Los viejos están para salir de casa oportunamente
VI
Los viejos están para salir de casa oportunamente
Al caer la tarde, Jean Valjean salió y Cosette se arregló. Se hizo el peinado que le sentaba mejor y se puso un vestido cuyo escote tenía un tijeretazo de más; y, como por esa abertura se le veía el nacimiento del cuello, era, como dicen las jóvenes, «algo indecente». No era nada indecente, pero quedaba más bonito así. Se arregló tanto sin saber por qué.
¿Quería salir? No.
¿Estaba esperando visita? No.
Cuando se estaba haciendo de noche, bajó al jardín. Toussaint andaba a lo suyo en la cocina, que daba al patio trasero.
Empezó a pasear bajo las ramas, apartándolas de vez en cuando con la mano porque algunas eran muy bajas.
Y así llegó al banco.
La piedra se había quedado encima.
Cosette se sentó y apoyó la mano blanca y suave en aquella piedra como si quisiera acariciarla y darle las gracias.
De repente, notó esa impresión indecible que notamos, incluso sin verlo, cuando alguien está de pie a espaldas nuestras.
Volvió la cabeza y se puso de pie.
Era él.
Iba con la cabeza al aire. Parecía pálido y más delgado. Apenas se veía la ropa negra que llevaba. El crepúsculo prestaba lividez a esa hermosa frente y le llenaba al joven los ojos de tinieblas. Había en él, bajo un velo de dulzura incomparable, algo que tenía que ver con la muerte y la noche. Le alumbraba el rostro la claridad del día moribundo y el pensamiento de un alma que se ausenta.
Era como si aún no fuese el fantasma y no fuese ya el hombre.
El sombrero estaba tirado a pocos pasos, entre la maleza.
Cosette, a punto de desfallecer, no soltó ni un grito. Retrocedía despacio, porque notaba una fuerza que la atraía hacia él. Y él no se movía. No le veía los ojos, pero notó que la miraba porque la envolvía algo inefable y triste.
Cosette, al retroceder, se topó con un árbol y apoyó en él la espalda. Sin ese árbol, se habría caído al suelo.
Le oyó entonces la voz, esa voz que nunca había oído bien en realidad, que se alzaba apenas por encima de la vibración de las hojas y que susurraba:
—Perdóneme, aquí estoy. Tengo el corazón a rebosar, no podía vivir como estaba; he venido. ¿Leyó lo que dejé en este banco? ¿Me reconoce más o menos? No tenga miedo de mí. ¿Se acuerda del día en que me miró hace ya tanto tiempo? Era en Le Luxembourg, cerca del gladiador. ¿Y del día en que pasó delante de mí? Fueron el 16 de junio y el 2 de julio. Va a hacer un año. Hace mucho que dejé de verla. Pregunté a la cobradora del alquiler de las sillas y me dijo que ya no la veía. Vivía usted en la calle de L’Ouest, en el tercero, en un piso que daba a la calle, en una casa nueva, ya ve que estoy al tanto. Yo la seguía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y, luego, desapareció. Me pareció verla pasar un día en que estaba leyendo los periódicos en los soportales de L’Odéon. Eché a correr. Pero no. Era una mujer que tenía un sombrero como el suyo. Por las noches vengo aquí. No se preocupe, que no me ve nadie. Vengo para ver sus ventanas de cerca. Ando muy despacito para que no me oiga, por si, a lo mejor, se asusta. La otra noche estaba detrás de usted, se volvió y yo salí huyendo. Una vez la oí cantar. Me sentí dichoso. ¿Le importa que la oiga cantar a través de la contraventana? No puede perjudicarla. ¿Verdad que no? Mire, usted es mi ángel, déjeme que venga a veces. Creo que me voy a morir. ¡Si usted supiera! ¡Yo la adoro! Perdóneme, hablo y no sé lo que digo, a lo mejor la estoy incomodando. ¿La incomodo?
—¡Ay, madre mía! —dijo ella.
Y se encogió como si estuviera muriendo.
Él la agarró; Cosette se caía y él la tomó en sus brazos y la estrechó en ellos, sin ser consciente de lo que hacía. La sujetaba y, al tiempo, se tambaleaba. Le parecía que tenía la cabeza llena de humo; le salían relámpagos de entre las pestañas; se le iban las ideas; le parecía que estaba llevando a cabo un acto religioso y que cometía una profanación. Por lo demás, no deseaba en absoluto a aquella mujer bellísima cuyas formas notaba contra el pecho. Estaba loco de amor.
Ella le cogió una mano y se la puso en el corazón. Él notó la forma del papel que llevaba allí y balbució:
—¿Así que me quiere?
Ella contestó con una voz tan baja que no era ya sino un soplo que apenas se oía:
—¡Calla! ¡Si ya lo sabes!
Y ocultó la cara ruborizada en el pecho del joven, orgulloso y embriagado.
Marius se desplomó en el banco, con Cosette a su lado. Se les habían acabado las palabras. Las estrellas empezaban a brillar. ¿Cómo se encontraron sus labios? ¿Cómo canta el pájaro, cómo se derrite la nieve, cómo se abre la rosa, cómo florece mayo, cómo blanquea el alba tras los árboles negros en la cima estremecida de las colinas?
Un beso; y nada más.
Los dos se sobresaltaron y se miraron, en la sombra, con ojos resplandecientes.
No notaban ni el frescor de la noche, ni la frialdad de la piedra, ni la tierra húmeda ni la hierba mojada; se miraban y el corazón les rebosaba de pensamientos. Se habían cogido de las manos, sin saber qué hacían.
Ella no le preguntaba, ni se le había ocurrido, por dónde había entrado y cómo se había metido en el jardín. ¡Le parecía tan sencillo que estuviera allí!
De vez en cuando, la rodilla de Marius rozaba la rodilla de Cosette, y los dos se estremecían.
A intervalos, Cosette balbucía una palabra. Le temblaba el alma en los labios como una gota de rocío en una flor.
Poco a poco se fueron hablando. Tras el silencio, que es la plenitud, vino el desahogo. La noche era serena y espléndida, por encima de sus cabezas. Esas dos criaturas, puras como espíritus, se lo contaron todo: sus sueños, sus embriagueces, sus éxtasis, sus quimeras, sus desfallecimientos, cómo se habían adorado a distancia, cómo se habían anhelado, cuánto se habían desesperado cuando dejaron de verse. Se confesaron, en una intimidad ideal, que ya no podía ser mayor, lo más oculto y lo más misterioso de cada uno. Se contaron, con una fe cándida en sus ilusiones, todo cuanto les ponía en la mente el amor, la juventud y ese rescoldo de infancia que no habían perdido. Esos dos corazones se volcaron uno en otro, de forma tal que, al cabo de una hora, el joven tenía el alma de la muchacha y la muchacha el alma del joven. Se compenetraron, se hechizaron mutuamente, se deslumbraron.
Al acabar, cuando ya se lo habían dicho todo, ella puso la cabeza en el hombro de él y le preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Me llamo Marius —contestó él—. ¿Y usted?
—Yo me llamo Cosette.