Tras la pista de un hombre
III
Tras la pista de un hombre
Hay que reconocerle a la policía de entonces, para ser justos, que, incluso en las circunstancias públicas más graves, cumplía imperturbablemente con su deber de vigilancia de la red viaria. Unos disturbios no eran para ella un pretexto para dejarles flojas las riendas a los malhechores ni para descuidar al vecindario porque el gobierno estuviera en peligro. El servicio ordinario se llevaba a cabo con la corrección requerida, junto con el servicio extraordinario, y éste no alteraba aquél. Con un acontecimiento político de alcance incalculable en marcha, bajo la presión de una revolución posible, sin dejar que lo distrajeran la insurrección y las barricadas, un agente le seguía la pista a un ladrón.
Algo por estilo era lo que estaba sucediendo en la tarde de aquel 6 de junio a orillas del Sena, en la margen derecha, un poco más allá del puente de Les Invalides.
Ahora no hay ya margen allí. Ha cambiado el aspecto del lugar.
En esa margen, dos hombres, a cierta distancia entre sí, parecían observarse mientras uno rehuía al otro. El que iba delante intentaba alejarse; el que iba detrás intentaba acercarse.
Era como una partida de ajedrez que se estuviera jugando de lejos y en silencio. Ninguno de los dos parecía apresurarse; y ambos caminaban despacio, como si los dos temiesen que, al mostrar una prisa excesiva, el otro apretase el paso.
Hubiérase dicho un apetito que va en pos de una presa fingiendo que no lo hace ex profeso. La presa era solapada y no bajaba la guardia.
Se atenían a las proporciones usuales entre la garduña acorralada y el dogo que la acorrala. El que intentaba escapar era estrecho de espaldas y de aspecto encanijado; el que intentaba echarle el guante era un mocetón de estatura elevada y apariencia ruda, y rudo debía de ser el encuentro con él.
Aquél, que sabía que era más débil, rehuía a éste; pero lo rehuía con gran fiereza; si alguien hubiera podido observarlo, le habría visto en la mirada la sombría hostilidad de quien escapa y todas las amenazas que se dan en el temor.
La margen era solitaria: no pasaba nadie; no había siquiera un barquero o un descargador en las gabarras amarradas acá y allá.
No era posible ver bien a esos dos hombres sino desde el muelle de enfrente, y a quien los hubiera mirado a esa distancia el hombre de delante le habría parecido un ser erizado, desharrapado y sospechoso, intranquilo, tiritando, con un blusón hecho jirones; y el otro, una persona clásica y oficial que llevaba la levita de la autoridad abrochada hasta la barbilla.
Entra dentro de lo posible que el lector reconociese a ambos hombres si los viera de más cerca.
¿Qué pretendía el de detrás?
Probablemente conseguir proporcionarle al que iba delante un atuendo más abrigado.
Cuando un hombre al que viste el Estado persigue a un hombre harapiento es para convertirlo en un hombre a quien también vista el Estado. El único problema reside en el color. Ir de azul es muy honroso; ir de rojo resulta desagradable.
Existen unos purpurados de abajo.
Era probablemente de alguna molestia y de alguna púrpura como ésas de lo que el de delante quería escabullirse.
Si el de detrás lo dejaba que fuera delante y no lo había agarrado ya era, según las apariencias, porque albergaba la esperanza de verlo llegar a alguna cita significativa y reunirse con algún grupo que constituyera una buena presa. Esta operación delicada se llama «seguir».
Lo que convierte esta conjetura en altamente probable es que el hombre bien abrochado, al ver desde la margen que por el muelle pasaba un coche de punto vacío, le hizo una seña al cochero; el cochero la entendió, reconoció desde luego al hombre que se había dirigido a él, dio media vuelta y empezó a seguir, al paso, arriba, por el muelle, a los dos hombres. El personaje sospechoso y desharrapado que iba delante no se dio cuenta.
El coche de punto iba siguiendo los árboles de Les Champs-Élysées. Se veía asomar por encima del parapeto el busto del cochero, con el látigo en la mano.
En una de las instrucciones secretas que da la policía a los agentes va este apartado: «Tener siempre a mano un coche de alquiler por si acaso».
Mientras maniobraban, cada uno según sus intereses, con irreprochable estrategia, ambos hombres se estaban acercando a una rampa del muelle que bajaba hasta la margen y permitía por entonces a los cocheros de punto procedentes de Passy llegar hasta el río para dar de beber a los caballos. Esa rampa se ha suprimido con posterioridad, por razones de simetría; los caballos se mueren de sed, pero la vista se deleita.
Era verosímil que el hombre del blusón subiera por esa rampa para intentar escapar por Les Champs-Élysées, lugar ornado de árboles, pero por donde pasan, también, muchos agentes de policía y en donde quien le seguía habría encontrado con facilidad alguien que le echase una mano.
Ese punto del muelle dista muy poco de la casa que el coronel Brack mandó traer desde Moret a París en 1824, conocida como la casa de Francisco I. Hay, muy cerca, un cuerpo de guardia.
Para mayor sorpresa de quien lo observaba, el hombre acosado no tiró por la rampa del abrevadero. Siguió andando por la margen, a lo largo del muelle.
Estaba claro que se hallaba en una situación cada vez más crítica.
A menos que se arrojase al Sena, ¿qué podía hacer?
No quedaba ya medio alguno de subir al muelle; no había ni rampas ni escaleras; y estaban muy cerca de ese lugar donde el Sena hace un recodo que va hacia el puente de Iéna y la margen, cada vez más estrecha, acababa en una lengua delgada y se hundía en el agua. Allí se quedaría irremediablemente bloqueado entre la pared cortada a pico a la derecha, el río a la izquierda y enfrente, y la autoridad pisándole los talones.
Cierto es que el final de la margen lo ocultaba a la vista un montón de escombros de alrededor de seis o siete pies de alto procedente de a saber qué derribo. Pero ¿esperaba acaso aquel hombre ocultarse con provecho detrás de aquella escombrera a la que bastaba con dar la vuelta? Habría sido un recurso pueril. Seguramente no era eso lo que pensaba hacer. No es tanta la inocencia de los ladrones.
El montón de escombros formaba a orillas del agua algo así como una elevación que llegaba, en forma de promontorio, hasta la pared del muelle.
El hombre a quien seguían llegó a esa colinita y la rodeó, con lo que el otro hombre lo perdió de vista.
Éste, al que nadie veía pues él no veía a nadie, aprovechó para dejarse de disimulos y apretar mucho el paso. En pocos momentos llegó al montón de escombros y lo rodeó. Y al llegar del otro lado se quedó estupefacto. El hombre al que iba siguiendo no estaba allí.
Eclipse total del hombre del blusón.
Desde el montón de escombros la margen no tenía ya sino una longitud de alrededor de treinta pasos. Luego se hundía en el agua que rompía contra la pared del muelle.
El fugitivo no habría podido tirarse al Sena ni trepar hasta el muelle sin que su perseguidor lo viera. ¿Qué había sido de él?
El hombre de la levita abrochada llegó al final de la margen y allí se quedó un momento, pensando, con los puños convulsos y pasando revista a todo con la mirada. De pronto, se dio un golpe en la frente. Acababa de divisar, en el punto en que acababa la tierra y empezaba al agua, una verja de hierro ancha y baja, cintrada, con una cerradura grande y tres goznes muy gruesos. Esa reja, que era algo así como una puerta abierta en la parte de abajo del muelle, daba tanto al río cuanto a la margen. Salía por debajo un arroyo negruzco. Ese arroyo desaguaba en el Sena.
Tras los pesados barrotes oxidados se vislumbraba una especie de corredor abovedado y oscuro.
El hombre se cruzó de brazos y miró la verja con expresión de reproche.
Como no bastó con la mirada, probó a empujarla; la sacudió y aguantó con solidez. Probablemente acababan de abrirla, aunque, cosa singular en una verja tan oxidada como aquélla, no se hubiese oído ruido alguno; pero no cabía duda de que la habían vuelto a cerrar, lo cual indicaba que aquel ante quien se había abierto esa puerta tenía no una ganzúa, sino una llave.
Aquella evidencia le pareció clarísima en el acto a la mente del hombre que se esforzaba por quebrantar la verja y le hizo soltar esta consideración indignada:
—¡Qué barbaridad! ¡Una llave del gobierno!
Se calmó luego, en el acto, y expresó todo un mundo de ideas de su fuero interno con esa ráfaga de exclamaciones a las que dio un acento casi irónico:
—¡Vaya, vaya, vaya, vaya!
Dicho esto, con la esperanza de a saber qué, de que volviera a salir el hombre o de ver entrar a otros, se apostó al acecho detrás del montón de escombros, con la rabia paciente del perro de muestra.
Por su parte, el coche de punto, que iba ateniéndose a cuanto hacía el hombre, se había detenido por encima de él, junto al parapeto. El cochero, previendo que la parada iba a ser larga, les metió el hocico a los caballos en ese saco de avena húmeda por abajo que tan bien conocen los parisinos y en que, dicho sea de paso, los meten a veces a ellos los gobiernos. Los pocos transeúntes que pasaban por el puente de Iéna volvían brevemente la cabeza, antes de alejarse, para mirar esos dos detalles tan quietos del paisaje: el hombre en la margen del río y el coche de punto en el muelle.