Los miserables

Para qué sirve la moneda de cinco francos de Marius

XVII

Para qué sirve la moneda de cinco francos de Marius

A Marius le pareció que había llegado el momento de volver a su observatorio. En un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad propia de sus años, estuvo junto al agujero del tabique.

Miró.

La vivienda de los Jondrette tenía un aspecto singular, y Marius vio la explicación de aquella claridad rara que le había llamado la atención. Ardía una vela en un candelero cubierto de cardenillo, pero no era ésa la llama que iluminaba en realidad la habitación. Lo que alumbraba todo el cuchitril era la reverberación de un hornillo bastante grande de chapa, colocado en la chimenea y repleto de carbones encendidos. El hornillo que la Jondrette había preparado por la mañana. El carbón ardía y el infiernillo estaba al rojo; bailaba en él una llama azul que contribuía a que se viera la forma del cortafríos que había comprado Jondrette en la calle de Pierre-Lombard y que se estaba poniendo al rojo hundido en las brasas. Veíanse en un rincón, cerca de la puerta, y como dispuestos para un uso previsto de antemano, dos montones, uno de los cuales parecía de chatarra, y el otro, de cuerdas. Todo aquello habría conseguido que a alguien que no hubiese sabido qué se estaba preparando le titubease la mente entre una idea muy siniestra y una idea muy sencilla. El tugurio, con aquella iluminación, parecía más una fragua que la boca del infierno; pero Jondrette, a aquella luz, parecía más un demonio que un herrero.

Era tal el calor de aquella lumbre que la vela que estaba encima de la mesa se derretía por el lado que miraba al hornillo y se consumía en bisel. Una vieja linterna sorda de cobre, digna de un Diógenes que se hubiera convertido en Cartouche, estaba encima de la chimenea.

El hornillo, colocado en el hogar, junto a unos tizones casi apagados, mandaba el humo al cañón de la chimenea y no olía a nada.

La luna, que entraba por los cuatro huecos de la ventana, proyectaba su blancura en la buhardilla purpúrea y llameante; y, para la mentalidad poética de Marius, soñador incluso en plena acción, era como un pensamiento del cielo que se entremezclaba con los sueños deformes de la tierra.

Una corriente de aire, que entraba por el cristal roto, contribuía a disipar el olor del carbón y a disimular la existencia del hornillo.

La guarida de los Jondrette era, si recordamos lo ya dicho acerca del caserón Gorbeau, un lugar admirable para servir de escenario a una acción violenta y tenebrosa y dar cobijo a un crimen. Era la habitación más remota de la casa más aislada del bulevar más desierto de París. Si las emboscadas no hubieran existido ya de antes, las habrían inventado en ese sitio.

Toda la anchura de la finca y una multitud de habitaciones desocupadas separaban aquel tugurio del bulevar; y la única ventana que tenía daba a solares rodeados de tapias y de empalizadas.

Jondrette había encendido la pipa, se había sentado en la silla agujereada y fumaba. Su mujer le hablaba en voz baja.

Si Marius hubiera sido Courfeyrac, es decir, uno de esos hombres que se ríen en todas las circunstancias de la vida, habría soltado la carcajada al tropezarle la vista con la Jondrette. Llevaba un sombrero negro con plumas bastante parecido a los sombreros de los heraldos de la coronación de Carlos X, un chal escocés grandísimo encima de la falda de punto y los zapatos masculinos que su hija había desdeñado por la mañana. Era ese atavío el que había provocado la exclamación de Jondrette:

En cuanto a Jondrette, no se había quitado el gabán nuevo que le había dado el señor Leblanc y que le estaba ancho y seguía habiendo en su atuendo ese contraste entre la levita y los pantalones en que residía, desde el punto de vista de Courfeyrac, la imagen ideal del poeta.

De pronto alzó la voz Jondrette.

—¡Por cierto! Acabo de caer en la cuenta. ¡Con el tiempo que hace, vendrá en coche de punto! Enciende la linterna, cógela y baja. Quédate detrás de la puerta de la calle. En cuanto oigas pararse el coche, abre enseguida; subirá, tú lo alumbras por las escaleras y por el pasillo y, mientras entra, bajas corriendo, pagas al cochero y despides el coche.

—¿Con qué dinero? —preguntó la mujer.

Jondrette rebuscó en los pantalones y le dio cinco francos.

—¿Y esto de dónde sale?

Jondrette respondió muy digno:

—Es el coronado que soltó el vecino esta mañana.

Y añadió:

—¿Sabes que aquí harían falta dos sillas?

—¿Para qué?

—Para sentarse.

Marius notó un escalofrío por el espinazo cuando oyó a la Jondrette contestar tan tranquila:

—¡Rediez! Voy por las del vecino.

Y con ademán veloz abrió la puerta del tugurio y salió al pasillo.

Marius no tenía tiempo material de bajar de la cómoda, llegar a la cama y esconderse.

—Coge la vela —gritó Jondrette.

—No —dijo la mujer—, que me estorbaría; tengo que llevar las dos sillas. Da luz la luna.

Marius oyó cómo la mano pesada de la Jondrette buscaba a tientas la llave en la oscuridad. Se abrió la puerta. Se quedó clavado en el sitio, petrificado de sobrecogimiento y estupor.

La Jondrette entró.

Por la ventana del techo abuhardillado entraba un rayo de luna entre dos lienzos grandes de sombra. Uno de esos lienzos de sombra cubría por completo la pared a la que estaba adosado Marius, de forma tal que no se lo veía.

La Jondrette alzó la mirada y no vio a Marius; cogió las dos sillas, las únicas que tenía Marius, y se fue, dejando que la puerta se cerrase sola de un portazo al salir ella.

Volvió a entrar en el tugurio.

—Aquí tienes las dos sillas.

—Y aquí tienes la linterna —dijo el marido—. Baja corriendo.

Ella se apresuró a obedecer y Jondrette se quedó solo.

Colocó las dos sillas a ambos lados de la mesa, le dio la vuelta al cortafríos entre las brasas, colocó delante de la chimenea un biombo viejo para que tapase el hornillo y fue luego al rincón donde estaba el montón de cuerdas y se agachó como para examinar algo. Marius se dio cuenta entonces de que lo que había tomado por un montón informe era una escala de cuerda muy bien hecha con peldaños de madera y dos garfios para engancharla.

Aquella escala y unas cuantas herramientas grandes, auténticos bloques de hierro, que andaban revueltas con la chatarra del montón de detrás de la puerta no estaban por la mañana en el tugurio de los Jondrette y parecía que las habían traído por la tarde, mientras Marius no estaba en casa.

«Son herramientas de herrero de corte», pensó Marius.

Si Marius hubiera sido algo más versado en la materia, habría reconocido, en aquello que tomaba por trebejos de herrador de corte, algunos instrumentos que pueden forzar una cerradura o usarse de ganzúa para una puerta y otros que pueden cortar o rebanar, las dos familias de herramientas que los ladrones llaman y

La chimenea y la mesa con las dos sillas estaban precisamente de cara a Marius. Al quedar escondido el hornillo, la habitación no tenía ya más luz que la de la vela; el mínimo cascote de loza encima de la mesa o en la chimenea proyectaban una sombra muy grande. Un jarro de agua desportillado tapaba la mitad de una pared. Había en aquel cuarto a saber qué calma repulsiva y ominosa. Se notaba que algo espantoso estaba a la espera.

Jondrette había dejado que se le apagase la pipa, síntoma de gran preocupación. La vela destacaba los ángulos ariscos y astutos de la cara. Fruncía las cejas y gesticulaba aparatosamente con la mano derecha como si estuviera respondiendo a los últimos consejos de un tenebroso monólogo interior. En una de esas oscuras réplicas que se daba a sí mismo, abrió con viveza el cajón de la mesa, sacó un cuchillo largo de cocina que estaba allí escondido y probó el corte en una uña. Hecho eso, volvió a meter el cuchillo en el cajón y lo cerró.

Marius, por su parte, agarró la pistola que llevaba en el bolsillo derecho, la sacó y la montó.

La pistola, al montarse, hizo un ruidito claro y seco.

Jondrette se sobresaltó y se levantó a medias de la silla:

—¿Quién anda ahí?

Marius contuvo el aliento. Jondrette se quedó un rato escuchando y luego se echó a reír diciendo:

—¡Seré tonto! Es que cruje el tabique.

Marius se quedó con la pistola en la mano.

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