Los miserables

Por la noche tras un día de caminata

X

El hombre que se despierta

Estaban dando, pues, las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean se despertó.

Lo que lo despertó fue que la cama era excesivamente buena. Llevaba casi veinte años sin acostarse en una cama y, aunque no se había desnudado, era una sensación demasiado nueva para no alterarle el sueño.

Había dormido más de cuatro horas. Se le había pasado el cansancio. Estaba acostumbrado a no dedicar muchas horas al descanso.

Abrió los ojos y se quedó un momento mirando, en la oscuridad, lo que tenía en torno; luego los volvió a cerrar para volver a dormirse.

Cuando han alborotado el día muchas sensaciones diversas, cuando hay cosas que tienen preocupada la mente, nos quedamos dormidos, pero no podemos volver a dormirnos. Al sueño le cuesta menos llegar que volver. Eso fue lo que le pasó a Jean Valjean. No pudo volver a dormirse y se puso a pensar.

Se hallaba en uno de esos momentos en que las ideas que tenemos en el pensamiento están turbias. Jean Valjean tenía en la cabeza algo así como un vaivén confuso. Los recuerdos antiguos y los recuerdos inmediatos flotaban, revueltos, y se cruzaban nebulosamente, perdiendo la forma, creciendo de forma desmedida y esfumándose luego de pronto como en unas aguas fangosas y turbulentas. Le acudían muchos pensamientos, pero había uno que regresaba sin cesar y que apartaba a todos los demás. Vamos a decir cuál era ese pensamiento: le habían llamado la atención los seis cubiertos de plata y el cucharón que la señora Magloire había colocado en la mesa.

Esos seis cubiertos de plata lo obsesionaban. Estaban ahí. A pocos pasos. Al cruzar el cuarto contiguo para entrar en el que estaba ahora, la anciana criada los estaba metiendo en una alacenita que había a la cabecera de la cama. Se había fijado muy bien en esa alacena. A la derecha, según se entraba desde el comedor. Eran de plata maciza. Y antigua. Por el cucharón se podían pedir por lo menos doscientos francos. El doble de lo que había ganado él en diecinueve años. Cierto es que habría ganado más si no le hubiera .

Le anduvo oscilando el pensamiento una hora entera en fluctuaciones con las que se mezclaba, desde luego, cierta resistencia. Dieron las tres. Volvió a abrir los ojos, se incorporó bruscamente, estiró los brazos, palpó el macuto que había arrojado en el rincón de la alcoba; luego sacó las piernas, las dejó colgando, puso los pies en el suelo y, casi sin saber cómo, se encontró sentado en la cama.

Se quedó un rato, pensativo, en esa postura, que le habría parecido un tanto siniestra a quien hubiera divisado así, en la sombra, a la única persona despierta en la casa dormida. De pronto se agachó, se quitó los zapatos y los colocó despacio en la alfombrilla que había a los pies de la cama; luego tornó a la postura pensativa y se quedó inmóvil otra vez.

En esta meditación horrorosa, las ideas que acabamos de mencionar le daban vueltas sin cesar por la cabeza, entraban, salían, volvían a entrar, ejercían sobre él algo así como una presión; y, además, pensaba también, sin saber por qué, y con esa obstinación maquinal propia de la ensoñación, en un condenado llamado Brevet a quien había conocido en presidio y que llevaba sujetos los pantalones con un único tirante, de punto de algodón. El dibujo en damero de ese tirante se le venía sin parar a las mientes.

Aquella situación duraba, y quizá habría seguido de forma indefinida hasta el amanecer, si el reloj no hubiera dado una campanada, el cuarto o la media. Fue como si esa campanada le hubiese dicho: ¡Adelante!

Se puso de pie, titubeó un momento aún y prestó oído; todo callaba en la casa; entonces se fue derecho y a pasitos hasta la ventana, que veía a medias. La noche no era demasiado oscura; la luna estaba llena y corrían por encima de ella nubes anchas que empujaba el viento, con lo que en el exterior había alternancias de luz y de sombra, eclipses y, luego, claros; y dentro, algo semejante a un crepúsculo. Aquel crepúsculo, suficiente para poder orientarse, intermitente por causa de las nubes, se parecía a esa especie de lividez que entra por el tragaluz de un sótano por delante del cual van y vienen transeúntes. Al llegar a la ventana, Jean Valjean le pasó revista. No tenía rejas, daba al jardín y sólo se cerraba, como sucedía en la comarca, con una clavijita. La abrió, pero, al entrar de repente en la habitación un aire frío y cortante, volvió a cerrarla enseguida. Miró el jardín con esa mirada atenta que más que mirar estudia. Rodeaba el jardín una tapia blanca bastante baja, fácil de escalar. Al fondo, más allá, divisó las cimas, espaciadas regularmente, de unos árboles, lo que indicaba que aquella tapia separaba el jardín de una avenida o de una calleja arbolada.

Tras esa ojeada, hizo el ademán de un hombre que ha tomado una decisión, fue hacia la alcoba, cogió el macuto, lo abrió, hurgó en él, sacó algo que dejó encima de la cama, se metió los zapatos en un bolsillo, se puso en la cabeza la gorra, cuya visera se echó hacia los ojos, buscó el bastón a tientas y fue a dejarlo en la esquina de la ventana, volvió luego hacia la cama y agarró resueltamente lo que había dejado encima de ella. Parecía una barra de hierro corta con uno de los extremos afilado como una estaca.

Habría costado distinguir en las tinieblas para qué uso se había fabricado aquel trozo de hierro. ¿Sería una palanca? ¿Sería una maza?

De día habría sido fácil percatarse de que no se trataba sino de un pistolete de minero. Ponían por entonces a veces a los presidiarios a sacar rocas de las colinas elevadas que rodean Tolón, y no era raro que dispusieran de herramientas de minero. Los pistoletes de los mineros son de hierro macizo y terminan en la extremidad inferior con una punta que permite clavarlos en la roca.

Jean Valjean cogió el pistolete con la mano derecha y, conteniendo el aliento y ahogando el ruido de los pasos, se encaminó hacia la puerta de la habitación contigua, la del obispo, como ya sabemos. Al llegar a esta puerta, se la encontró entornada. El obispo no la había cerrado.

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