que se podía atacar.

Por allí intentaron un asalto definitivo, y el asalto tuvo éxito. Llegó de forma irresistible, a paso gimnástico, una masa erizada de bayonetas y el prieto frente de batalla de la columna atacante apareció, entre el humo, en lo alto de la escarpa. Esta vez todo había acabado. El grupo de insurrectos que defendía el centro retrocedió en desorden.

Entonces se despertó en algunos el sombrío amor por la vida. Cuando los apuntó aquel bosque de fusiles, algunos ya ni quisieron morir. En un minuto así el instinto de conservación aúlla y el animal aflora en el hombre. Tenían pegadas las espaldas al edificio alto, de seis pisos, que formaba el fondo del reducto. Esa casa podía ser la salvación. Esa casa estaba parapetada y como amurallada de arriba abajo. Antes de que las tropas de infantería de línea entrasen en el reducto, daba tiempo a que una puerta se abriese y se volviera a cerrar, bastaba con lo que dura un relámpago, y les iba la vida a esos desesperados en que la puerta de esa casa se entornase de pronto y se volviese a cerrar en el acto. Detrás de aquella casa había calles, la posibilidad de huir, el espacio abierto. Empezaron a golpear aquella puerta a culatazos y a patadas, llamando, gritando, suplicando, juntando las manos. Nadie abrió. En el tragaluz del tercer piso la cara muerta los miraba.

Pero Enjolras y Marius, y siete u ocho hombres que se habían reunido en torno a ellos, se habían abalanzado para protegerlos. Enjolras les gritó a los soldados: «¡Quietos ahí!». Y como un oficial no obedecía, Enjolras mató a ese oficial. Ahora estaba en el patinillo interior del reducto, adosado al edificio de Corinthe, con la espada en una mano y la carabina en la otra, y sujetaba la puerta de la taberna, por la que impedía entrar a los asaltantes. Les gritó a los desesperados: «Sólo hay una puerta abierta, y es ésta». Y, cubriéndolos con su cuerpo, enfrentándose él solo a un batallón, los hizo entrar, pasando por detrás de él. Enjolras, ejecutando con la carabina, que ahora usaba como bastón, lo que los luchadores de francesa llaman «la rosa cubierta», hizo caer las bayonetas que lo rodeaban y fue el último en entrar; hubo un momento espantoso en que los soldados querían entrar y los insurrectos querían cerrar la puerta. Se cerró por fin con violencia tal que, al encajar en el marco, pudieron verse, cortados y pegados a la chambrana, los cinco dedos de un soldado que se había aferrado a ella.

Marius se había quedado fuera. Un tiro acababa de romperle la clavícula; notó que perdía el conocimiento y caía. Y, en ese momento, con los ojos ya cerrados, sintió la conmoción de una mano vigorosa que lo agarraba, y el desmayo en que se sumió le dejó apenas un instante para pensar, al tiempo que le enviaba un supremo recuerdo a Cosette: «Me han hecho prisionero. Me van a fusilar».

Enjolras, al no ver a Marius entre los refugiados de la taberna, pensó lo mismo. Pero estaban todos viviendo ese instante en que no le da a cada cual sino tiempo para pensar en la propia muerte. Enjolras echó la barra de la puerta, el cerrojo y el candado, mientras, desde fuera, la golpeaban con furia, los soldados a culatazos y los zapadores a hachazos. Los asaltantes se habían apiñado ante aquella puerta. Empezaba ahora el asedio de la taberna.

Los soldados, hemos de decir, estaban iracundos.

La muerte del sargento de artillería los había irritado; y, además, cosa aún más tremenda, durante las pocas horas anteriores al ataque había corrido entre ellos la voz de que los insurrectos mutilaban a los prisioneros y que había en la taberna el cadáver de un pobre soldado decapitado. Ese tipo de rumor fatídico suele ir parejo a las guerras civiles, y fue un rumor falso de esa clase el que causó, más adelante, la catástrofe de la calle de Transnonain.

Tras haber atrancado la puerta, Enjolras dijo a los demás:

—Vendamos cara la vida.

Luego, se acercó a la mesa donde estaban tendidos Mabeuf y Gavroche. Bajo el paño negro se veían dos formas tiesas y rígidas, una grande y otra pequeña, y los trazos de los dos rostros se dibujaban de forma inconcreta bajo los pliegues fríos del sudario. Una mano asomaba de la mortaja y colgaba hacia el suelo. Era la del anciano.

Enjolras se inclinó y besó esa mano venerable, de la misma forma que había besado al anciano en la frente.

Eran los dos únicos besos que había dado en la vida.

Abreviemos. La barricada había luchado como una puerta de Tebas; la taberna luchó como una casa de Zaragoza. Resistencias así son hoscas. No hay cuartel. No puede haber parlamentarios. Los contendientes quieren morir con tal de matar. Cuando Suchet dijo: «Capitulen», Palafox contestó: «Después de la guerra a cañonazos, la guerra a cuchilladas». De nada careció la toma por asalto de la taberna Hucheloup; ni la lluvia de adoquines cayendo sobre los sitiadores desde la ventana y desde el tejado y exasperando a los soldados al aplastarlos de forma terrible; ni los disparos desde los sótanos y las buhardillas; ni el ataque furioso; ni la defensa rabiosa; ni, por fin, cuando cedió la puerta, las locuras frenéticas del exterminio. Los asaltantes, al entrar atropelladamente en la taberna, tropezando en los entrepaños de la puerta hundida y derribada, no hallaron ni a un combatiente. La escalera de caracol, cortada a hachazos, estaba caída en el centro de la sala de abajo; unos cuantos heridos expiraban; todos los que no habían muerto estaban en el primer piso y, desde allí, por el agujero del techo, que había sido la entrada de la escalera, salió un aterrador estallido de disparos. Eran los últimos cartuchos. Cuando se agotaron, cuando esos agonizantes temibles no tuvieron ya ni pólvora ni balas, todos cogieron dos de esas botellas que había reservado Enjolras y que ya hemos mencionado y se enfrentaron a los que trepaban con esas mazas increíblemente frágiles. Eran botellas de agua fuerte. Contamos, tal y como sucedieron, esos hechos sombríos de las carnicerías. El asediado, ay, todo lo convierte en arma. El fuego griego no fue una deshonra para Arquímedes; la pez hirviendo no fue una deshonra para Bayard. Todo en la guerra es espanto y nada de ella puede escogerse. Las descargas de fusilería de los asaltantes, aunque con dificultades y de abajo arriba, eran mortíferas. No tardaron las cabezas muertas, de las que chorreaban largos hilillos rojos y humeantes, en rodear el filo del agujero del techo. El estruendo era indecible; una humareda prisionera y ardiente sumía casi del todo el combate en las tinieblas. No hay palabras para referir el horror cuando llega a esos extremos. En aquella lucha infernal ya no quedaban hombres. No había sino gigantes contra colosos. Era mayor el parecido con Milton y Dante que con Homero. Unos demonios atacaban; unos espectros resistían.

Era el heroísmo monstruoso.

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