Los miserables

Sepultura decente

V

Sepultura decente

Javert dejó a Jean Valjean en la cárcel municipal.

La detención del señor Madeleine causó en Montreuil-sur-Mer una sensación o, mejor dicho, una conmoción extraordinaria. Nos entristece no poder ocultar que bastó con esta frase: para que casi todo el mundo lo dejase abandonado. En menos de dos horas quedó olvidado todo el bien que había hecho y no fue ya sino «un presidiario». Es de justicia decir que aún no se sabían los detalles del acontecimiento de Arras. Se oían todo el día y por todas partes en la ciudad conversaciones como la siguiente: «¿No se ha enterado? Había salido de presidio». «¿Quién?» «El alcalde.» «Pero ¿qué me dice? ¿El señor Madeleine?» «Sí.» «¿En serio?» «No se llamaba Madeleine. Tiene un apellido horroroso, Béjean, Bojean, Boujean.» «¡Ay, Dios mío!» «Lo han detenido.» «¿Detenido?» «Está en la cárcel municipal, esperando que lo trasladen.» «¡Que lo trasladen! ¡Lo van a trasladar! ¿Y adónde lo van a trasladar?» «Lo van a juzgar por lo criminal por un robo en descampado que había cometido hace tiempo» «Bueno, pues yo tenía mis sospechas. Ese hombre era demasiado bueno, demasiado perfecto, demasiado devoto. No quería que lo condecorasen, les daba dinero a todos los pillastres con los que se cruzaba. Siempre pensé que detrás de todo eso había alguna historia que no estaba clara».

«Los salones» sobre todo abundaron en esa opinión.

Una señora anciana suscrita a hizo este comentario, demasiado hondo para poder llegar al fondo de él:

—Me alegro. ¡Así escarmentarán los buonapartistas!

Y de esa forma se esfumó en Montreuil-sur-Mer aquel fantasma que se había llamado señor Madeleine. Sólo tres o cuatro personas en toda la ciudad siguieron fieles a su recuerdo. La anciana portera que había sido además su sirvienta fue una de ellas.

La noche de ese mismo día, esa digna anciana estaba sentada en la portería, sumida aún en medroso desconcierto y tristes pensamientos. La fábrica había cerrado todo el día, la puerta cochera tenía el cerrojo echado, la calle estaba desierta. No había en el edificio sino las dos monjas, sor Perpétue y sor Simplice, que velaban el cuerpo de Fantine.

Más o menos a la hora en que el señor Madeleine solía volver a casa, la buena mujer se puso de pie automáticamente, sacó la llave del cuarto del señor Madeleine de un cajón y cogió la palmatoria que usaba todas las noches para subir a su cuarto; colgó luego la llave del clavo donde tenía él por costumbre cogerla y puso la palmatoria al lado, como si lo estuviera esperando. Volvió a sentarse luego en la silla y siguió pensando. La pobre anciana lo hizo todo sin darse cuenta.

Hasta que no hubieron pasado más de dos horas no salió de su ensimismamiento y exclamó: «¡Anda! ¡Dulce Jesús mío, pues no he puesto su llave en el clavo!».

En ese momento se abrió el cristal de la portería y asomó por el hueco una mano que cogió la llave y la palmatoria y encendió la vela en otra vela, que estaba encendida.

La portera alzó la vista y se quedó con la boca abierta y, en la garganta, se le quedó un grito que reprimió.

Conocía esa mano, ese brazo, la manga de esa levita.

Era el señor Madeleine.

La portera tardó unos segundos en poder articular palabra, como decía ella más adelante al contar la aventura.

—Dios mío, señor alcalde —exclamó por fin—, si creía que estaba usted…

Se detuvo porque el final de la frase le habría faltado al respeto a la primera parte. Jean Valjean seguía siendo para ella el señor alcalde.

Él remató lo que estaba pensando ella.

—En la cárcel. Allí estaba. He roto un barrote de una ventana, he saltado desde un tejado y aquí estoy. Voy a mi habitación, vaya usted a buscarme a la hermana Simplice. Debe de estar con esa pobre mujer.

La anciana obedeció a toda prisa.

Jean Valjean no le hizo recomendación alguna; estaba completamente seguro de que lo guardaría mejor de lo que podría guardarse él mismo.

Nunca se supo cómo consiguió entrar en el patio sin pedir que le abrieran la puerta cochera. Poseía, y llevaba siempre encima, una llave maestra que abría una puertecita lateral; pero tenían que haberlo registrado y haberle quitado la llave maestra. Ese punto no se ha aclarado.

Subió las escaleras que conducían a su habitación. Al llegar arriba, dejó la palmatoria en los últimos peldaños de las escaleras, abrió su puerta haciendo muy poco ruido y fue, a tientas, a cerrar la ventana y el postigo; luego volvió por la vela y entró en la habitación.

La precaución era inútil; recordemos que esa ventana se veía desde la calle.

Echó una ojeada alrededor, a la mesa, a la silla, a la cama que llevaba tres días sin deshacerse. No quedaba ningún desorden de la noche antepasada. La portera había «aviado el cuarto». Pero había recogido de entre las cenizas y colocado primorosamente encima de la mesa las dos conteras de hierro del bastón y la moneda de dos francos que había ennegrecido el fuego.

Cogió una hoja de papel en la que escribió: Y colocó encima de esa hoja la moneda y los dos pedazos de hierro, de forma tal que fuese lo primero que se viera al entrar en la habitación. Sacó del armario una camisa vieja y la rompió. Se hizo así con unos trozos de tela en los que envolvió los dos candeleros de plata. Por lo demás, ni se daba prisa ni estaba nervioso y, según embalaba los candeleros del obispo, mordía un zoquete de pan negro. Es probable que fuera el pan de la cárcel, que se había llevado al escapar.

De ello tenemos constancia por las migas de pan que encontraron en las baldosas de su cuarto, cuando la justicia, más adelante, hizo un registro.

Dieron dos golpecitos en la puerta.

—Adelante —dijo.

Era sor Simplice.

Estaba pálida, tenía los ojos encarnados y la vela que llevaba le temblaba en la mano. Las violencias del destino tienen esa particularidad: que, por muy duchos o muy fríos que nos hayamos vuelto, nos sacan del fondo de las entrañas nuestra naturaleza humana y la obligan a mostrarse en superficie. Con las emociones de ese día, la monja había vuelto a ser mujer. Había llorado y estaba temblorosa.

Jean Valjean acababa de escribir unas pocas líneas en un papel que le alargó a la monja, diciendo:

—Hermana, dele esto al señor párroco.

El papel estaba desdoblado. Ella lo miró.

—Puede leerlo —dijo él.

La monja leyó: «Ruego al señor párroco que se haga cargo de cuanto dejo aquí. Que tenga la bondad de pagar con ello los gastos de mi juicio y el entierro de la mujer que falleció hoy. Lo demás que sea para los pobres».

La monja quiso hablar, pero apenas si pudo balbucir unos cuantos sonidos inarticulados. Consiguió decir, no obstante:

—¿No quiere el señor alcalde ver por última vez a esa pobre desdichada?

—No —dijo él—. Me persiguen; podrían detenerme en su cuarto y eso la perturbaría.

Apenas había acabado de decir esto cuando hubo un escándalo en las escaleras. Oyeron un tumulto de pasos que subían y a la anciana portera que decía con la voz más chillona y penetrante que tenía:

—Pero, mi buen caballero, ¡le juro por Dios que no ha entrado nadie aquí ni en todo el día ni en todo lo que va de noche y que yo no me he separado de la puerta!

Un hombre contestó:

—Pues pese a todo hay luz en esa habitación.

Reconocieron la voz de Javert.

La habitación tenía una disposición tal que la puerta, al abrirse, tapaba el rincón de la derecha. Jean Valjean apagó la vela de un soplo y se metió en ese rincón.

Sor Simplice cayó de rodillas junto a la mesa.

Se abrió la puerta.

Entró Javert.

Se oían en el pasillo el cuchicheo de varios hombres y las protestas de la portera.

La monja no alzó la vista. Estaba rezando.

La vela estaba encima de la chimenea y daba muy poca luz.

Javert vio a la monja y se detuvo, cortado.

Ya sabemos que el mismísimo fundamento de Javert, su elemento, el medio en que podía respirar, era el respeto por cualquier autoridad. Era monolítico y no admitía ni objeciones ni restricciones. Para él, por supuesto, la autoridad eclesiástica era la primera y principal; él era, en esos asuntos, persona religiosa, superficial y correcta, como en todo. Desde su punto de vista, un sacerdote era una mente que no se engaña y una monja era un ser que no peca. Eran almas emparedadas en este mundo y con una puerta única que no se abría nunca más que para dejar que saliera la verdad.

Al ver a la monja, su primer impulso fue retirarse.

No obstante, se debía a otra obligación que lo empujaba imperiosamente en sentido contrario. Su segundo impulso fue el de quedarse y atreverse a hacer al menos una pregunta.

Quien estaba allí era la mismísima sor Simplice, quien no había mentido en la vida. Javert lo sabía y sentía por ella una veneración muy particular.

—Hermana —dijo—, ¿está usted sola en esta habitación?

Hubo un momento espantoso durante el que la pobre portera se sintió desfallecer.

La monja alzó la mirada y contestó:

—Sí.

—O sea que, y disculpe si insisto —añadió Javert—, es que es mi deber: ¿no ha visto esta noche a una persona, a un hombre? Se ha escapado y lo estamos buscando, es ese que se llama Jean Valjean. ¿No lo ha visto?

La monja contestó:

—No.

Mintió. Mintió dos veces seguidas, una tras otra, sin titubear, deprisa, como un acto de abnegación.

—Disculpe —dijo Javert; y se retiró tras una profunda inclinación.

¡Ah, santa mujer! Dejaste de pertenecer a este mundo ya hace mucho; fuiste a reunirse en la luz con tus hermanas las vírgenes y tus hermanos los ángeles. ¡Que en el paraíso sumen a tus méritos esa mentira!

La afirmación de la monja fue para Javert algo tan decisivo que ni siquiera se fijó en lo curioso que era que humease encima de la mesa una vela como si acabasen de apagarla de un soplo.

Una hora después, un hombre, cruzando por entre los árboles y las brumas, se alejaba rápidamente de Montreuil-sur-Mer en dirección a París. Aquel hombre era Jean Valjean. El testimonio de dos o tres carreteros que se lo encontraron dejó probado que llevaba un paquete y vestía un blusón. ¿De dónde había sacado ese blusón? Nunca se supo. Pero un obrero viejo de la fábrica había muerto pocos días antes en la enfermería de la fábrica sin dejar más que el blusón. A lo mejor era ése.

Una última cosa acerca de Fantine.

Todos tenemos una madre: la tierra. Devolvieron a Fantine a esa madre.

Al párroco le pareció que hacía bien, y quizá hizo bien efectivamente, apartando, de lo que había dejado Jean Valjean, la mayor cantidad posible de dinero para los pobres. A fin de cuentas, ¿quiénes eran aquellos dos? Un presidiario y una ramera. Por eso simplificó el entierro de Fantine y lo dejó en lo estrictamente necesario, es decir, la fosa común.

Así que enterraron a Fantine en el rincón gratuito del cementerio que es de todos y de nadie. Menos mal que Dios sabe dónde localizar las almas. Tendieron a Fantine en las tinieblas, entre los primeros huesos que había rodando por allí; padeció la promiscuidad de las cenizas. La arrojaron a la fosa común. Su sepultura fue a imagen y semejanza de su cama.

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