Los miserables

La inseparable

III

La inseparable

¿Qué había sido de Jean Valjean?

Nada más echarse a reír tras la cariñosa conminación de Cosette, al ver que nadie se fijaba en él, Jean Valjean se puso de pie e, inadvertido, llegó al recibidor. Era esa misma estancia donde, ocho meses antes, había entrado, negro de barro, de sangre y de pólvora, para devolverle el nieto al abuelo. Guirnaldas de hojas y flores adornaban los antiguos entrepaños de madera de las paredes; los músicos estaban sentados en el sofá donde habían colocado a Marius. Basque, con frac negro, calzón y medias y guantes blancos, colocaba coronas de rosas alrededor de todas las fuentes que iban a servir. Jean Valjean le enseñó el brazo en cabestrillo, dejó a su cargo la explicación de su ausencia y salió.

Las ventanas del comedor daban a la calle. Jean Valjean se quedó unos minutos, a pie firme e inmóvil, en la oscuridad, bajo esas ventanas radiantes. Escuchaba. Le llegaba el ruido confuso del banquete. Oía la voz alta y magistral del abuelo, los violines, el tintineo de los platos y de las copas, las carcajadas; y, entre todo ese rumor alegre, oía la voz jubilosa de Cosette.

Se fue de la calle de Les Filles-du-Calvaire y se volvió a la calle de L’Homme-Armé.

Para volver tiró por la calle de Saint-Louis, la calle de Culture-Sainte-Catherine y Les Blancs-Manteaux; era un camino algo más largo, pero era el mismo por el que, desde hacía tres meses, para evitar los atascos y el barro de la calle Vieille-du-Temple, solía ir a diario con Cosette de la calle de L’Homme-Armé a la calle de Les Filles-du-Calvaire.

Aquel camino, por el que había pasado Cosette, excluía para él cualquier otro.

Jean Valjean regresó a su casa. Encendió la vela y subió. La vivienda estaba vacía. Ni siquiera Toussaint estaba ya allí. Los pasos de Jean Valjean sonaban en las habitaciones más de lo acostumbrado. Todos los armarios estaban abiertos. Entró en el cuarto de Cosette. Ya no había sábanas en la cama. La almohada de cutí, sin funda y sin encajes, estaba encima de las mantas dobladas al pie del colchón, que tenía la funda al aire y en el que nadie volvería ya a dormir. Se habían llevado todos los menudos objetos femeninos a los que tenía apego Cosette; sólo quedaban los muebles grandes y las cuatro paredes. También la cama de Toussaint estaba sin sábanas. Sólo había una cama hecha y que pareciera estar esperando a alguien, y era la de Jean Valjean.

Jean Valjean miró las paredes, cerró las puertas de algunos armarios, anduvo de una habitación a otra.

Entró luego en su cuarto, y puso la vela encima de una mesa.

Había sacado el brazo del cabestrillo y usaba la mano derecha como si ya no le doliera.

Se acercó a su cama y clavó la vista, ¿fue por casualidad?, ¿fue intencionadamente?, en de la que había tenido celos Cosette, en la maletita de la que nunca se separaba. El 4 de junio, al llegar a la calle de L’Homme-Armé, la había dejado en un velador, junto a la cabecera de la cama. Se acercó a ese velador con cierta animación, se sacó una llave del bolsillo y abrió la maleta.

Sacó despacio la ropa con la que, diez años antes, Cosette se había ido de Montfermeil; primero, el vestidito negro, luego la pañoleta negra, luego los enternecedores zapatones de niña que Cosette habría podido casi seguir usando ahora, de tan pequeño como tenía el pie; luego la camisa de franela, bien abrigada, luego las enaguas de punto, luego el delantal con bolsillos, luego las medias de lana. Aquellas medias, que conservaban aún la forma grácil de una piernecita, no eran mucho más largas que la mano de Jean Valjean. Todo era negro. Era él quien había llevado a Montfermeil esa ropa para la niña. Según la iba sacando de la maleta, la dejaba encima de la cama. Pensaba. Recordaba. Era invierno, un mes de diciembre muy frío; la niña tiritaba, medio desnuda, vestida de harapos, con los piececitos rojos en los zuecos. Él, Jean Valjean, le mandó que se quitase aquellos andrajos y que se pusiera la ropa de luto. La madre debía de haberse alegrado en la tumba al ver a su hija llevar luto por ella y, sobre todo, al ver que iba vestida y abrigada. Jean Valjean se acordaba del bosque de Montfermeil; lo habían cruzado juntos Cosette y él; se acordaba del tiempo que hacía, de los árboles sin hojas, del bosque sin pájaros, del cielo sin sol; pero, qué más daba, era delicioso. Ordenó las prendas pequeñas encima de la cama, la pañoleta junto a las enaguas, las medias al lado de los zapatos, la camisa junto al vestido, y las miró, una tras otra. Era una niña tan pequeña, llevaba la muñeca grande en brazos, se había metido el luis de oro en el bolsillo del delantal, se reía, iban los dos de la mano y ella sólo lo tenía a él en el mundo.

Entonces, la venerable cabeza blanca se desplomó encima de la cama, aquel viejo corazón estoico se quebró, la cara se abismó, por así decirlo, en la ropa de Cosette y, si alguien hubiera pasado por las escaleras en aquellos momentos, habría oído unos sollozos espantosos.

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