Los miserables

Postrera oscuridad tras la que viene la luz

V

Postrera oscuridad tras la que viene la luz

Al oír llamar a la puerta, Jean Valjean se volvió.

—Adelante —dijo débilmente.

Se abrió la puerta. Aparecieron Cosette y Marius.

Cosette se abalanzó dentro de la habitación.

Marius se quedó en el umbral, de pie, apoyado en el marco de la puerta.

—¡Cosette! —dijo Jean Valjean; y se irguió en la silla, con los brazos abiertos y temblorosos, desencajado, lívido, espantoso de ver, con una alegría inmensa en los ojos.

Cosette, ahogándose de emoción, se abrazó a Jean Valjean.

—¡Padre! —dijo.

Jean Valjean, trastornado, balbucía:

—¡Cosette! ¡Ella! ¡Usted! ¡Señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!

Y, preso de los brazos de Cosette, exclamó:

—¡Eres tú! ¡Estás aquí! ¿Así que me perdonas?

Marius, entornando los párpados para impedir que le corriesen las lágrimas, dio un paso y sin aflojar los labios, que apretaba convulsivamente para detener los sollozos, susurró:

—¡Padre mío!

—¡Y usted también me perdona! —dijo Jean Valjean.

Marius no pudo dar con palabra alguna, y Jean Valjean añadió:

—Gracias.

Cosette se quitó de un tirón el chal y tiró el sombrero encima de la cama.

—Me estorban —dijo.

Y, sentándosele al anciano en las rodillas, le apartó el pelo blanco con un ademán adorable y le dio un beso en la frente.

Jean Valjean se lo consentía, extraviado.

Cosette, que no entendía lo que había pasado sino de forma muy confusa, arreciaba en sus caricias, como si quisiera pagar la deuda de Marius.

Jean Valjean balbucía:

—¡Qué tonto es uno! Y yo que creía que no volvería a verla. Fíjese, señor Pontmercy, en el momento en que entró usted me estaba diciendo: Se acabó. Aquí está su vestidito, qué hombre tan mísero soy, ya no veré más a Cosette; eso decía en el preciso momento en que subían por las escaleras. ¡Qué estúpido! ¡Así de estúpido es uno! Pero es que no contamos con Dios. Dios dice: ¿Te crees que vamos a dejarte abandonado, so bobo? No. No. De eso nada. Vamos, hay ahí un pobre hombre que necesita un ángel. Y llega el ángel; ¡y uno vuelve a ver a su Cosette! ¡Ah, qué desdichado era!

Estuvo un momento sin poder hablar; luego, siguió diciendo:

—De verdad que necesitaba ver a Cosette un poquito de vez en cuando. Un corazón precisa un hueso que roer. Pero notaba perfectamente que estaba de más. Me hacía los cargos: No te necesitan, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a eternizarse. ¡Ah. Dios bendito, vuelvo a verla! ¿Sabes, Cosette, que tienes un marido muy guapo? ¡Ay, qué cuello bordado tan bonito llevas! ¡Cuánto me alegro! Me gusta ese dibujo. Te lo ha escogido tu marido, ¿verdad? Y además vas a necesitar casimires. Señor Pontmercy, déjeme que la llame de tú. Será por poco tiempo.

Y Cosette volvía a hablar:

—¡Qué malo ha sido dejándonos como nos dejó! ¿Dónde estuvo? ¿Por qué tardó tanto en volver? Antes los viajes que hacía no duraban más de tres o cuatro días. Le dije a Nicolette que viniera; y siempre le contestaban: Está fuera. ¿Cuánto hace que ha vuelto? ¿Por qué no nos lo dijo? ¿Sabe que está muy cambiado? ¡Ay, qué padre tan malo! ¡Ha estado enfermo y no nos hemos enterado! ¡Mira, Marius, tócale la mano, mira qué fría la tiene!

—¡Así que está usted aquí! ¡Me perdona, señor Pontmercy! —repitió Jean Valjean.

Al volver a oír esa frase que acababa de repetir Jean Valjean, todo cuanto le llenaba a rebosar el corazón a Marius halló salida. Estalló:

—Cosette, ¿lo oyes? ¡A esto hemos llegado! Me pide perdón. ¿Y sabes qué me hizo, Cosette? Me salvó la vida. Hizo más. Te entregó a mí. Y, después de haberme salvado, y después de haberte entregado a mí, Cosette, ¿qué hizo por sí mismo? Se sacrificó. Así es él. ¡Y a mí, al ingrato, a mí, al olvidadizo, a mí, al despiadado, a mí, al culpable, me da las gracias! Cosette, aunque me pase la vida a los pies de este hombre, no bastará, será demasiado poco. Aquella barricada, aquellas alcantarillas, aquel horno, aquella cloaca, ¡todo lo cruzó por mí, y por ti, Cosette! Me llevó a cuestas entre todas esas muertes que apartaba de mí y que aceptaba para él. ¡Todos los corajes, todas las virtudes, todos los heroísmos, todas las santidades, lo tiene todo! Cosette, ¡este hombre es el ángel!

—¡Chsss! ¡Chsss! —dijo bajito Jean Valjean—. ¿Para qué decir todo eso?

—Pero, ¿usted por qué no lo dijo? —exclamó Marius con una ira donde había veneración—. ¡Tiene usted mucha culpa! ¡Le salva la vida a la gente y se lo oculta! Y va aún más allá, so pretexto de quitarse la máscara, se calumnia. Está espantosamente mal.

—Dije la verdad —respondió Jean Valjean.

—No —siguió diciendo Marius—, la verdad es toda la verdad. Y usted no la dijo. Usted era el señor Madeleine, ¿por qué no lo dijo? Salvó usted a Javert, ¿por qué no lo dijo? Yo le debía la vida, ¿por qué no lo dijo?

—Porque estaba de acuerdo con usted. Me parecía que usted tenía razón. Tenía que irme. Si hubiera sabido lo de las alcantarillas, me habría obligado a quedarme. Así que tenía que callar. Si hubiera hablado, habría sido un estorbo para todo.

—¿Un estorbo para qué? ¿Un estorbo para quién? —contestó Marius—. No creerá que va a quedarse aquí. Nos lo llevamos. ¡Ah, Dios mío, cuando pienso que me he enterado de todas estas cosas por casualidad! Nos lo llevamos. Es usted parte de nosotros. Es el padre de ella y el mío. No pasará en esta casa espantosa ni un día más. No piense que va a estar aquí mañana.

—Mañana —dijo Jean Valjean— no estaré aquí, pero tampoco estaré en su casa.

—¿Qué quiere decir? —replicó Marius—. Desde luego que no vamos a volver a consentirle más viajes. No volverá a separarse de nosotros. Nos pertenece. Y no lo vamos a soltar.

—Y esta vez va en serio —añadió Cosette—. Tenemos un coche abajo. Lo rapto. Si es necesario, recurriré a la fuerza.

Y, riendo, hizo el ademán de levantar en vilo al anciano.

—Sigue teniendo su cuarto en casa —siguió diciendo—. ¡Si supiera qué bonito está el jardín ahora mismo! Las azaleas se están dando muy bien. Hemos enarenado los paseos con arena de río; hay unas conchitas de color morado. Comerá mis fresas. Las riego yo. Y se acabó eso de señora Pontmercy y de señor Jean. Esto es una república, todo el mundo se llama de tú, ¿verdad, Marius? Ha habido un cambio de programa. ¿Sabe, padre? He tenido un disgusto; un petirrojo había anidado en un agujero de la tapia y un gato horrible me lo ha comido. ¡Pobrecito mi petirrojo bonito que asomaba la cabeza por su ventana y me miraba! Me costó una llantina. ¡Habría matado al gato! Pero ahora ya no llora nadie. Todo el mundo se ríe y todo el mundo es feliz. Va usted a venirse con nosotros. ¡Lo que se va a alegrar el abuelo! Tendrá su propio cuadro en el jardín y plantará cosas y ya veremos si sus fresas son tan hermosas como las mías. Y, además, haré todo lo que usted quiera; y además usted me obedecerá como es debido.

Jean Valjean la oía sin enterarse de qué decía. Oía la música de la voz más que el sentido de las palabras; uno de esos lagrimones que son las perlas oscuras del alma se le iba formando lentamente en los ojos, Susurró:

—La prueba de que Dios es bueno es que está ella aquí.

—¡Padre! —dijo Cosette.

Jean Valjean siguió hablando:

—Es muy cierto que sería delicioso vivir juntos. Tienen árboles llenos de pájaros. Me pasearía con Cosette. Ser personas que viven, que se dan los buenos días, que se llaman en el jardín, ¡qué dulzura! Se ven desde por la mañana. Cada uno cultivaría su rinconcito. Ella me daría de comer sus fresas; y yo le haría cortar mis rosas. Sería delicioso, pero…

Se interrumpió y dijo muy por lo bajo:

—Qué lástima…

La lágrima no rodó, se metió para dentro, y Jean Valjean la sustituyó por una sonrisa.

Cosette le cogió al anciano ambas manos con las suyas.

—¡Dios mío! —dijo—. Tiene las manos más frías que antes. ¿Está enfermo? ¿Le duele algo?

—¿A mí? No —contestó Jean Valjean—, estoy estupendamente. Sólo que…

Se detuvo.

—¿Solo que…?

—Me voy a morir dentro de un rato.

Cosette y Marius se estremecieron.

—¡Morirse! —exclamó Marius.

—Sí, pero no es nada —dijo Jean Valjean.

Suspiró, sonrió y añadió:

—Cosette, me estabas hablando; sigue, sigue hablando. Así que se te murió el petirrojo, ¡habla, para que te oiga la voz!

Marius, petrificado, miraba al anciano.

Cosette soltó un grito desgarrador.

—¡Padre! ¡Padre mío! ¡Vivirá! Va a vivir. Quiero que viva, ¿me oye?

—¡Ay, sí! Prohíbeme que me muera, ¿Quién sabe? A lo mejor te obedezco. Me estaba muriendo cuando habéis llegado. Y dejé de morirme, me pareció que renacía.

—Está lleno de fuerza y de vida —exclamó Marius—. ¿Cree usted que es tan fácil morirse? Ha estado apenado; ya no volverá a estarlo. Yo soy quien le pide perdón, ¡y de rodillas, además! Va a vivir, y a vivir con nosotros, y a vivir muchos años. Nos lo volvemos a llevar. Aquí nos tiene a los dos, que en adelante no pensaremos más que en una cosa, en su felicidad.

—Ya lo ve —añadió Cosette, llorando a mares—: Marius dice que no se va a morir.

Jean Valjean seguía sonriendo.

—Aunque me volvieran a llevar a su casa, señor Pontmercy, ¿iba a ser yo otro del que soy? No; Dios ha opinado como usted y como yo, y no cambia de opinión; es provechoso que me vaya. La muerte es una buena solución. Dios sabe mejor que nosotros lo que necesitamos. Sed felices; que el señor Pontmercy tenga a Cosette; que la juventud se despose con la mañana; que tengáis en torno, hijos míos, lilas y ruiseñores; que vuestra vida sea un hermoso prado de césped soleado; que todas las delicias del cielo os colmen el alma; y que muera ahora yo, que no valgo para nada. No cabe duda de que todo esto está bien. Vamos, seamos sensatos, ahora ya no hay nada posible, noto perfectamente que se acabó. Hace una hora me desmayé. Y, además, esta noche, me bebí todo ese jarro de agua. ¡Qué bueno es tu marido, Cosette! Estás mucho mejor con él que conmigo.

Se oyó un ruido en la puerta. Era el médico que entraba.

—Hola y adiós, doctor —dijo Jean Valjean—. Éstos son mis pobres hijos.

Marius se acercó al médico. No le dijo sino la siguiente palabra: «¿Caballero?…», pero en la forma de decirlo había toda una pregunta.

El médico respondió a la pregunta con una ojeada expresiva.

—Que las cosas no agraden —dijo Jean Valjean— no es motivo para ser injusto con Dios.

Hubo un silencio. Todos tenían una opresión en el pecho.

Jean Valjean se volvió hacia Cosette. Empezó a contemplarla como si quisiera llevarse cuanto pudiera de ella para la eternidad. En la profundidad de sombra a la que había llegado ya todavía le resultaba posible el éxtasis cuando miraba a Cosette. La reverberación de aquel dulce rostro le iluminaba la cara pálida. El sepulcro puede deslumbrarse.

El médico le tomó el pulso.

—¡Ah, era a ustedes a quienes necesitaba! —susurró, mirando a Cosette y a Marius.

Y, arrimándose al oído de Marius añadió muy por lo bajo:

—Demasiado tarde.

Jean Valjean, casi sin dejar de mirar a Cosette, miró también a Marius y al médico con serenidad. Oyeron que le salía de los labios esta frase, apenas articulada:

—Morir no es nada; no vivir es espantoso.

De repente, se puso de pie. Esos episodios en que se recobra la fuerza son a veces el síntoma de la agonía. Fue con paso firme hacia la pared, apartó a Marius y al médico, que quería ayudarlo, quitó de la pared el crucifijo pequeño de cobre que estaba clavado en ella, volvió a su asiento con toda la libertad de movimientos de la salud y dijo en voz alta, dejando el crucifijo encima de la mesa:

—Éste es el gran mártir.

Luego se le desplomó el torso, la cabeza se le tambaleó, como si se adueñase de él la embriaguez de la tumba, y con ambas manos, colocadas en las rodillas, empezó a socavar con las uñas le tela de los pantalones.

Cosette lo sujetaba por los hombros y sollozaba, e intentaba hablarle sin conseguirlo. Se oían a medias, entre las palabras mezcladas con esa saliva lúgubre que acompaña a las lágrimas, frases como éstas:

—¡Padre! No nos deje. ¿Será posible que no lo hayamos vuelto a encontrar sino para perderlo?

Puede decirse que la agonía avanza haciendo eses. Va y viene, se acerca al sepulcro y regresa hacia la vida. Para morirse se anda en parte a tientas.

Jean Valjean, después de ese síncope a medias, recobró fuerzas, sacudió la cabeza como para desprenderse de las tinieblas y recuperó casi por completo la lucidez. Agarró en parte la manga de Cosette y la besó.

—¡Está volviendo! ¡Doctor! ¡Está volviendo! —gritó Marius.

—Qué buenos sois los dos —dijo Jean Valjean—. Voy a deciros qué me disgustó. Lo que me disgustó, señor Pontmercy, fue que no quisiera tocar ese dinero. Ese dinero es de su mujer, y bien suyo. Os lo voy a explicar, hijos míos, e incluso es por eso por lo que me alegro de veros. El azabache negro viene de Inglaterra, el azabache artificial blanco viene de Noruega. Todo esto lo pone en este papel, que ya leeréis. Para las pulseras, inventé la sustitución de los eslabones de chapa soldada por eslabones de chapa ajustada. Es más bonito, de mejor calidad y más barato. Ya os daréis cuenta de cuánto dinero se puede ganar. Así que la fortuna de Cosette es suya y bien suya. Os doy esos detalles para que os quedéis tranquilos del todo.

La portera había subido y miraba por la puerta entornada. El médico la despidió, pero no pudo impedir que, antes de irse, la buena mujer, muy servicial, le dijera a voces al moribundo:

—¿Quiere un sacerdote?

—Ya tengo uno —contestó Jean Valjean.

Y parecía señalar con el dedo un punto, por encima de la cabeza, donde hubiérase dicho que veía a alguien.

Es probable, efectivamente, que el obispo asistiera a esa agonía.

Cosette le metió con cuidado una almohada detrás de la espalda.

Jean Valjean siguió diciendo:

—Señor Pontmercy, no tema, se lo suplico. Los seiscientos mil francos son de Cosette. ¡Si no disfrutan de ellos habré tirado mi vida! Habíamos llegado a fabricar muy bien esos abalorios de cristal. Competíamos con esos otros que llaman joyas de Berlín. Claro que lo que no se puede igualar es el cristal negro de Alemania. Una gruesa, donde entran mil doscientos abalorios muy bien tallados, sólo cuesta tres francos.

Cuando va a morir un ser querido, lo miramos con unos ojos que se aferran a él y que querrían retenerlo. Mudos de angustia los dos, sin saber qué decirle a la muerte, desesperados y trémulos estaban ante él los dos, y Cosette le daba la mano a Marius.

Jean Valjean iba decayendo por momentos; se acercaba al horizonte sombrío; la respiración se le había vuelto intermitente y la entrecortaba a ratos un estertor. Le costaba mover el antebrazo, los pies habían perdido el movimiento y, al tiempo que crecían la miseria de los miembros y el abatimiento del cuerpo, se alzaba toda la majestad del alma y se le extendía por la cara. La luz del mundo desconocido se le veía ya en las pupilas.

El rostro se le iba poniendo lívido, y sonreía. Ya no estaba allí la vida; había otra cosa. El aliento bajaba, la mirada crecía. Era un cadáver en que se intuían alas.

Le hizo una seña a Cosette para que se acercase; y luego otra a Marius; estaba claro que era el último minuto de la última hora; y empezó a hablarles con voz tan débil que parecía llegar de lejos, y hubiérase dicho que ahora había una muralla entre ellos y él.

—Acércate, acercaos los dos. Os quiero mucho. ¡Ah, qué bueno es morir así! Tú también me quieres, Cosette mía. Bien sabía yo que le seguías teniendo cariño a este viejo. ¡Qué buena eres por haberme puesto este almohadón detrás de la espalda! Me llorarás un poco, ¿verdad? Pero no demasiado. No quiero que tengas penas de verdad. Tenéis que divertiros mucho, hijos míos. Se me había olvidado deciros que con los pendientes sin clavillo se ganaba más todavía que con todo lo demás. La gruesa, las doce docenas, salía por diez francos y se vendía a sesenta. Era de verdad un buen negocio. Así que no tienen que extrañarle los seiscientos mil francos, señor Pontmercy. Es dinero honrado. Podéis ser ricos con toda tranquilidad. Tenéis que tener coche, de vez en cuando un palco en el teatro, vestidos de baile bonitos para mi Cosette; y, además, convidar a buenas cenas a los amigos y ser muy felices. Hace un rato le estaba escribiendo a Cosette. Ya encontrará mi carta. Le dejo a ella los dos candeleros que están encima de la chimenea. Son de plata; pero para mí son de oro, son de brillantes; convierten en cirios las velas que se les ponen. No sé si el que me los dio está contento de mí, allá arriba. Hice lo que pude. Hijos míos, que no se os olvide que soy un pobre, que me entierren en cualquier rincón, debajo de una losa para señalar el sitio. Ésa es mi voluntad. Nada de nombres en la piedra. Si Cosette quiere pasarse de vez en cuando por allí, me gustará. Usted también, señor Pontmercy. Tengo que confesarle que no siempre le tuve cariño; le pido perdón. Ahora ella y usted ya no son para mí sino una única persona. Le estoy muy agradecido. Noto que hace feliz a Cosette. Si usted supiera, señor Pontmercy, aquellas mejillas sonrosadas que tenía eran mi alegría; cuando la veía un poco pálida me ponía triste. Hay en la cómoda un billete de quinientos francos. No lo he tocado. Es para los pobres. Cosette, ¿ves ese vestidito que está encima de la cama? ¿Te acuerdas de él? Es de hace sólo diez años. ¡Cómo pasa el tiempo! Fuimos muy felices. Se acabó. No lloréis, hijos míos, que no me voy muy lejos. Os veré desde allí. Bastará con que miréis cuando sea de noche y me veréis sonreír. Cosette, ¿te acuerdas de Montfermeil? Estabas en el bosque; tenías mucho miedo; ¿te acuerdas de cuando te cogí el asa del cubo de agua? Fue la primera vez que toqué esa pobre manita. ¡La tenías tan fría! ¡Ah, por entonces tenía usted las manos encarnadas, señorita, y ahora las tiene bien blancas! Y la muñeca grande, ¿te acuerdas? La llamabas Catherine. ¡La echabas de menos porque no te la llevaste al convento! ¡Cuánto me hiciste reír a veces, ángel mío! Cuando había llovido, echabas a los arroyos briznas de paja y mirabas cómo se iban. Un día te di una raqueta de mimbre y un volante con plumas amarillas, azules y verdes. A ti se te ha olvidado ya. ¡Eras tan traviesa de pequeñita! Jugabas. Te ponías pendientes de cerezas. Son cosas del pasado. Los bosques por los que ha pasado uno con su niña, los árboles por los que nos paseamos, los conventos donde nos escondimos, los juegos, las risas tan buenas de la infancia, ahora son sombra. Me había imaginado que todo eso me pertenecía. En eso era un necio. Los Thénardier fueron malos. Hay que perdonarlos. Cosette, ha llegado la hora de que te diga el nombre de tu madre. Se llamaba Fantine. Que no se te olvide ese nombre: Fantine. Arrodíllate siempre que lo digas. Sufrió mucho. Y te quiso mucho. Le tocó tanta desdicha como felicidad a ti. Son los repartos de Dios. Está allá arriba y nos ve a todos y sabe lo que hace en medio de esas estrellas suyas, tan grandes. Así que me voy, hijos míos. Quereos siempre. Solo eso importa en el mundo: quererse. Os acordaréis de vez en cuando de este pobre viejo que se ha muerto aquí. ¡Ay, Cosette mía! De verdad que no tuve yo la culpa si me he pasado todo este tiempo sin verte; se me partía el corazón; iba todos los días a la esquina de la calle; debía de parecerle muy raro a la gente que me veía pasar; estaba como loco; una vez salí sin sombrero. Hijos míos, empiezo a ver turbio; todavía me quedaban cosas por deciros, pero da igual. Acordaos un poco de mí. Sois unas criaturas benditas. No sé qué me pasa, veo luz. Acercaos más. Muero dichoso. Acercadme vuestras cabezas amadísimas, para que les ponga las manos encima.

Cosette y Marius cayeron de rodillas, fuera de sí, ahogados en llanto, cada uno arrimado a una de las manos de Jean Valjean. Esas manos augustas habían dejado de moverse.

Estaba caído hacia atrás; lo alumbraba la luz de los dos candeleros; el rostro blanco miraba al cielo, dejaba que Cosette y Marius le cubrieran las manos de besos; estaba muerto.

Era una noche sin estrellas y profundamente oscura. Sin duda en la sombra estaba de pie un ángel inmenso, con las alas desplegadas, esperando al alma.

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