Los miserables

Tranquilidad

V

Tranquilidad

Después de dar las buenas noches a su hermana, monseñor Bienvenu cogió de la mesa uno de los candeleros de plata, le dio el otro al huésped y le dijo:

—Voy a llevarlo a su cuarto, señor.

El hombre lo siguió.

Como ya hemos podido observar por lo anteriormente dicho, la distribución de la vivienda era tal que para ir al oratorio donde estaba la alcoba, o para salir de él, había que pasar por el dormitorio del obispo.

Cuando cruzó por el dormitorio, la señora Magloire estaba guardando la plata en la alacena que había a la cabecera de la cama. Era lo último que hacía todas las noches antes de irse a acostar.

El obispo acomodó a su huésped en la alcoba. Estaba preparada una cama blanca y recién hecha. El hombre puso el candelero en una mesita.

—Que pase una buena noche —dijo el obispo—. Mañana por la mañana, antes de irse, tomará una taza de leche calentita de nuestras vacas.

—Gracias, señor cura —dijo el hombre.

Nada más decir esas palabras rebosantes de paz, de repente y sin transición, hizo algo raro que habría dejado heladas de espanto a las dos benditas solteronas si lo hubieran presenciado. Incluso ahora nos resulta difícil entender qué lo movía en aquel momento. ¿Quería avisar o amenazar? ¿Obedecía sencillamente a algo parecido a un impulso instintivo y confuso incluso para él? Se volvió bruscamente hacia el anciano, se cruzó de brazos y, mirando a su anfitrión con mirada salvaje, exclamó con voz ronca:

—¡Pero bueno! ¿Me da un cuarto dentro de la casa, al lado de usted, así, sin más?

Se interrumpió y añadió, con una risa en la que había algo monstruoso:

—¿Lo ha pensado bien? ¿Quién le dice a usted que no soy un asesino?

El obispo contestó:

—Eso es de la competencia de Dios.

Luego, muy serio y moviendo los labios como alguien que reza o habla para sí, alzó dos dedos de la mano derecha y bendijo al hombre, que no se inclinó, y, sin volver la cabeza ni mirar atrás, se fue a su cuarto.

Cuando dormía alguien en la alcoba, en el oratorio corrían una cortina grande de sarga, que tapaba el altar. El obispo se arrodilló al pasar ante la cortina y rezó brevemente.

Un instante después estaba en el jardín, caminando, soñando, contemplando, con toda el alma y todo el pensamiento puestos en esas cosas magnas y misteriosas que Dios muestra de noche a los ojos que se quedan abiertos.

En cuanto al hombre, estaba realmente tan cansado que ni siquiera disfrutó de aquellas acogedoras sábanas blancas. Apagó la vela soplando por la nariz, como hacen los presidiarios, y se desplomó vestido encima de la cama, donde se quedó en el acto profundamente dormido.

Daban las doce cuando entró el obispo en su cuarto, viniendo del jardín.

Pocos minutos después, todo dormía en la casita.

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