Los miserables

La ociosidad del señor Bamatabois

XII

La ociosidad del señor Bamatabois

Hay en todas las ciudades pequeñas, y había en Montreuil-sur-Mer en particular, una categoría de jóvenes que se van comiendo como roedores en provincias mil quinientas libras de renta con el mismo talante con que sus pares engullen doscientos mil francos al año en París. Son seres de esa dilata especie neutra: eunucos, parásitos, nulidades, que tienen algunas tierras, algo de necedad y algo de ingenio, que serían unos patanes en un salón y se creen caballeros en la taberna, que dicen: mis prados, mis bosques, mis campesinos, silban a las actrices en el teatro para demostrar que son personas de buen gusto, buscan pelea con los oficiales de la guarnición para demostrar que son guerreros, cazan, fuman, bostezan, beben, huelen a tabaco, juegan al billar, miran cómo se bajan los viajeros de la diligencia, viven en el café, cenan en la posada, tienen un perro que se come los huesos debajo de la mesa y una amante que pone las fuentes encima, escatiman cinco céntimos, exageran las modas, admiran la tragedia, desprecian a las mujeres, apuran las botas viejas, copian a Londres pasado por París y a París pasado por Pont-à-Mousson, envejecen alelados, no trabajan, no sirven para nada y no perjudican demasiado.

Félix Tholomyès, si se hubiera quedado en su ciudad de provincias y no hubiera estado nunca en París, habría sido uno de esos hombres.

Si fueran más ricos, se diría de ellos: son personas elegantes; si fueran más pobres, se diría: son unos vagos. Son sencillamente personas ociosas. Entre esos ociosos hay fastidiosos, fastidiados, fantasiosos y algunos pícaros.

En aquella época un elegante se componía de un cuello ancho, una corbata ancha, un reloj con dijes, tres chalecos de colores diferentes, unos encima de otros con el azul y el rojo por dentro, un frac verde oliva alto de talle y de cola cerrada y doble fila de botones de plata muy juntos que suben hasta el hombro; y de un pantalón de un verde oliva más claro, adornado en ambas costuras con un número indeterminado de filetes, pero siempre impares y que puede variar de uno a once, límite que nunca se traspasaba. Sumemos a lo antedicho zapato abotinado con hierrecitos en el tacón, una chistera de ala estrecha, un tupé, un bastón enorme y una conversación aliñada con retruécanos. De remate, espuelas y bigotes. En aquella época, los bigotes querían decir persona acomodada; y las espuelas, peatón.

El elegante de provincias llevaba las espuelas más grandes y los bigotes más feroces.

Eran los tiempos de la lucha de las repúblicas de la América meridional contra el rey de España, de Bolívar contra Morillo. Los sombreros de ala estrecha eran monárquicos y se llamaban morillos; los liberales llevaban sombreros de ala ancha, que se llamaban bolívares.

Así pues, pasados ocho o diez meses de lo referido en las páginas anteriores, allá por los primeros días de enero de 1823, un atardecer en que había nevado, uno de esos elegantes, uno de esos ociosos, un hombre «bien pensante», ya que llevaba morillo, que iba además bien arropado en uno de esos gabanes anchos que, por tiempo frío, completaban el atuendo de moda, se entretenía metiéndose con una mujerzuela que andaba rondando, con vestido de baile, muy escotada y con flores en la cabeza, por delante de la cristalera del café de los oficiales. El elegante fumaba, porque estaba muy de moda también, desde luego.

Cada vez que la mujer le pasaba por delante, le soltaba, junto con una bocanada de humo del puro, algunos comentarios que le parecían ingeniosos y alegres, tales como: «¡Eres muy fea! ¡Lárgate, que eres una ofensa para la vista! ¡No tienes dientes!», etc., Aquel caballero se apellidaba Bamatabois. La mujer, un espectro triste y emperifollado, que iba y venía por la nieve, no le contestaba, no lo miraba siquiera, y seguía, pese a todo, en silencio y con regularidad sombría, el paseo que la volvía a poner cada cinco minutos al alcance de los sarcasmos, igual que el soldado condenado que vuelve al azote. Con tan menguado éxito debió de picarse el ocioso, quien, aprovechando un momento en que la mujer se dio la vuelta, se le acercó por detrás con paso quedo y, ahogando la risa, se agachó, cogió del suelo un puñado de nieve y se lo metió de pronto por la espalda, entre los hombros, que llevaba al aire. La mujer soltó un alarido, se volvió, dio un salto de pantera y se abalanzó sobre el hombre, clavándole las uñas en la cara y profiriendo las palabras más tremendas que pueda un cuerpo de guardia soltar en el arroyo. Aquellos insultos, que vomitaba una voz que enronquecía el aguardiente, salían, repugnantes, de una boca en que faltaban, efectivamente, los dos dientes delanteros. Era la Fantine.

Al oír el escándalo, salieron en tropel del café los oficiales, se arremolinaron los transeúntes y se formó un corro ancho que reía, abucheaba y aplaudía alrededor de aquel torbellino que se componía de dos personas a las que costaba identificar, un hombre y una mujer: el hombre forcejeaba y se le había caído el sombrero, la mujer le daba patadas y puñetazos, desgreñada, chillando, desdentada y pelona, lívida de ira, espantosa.

De repente, un hombre de elevada estatura salió deprisa de entre el gentío, agarró a la mujer por el cuerpo del vestido de satén cubierto de barro y le dijo: «¡Ven conmigo!».

La mujer alzó la cabeza; cesaron de pronto los gritos furiosos. Tenía la mirada vidriosa; de lívida había pasado a pálida y la estremecía un temblor aterrado. Había reconocido a Javert.

El elegante aprovechó este incidente para esfumarse.

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