Los miserables

En el que da por completo la impresión de que Jean Valjean había leído a Austin Castillejo

IV

En el que da por completo la impresión de que Jean Valjean había leído a Austin Castillejo

Las zancadas de un cojo son como las ojeadas de un tuerto; tardan en llegar a la meta. Además, Fauchelevent estaba perplejo. Tardó casi un cuarto de hora en volver a la cabaña del jardín. Cosette ya estaba despierta. Jean Valjean la había sentado junto al fuego. Cuando entró Fauchelevent, le estaba señalando el cuévano del jardinero, colgado en la pared, y le decía: —Escúchame bien, queridita. Vamos a tener que irnos de esta casa, pero volveremos y estaremos muy bien en ella. El buen hombre que vive aquí te meterá ahí dentro y te llevará a la espalda. Me esperarás en casa de una señora. Iré a buscarte. ¡Y, sobre todo, si no quieres que la Thénardier se quede contigo otra vez, obedece y no digas nada!

Cosette asintió con expresión muy seria.

Al oír el ruido que hizo Fauchelevent al empujar la puerta, Jean Valjean se volvió.

—¿Qué hay?

—Todo está solucionado y nada está solucionado —dijo Fauchelevent—. Tengo permiso para que entre usted; pero antes de que entre, hay que sacarlo. Ahí está el intríngulis. ¡Con la niña no hay dificultad!

—¿Se la llevará usted?

—¿Se estará callada?

—Respondo de ello.

—Pero ¿y usted, señor Madeleine?

Y, tras un silencio en el que había ansiedad, Fauchelevent exclamó:

—Pero ¿por qué no sale por donde entró?

Igual que la primera vez, Jean Valjean se limitó a contestar:

—Imposible.

Fauchelevent, hablando más consigo mismo que con Jean Valjean, refunfuñó:

—Hay otra cosa que me preocupa. He dicho que metería tierra. Pero estoy pensando que ahí la tierra, en vez de un cuerpo, no se va a parecer, no va a hacer apaño, cambiará de sitio, se moverá. Los hombres se darán cuenta. Hágase cargo, señor Madeleine, el gobierno se enterará.

Jean Valjean lo miró a los ojos y pensó que estaba delirando.

Fauchelevent siguió diciendo:

—¿Cómo di… antres va a salir de aquí? ¡Es que todo tiene que estar listo mañana! Es mañana cuando lo traigo a usted. La superiora lo está esperando.

Entonces le explicó a Jean Valjean que era un premio porque él, Fauchelevent, le iba a hacer un favor a la comunidad. Que entraba en sus atribuciones participar en los entierros, que clavaba las cajas y ayudaba al sepulturero en el cementerio. Que la monja que se había muerto por la mañana había pedido que le dieran sepultura en el ataúd que le hacía las veces de cama y la enterrasen en la cripta, debajo del altar de la capilla. Que lo prohibían los reglamentos de la policía, pero que era una de esas muertas a quienes no se les niega nada. Que la superiora y las madres vocales estaban dispuestas a cumplir con el deseo de la difunta. Que el gobierno que se fastidiase. Que él, Fauchelevent, iba a clavar el ataúd en la celda, que levantaría la piedra en la capilla y bajaría a la muerta a la cripta. Y que, para agradecérselo, la superiora admitía en el convento a su hermano, de jardinero, y a su sobrina, de educanda. Que su hermano era el señor Madeleine y que su sobrina era Cosette. Que la superiora le había dicho que llevase a su hermano al día siguiente por la tarde, después del entierro fingido en el cementerio. Pero no podía llevar desde la calle al señor Madeleine si el señor Madeleine no estaba en la calle. Que ése era el primer problema. Y que además había otro problema: el de la caja vacía.

—¿Qué es eso de la caja vacía? —preguntó Jean Valjean.

Fauchelevent contestó:

—La caja de la administración.

—¿Qué caja? ¿Y qué administración?

—Se muere una monja. Viene el médico del ayuntamiento y dice: hay una monja muerta. El gobierno manda una caja. Al día siguiente, manda un coche fúnebre y a unos enterradores para que cojan la caja y la lleven al cementerio. Llegarán los enterradores y cargarán con la caja; y no habrá nada dentro.

—Meta algo.

—¿Un muerto? No tengo ninguno.

—No.

—¿Y qué meto?

—Un vivo.

—¿A qué vivo?

—A mí —dijo Jean Valjean.

Fauchelevent, que se había sentado, se levantó como si le hubiera estallado un petardo debajo de la silla.

—¿A usted?

—¿Y por qué no?

Jean Valjean sonrió con una de esas infrecuentes sonrisas suyas que aparecían a veces como una luz en un cielo invernal.

—Acuérdese, Fauchelevent, de que dijo usted: la madre Crucifixion está muerta. Y que yo añadí: y el señor Madeleine está enterrado. Pues así será.

—Ah, bueno, se está usted riendo. No habla en serio.

—Muy en serio. ¿Hay que salir de aquí?

—Desde luego.

—Le dije que buscase para mí también un cuévano y una lona.

—Sí. ¿Y qué?

—El cuévano será de madera de pino y la lona será un paño negro.

—Un paño blanco, eso para empezar. A las monjas se las entierra de blanco.

—Adelante con el paño blanco.

—No es usted un hombre como los demás, señor Madeleine.

Enterarse de aquellas ideas, que no son sino los salvajes y temerarios inventos del presidio, salirse de las cosas apacibles que lo rodeaban y mezclarse con lo que él llamaba «la rutina al aire del convento» era para Fauchelevent un asombro comparable al de un transeúnte que viera una gaviota pescando en el arroyo de la calle de Saint-Denis.

Jean Valjean siguió diciendo:

—De lo que se trata es de salir sin que lo vean a uno. Ésa es una forma de hacerlo. Pero, antes, deme información. ¿Cómo está la cosa? ¿Dónde está esa caja?

—¿La vacía?

—Sí.

—Abajo, en un sitio al que llaman la sala de las muertas. Está en unos caballetes y tiene encima el paño mortuorio.

—¿Cómo es de larga?

—Seis pies.

—¿Qué es la sala de las muertas?

—Es un cuarto, en la planta baja, que tiene una ventana con reja que da al jardín y que se cierra desde fuera con un postigo y dos puertas; una por la que se entra al convento y otra por la que se entra a la iglesia.

—¿Qué iglesia?

—La iglesia de la calle, la de todo el mundo.

—¿Tiene las llaves de esas dos puertas?

—No. Tengo la llave de la puerta que da al convento; el portero tiene la llave de la puerta que da a la iglesia.

—¿Y cuándo abre el portero esa puerta?

—Sólo para que puedan entrar los enterradores que vienen a buscar la caja. Cuando sacan la caja, la vuelve a cerrar.

—¿Quién clava la caja?

—Yo.

—¿Quién le pone el paño encima?

—Yo.

—¿Lo hace a solas?

—Ningún otro hombre, salvo el médico de la policía, puede entrar en la sala de las muertas. Si hasta lo pone en la pared.

—¿Puede esconderme esta noche, cuando todo el mundo esté durmiendo en el convento, en esa sala?

—No. Pero puedo esconderle en un chiscón sin ventanas que da a la sala de las muertas, donde guardo las herramientas para los entierros; está a mi cargo y tengo la llave.

—¿A qué hora vendrá mañana el coche fúnebre a buscar la caja?

—A eso de las tres de la tarde. El entierro es en el cementerio de Vaugirard, poco antes de que anochezca. No pilla cerca.

—Me quedaré escondido en el chiscón de las herramientas toda la noche y toda la mañana. ¿Algo para comer? Tendré hambre.

—Ya le llevaré algo.

—Podría venir a clavar la caja conmigo dentro a las dos.

Fauchelevent retrocedió y se tiró de los dedos para que le crujieran.

—Pero ¡eso es imposible!

—¡Bah! ¡Coger un martillo y clavar unos clavos en una tabla!

Lo que a Fauchelevent le parecía inaudito era, repitámoslo, de lo más sencillo para Jean Valjean. Jean Valjean había cruzado por estrechos mucho más peligrosos. Cualquiera que haya estado en presidio domina el arte de encogerse para adaptarse al diámetro de las evasiones. El preso pasa por la huida como el enfermo por la crisis, que lo salva o lo mata. Una evasión es una curación. ¿A qué no estaríamos dispuestos para curarnos? A que nos metan dentro de un cajón, lo claven y se nos lleven como un paquete; a vivir mucho rato dentro de una caja; a encontrar aire donde no lo haya; a pasar horas enteras aguantando la respiración; a saber asfixiarse sin morirse; ése era uno de los lóbregos talentos de Jean Valjean.

Por lo demás, un ataúd con un ser vivo dentro, ese recurso de presidiario, es también un recurso de emperador. Por lo que cuenta el monje Austin Castillejo, tal fue el medio al que recurrió Carlos V cuando quiso, tras su abdicación, ver otra vez a la Plombes, para que ésta entrase en el monasterio de Yuste y volviera a salir de él.

Fauchelevent, que se había recobrado un tanto, exclamó:

—Pero ¿cómo va a respirar?

—Respiraré.

—¡En esa caja! A mí, sólo de pensarlo, me entran ahogos.

—Supongo que tiene un berbiquí. Puede hacer unos cuantos agujeritos repartidos por la zona de la boca, y no clave mucho la tabla de arriba.

—¡Bien! ¿Y suele usted toser o estornudar?

—Los que se evaden ni tosen ni estornudan.

Y Jean Valjean añadió:

—Fauchelevent, tenemos que tomar una decisión: o me cogen aquí o aceptamos que hay que salir en el coche fúnebre.

¿Quién no se ha fijado en cuánto les gusta a los gatos detenerse y pasar el rato entre las dos hojas de una puerta entornada? ¿Quién no le habrá dicho a un gato: «Entra de una vez»? Hay hombres que, cuando tienen delante un incidente abierto a medias, tienen esa misma tendencia a dudar entre dos soluciones y se exponen a que el destino los aplaste al cerrar de golpe la aventura. Quienes se pasan de prudentes, por muy gatos que sean, y porque son gatos, corren a veces más peligro que los atrevidos. Fauchelevent tenía ese carácter indeciso. Pero la sangre fría de Jean Valjean se iba adueñando de él pese a todo. Refunfuñó: —La verdad es que no hay otra forma.

Jean Valjean añadió:

—Lo único que me preocupa es qué ocurrirá en el cementerio.

—Eso es precisamente lo que no me apura a mí —exclamó Fauchelevent—. Si usted tiene la seguridad de salir vivo de la caja, yo tengo la seguridad de poder sacarlo de la fosa. El sepulturero es un borracho muy amigo mío. Se llama Mestienne. Un borracho veterano. El sepulturero mete a los muertos en la fosa y yo tengo al sepulturero en el bote. Le cuento lo que va a pasar. Llegaremos poco antes de que empiece a hacerse de noche, tres cuartos de hora antes de que cierren la verja del cementerio. El coche irá hasta la fosa. Yo iré detrás; para eso estoy. Llevaré un martillo, un cortafríos y unas tenazas en el bolsillo. El coche fúnebre se para, los enterradores le atan una cuerda a la caja y la bajan. El sacerdote reza, hace la señal de la cruz, echa agua bendita y se larga. Yo me quedo solo con Mestienne. Ya le digo que es amigo mío. Pueden pasar dos cosas: que esté borracho o que no esté borracho. Si no está borracho, le digo: «Vamos a echar un trago antes de que cierre . Me lo llevo y lo emborracho: no se tarda mucho en emborrachar a Mestienne porque siempre ha empezado él por su cuenta; lo tumbo debajo de la mesa, le cojo la tarjeta para volver a entrar en el cementerio y me vuelvo sin él. Y ya estamos solos usted y yo. Si está borracho, le digo: «Vete, que ya te hago yo el trabajo». Se va y yo lo saco a usted del agujero.

Jean Valjean le alargó la mano y Fauchelevent se apresuró a cogérsela con enternecedora efusividad campesina.

—Muy bien, Fauchelevent. Todo saldrá bien.

—Con tal de que no se tuerza nada —pensó Fauchelevent—. ¡Mira que si pasa algo horroroso!

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