Formas que adopta el sufrimiento durante el sueño
IV
Formas que adopta el sufrimiento durante el sueño
Acababan de dar las tres de la mañana y llevaba cinco horas paseando así, casi sin interrupción, cuando se desplomó en la silla.
En ella se quedó dormido y tuvo un sueño.
Ese sueño, como la mayoría de los sueños, no tenía que ver con la situación más que por un toque funesto y doloroso, pero lo dejó impresionado. Aquella pesadilla le causó tanto efecto que, andando el tiempo, la escribió. Es uno de los papeles de su puño y letra que quedan de él. Nos parece que debemos transcribirlo aquí textualmente.
Fuere cual fuere ese sueño, la historia de aquella noche quedaría incompleta si lo omitiéramos. Es la sombría aventura de un alma enferma.
Helo aquí. En el sobre vemos escrita esta línea:
«Estaba en el campo. Un campo triste y grande en que no había hierba. No me parecía que fuera ni de día ni de noche.
»Paseaba con mi hermano, el hermano de mis años de infancia, ese hermano del que debo decir que nunca pienso en él y del que casi no me acuerdo.
»Íbamos charlando y nos cruzábamos con transeúntes. Hablábamos de una vecina que habíamos tenido hace años y que, desde que vivía en una casa que daba a la calle, trabajaba siempre con la ventana abierta. Según charlábamos, notábamos frío por culpa de esa ventana abierta.
»No había árboles en el campo.
»Vimos pasar a un hombre por nuestro lado. Era un hombre que iba completamente desnudo, era de color ceniza y montaba un caballo de color tierra. El hombre no tenía pelo; se le veían la cabeza y las venas de la cabeza. Llevaba en la mano una varita que era flexible como un sarmiento y pesada como el hierro. El jinete pasó y no nos dijo nada.
»Mi hermano me dijo: “Vamos por el camino encajonado”.
»Había un camino encajonado donde no se veía ni un matorral ni una brizna de musgo. Todo era color tierra, incluso el cielo. Dimos unos pasos y nadie me respondía ya cuando hablaba. Caí en la cuenta de que mi hermano no iba conmigo.
»Vi un pueblo y entré en él. Pensé que debía de ser Romainville (¿por qué Romainville?).
»La primera calle en la que me metí estaba desierta. Me metí por otra. Pasado el cruce de las dos calles, había un hombre de pie, pegado a la pared. Le dije a ese hombre: “¿Qué comarca es ésta? ¿Dónde estoy?”. El hombre no contestó. Vi que la puerta de una casa estaba abierta y entré.
»La primera habitación estaba desierta. Entré en la segunda. Detrás de la puerta de esa habitación, había un hombre de pie, pegado a la pared. Le pregunté a ese hombre: “¿De quién es esta casa? ¿Dónde estoy?”. El hombre no contestó.
»La casa tenía un jardín. Salí de la casa y me metí en el jardín. El jardín estaba desierto. Detrás del primer árbol, encontré a un hombre que estaba de pie. Le dije a ese hombre: “¿Qué jardín es éste? ¿Dónde estoy?”. El hombre no contestó.
»Anduve errante por el pueblo y me di cuenta de que era una ciudad. Todas las calles estaban desiertas, todas las puertas estaban abiertas. No pasaba alma viviente por las calles, ni andaba por las habitaciones ni paseaba por los jardines. Pero detrás de todas las esquinas, detrás de todas las puertas, detrás de todos los árboles había un hombre de pie que callaba. Sólo se veía a la vez. Esos hombres me miraban pasar.
»Salí de la ciudad y fui andando por el campo.
»Al cabo de un rato, me volví y vi que me seguía una muchedumbre. Reconocí a todos los hombres a quienes había visto en la ciudad. Tenían unas caras muy raras. No parecían apretar el paso, pero sin embargo andaban más deprisa que yo. En un instante, aquella muchedumbre me alcanzó y me rodeó. Las caras de esos hombres eran de color tierra.
»Entonces, el primero a quien había visto y había hecho una pregunta al entrar en la ciudad me dijo: “¿Dónde va? ¿Es que no sabe que lleva mucho tiempo muerto?”.
»Abrí la boca para contestar y me di cuenta de que a mi alrededor no había nadie.»
Se despertó. Estaba helado. Un viento que era frío como el viento del amanecer hacía girar en los goznes las hojas de la ventana, que se había quedado abierta. El fuego se había apagado. La vela se estaba consumiendo. Todavía era noche cerrada.
Se levantó y fue a la ventana. Seguía sin haber estrellas en el cielo.
Desde su ventana se veían el patio de la casa y la calle. Un ruido seco y duro que retumbó de pronto contra el suelo le hizo bajar los ojos.
Vio debajo de la ventana dos estrellas rojas cuyos rayos de luz crecían y menguaban de una forma muy curiosa en la oscuridad.
Como tenía el pensamiento sumido aún a medias en la bruma de los sueños, pensó: «¡Anda! No hay estrellas en el cielo. Ahora están en la tierra».
Pero aquella confusión se disipó, otro ruido semejante al primero acabó de espabilarlo, miró y cayó en la cuenta de que aquellas dos estrellas eran los faroles de un carruaje. A la luz que despedían, pudo distinguir la forma del carruaje. Era un tílburi del que tiraba un caballito blanco. El ruido que había oído era el de las patas del caballo en los adoquines.
«¿Qué coche es ése? —se dijo—. ¿Quién viene tan temprano?»
En ese momento dieron un golpecito en la puerta de su cuarto.
Se estremeció de pies a cabeza y gritó con voz terrible:
—¿Quién está ahí?
Alguien respondió:
—Yo, señor alcalde.
Reconoció la voz de la anciana que era su portera.
—¿Qué pasa? —añadió.
—Señor alcalde, van a ser las cinco.
—¿Y a mí qué me importa?
—Señor alcalde, es el cabriolé.
—¿Qué cabriolé?
—El tílburi.
—¿Qué tílburi?
—¿El señor alcalde no pidió un tílburi?
—No.
—El cochero dice que viene a buscar al señor alcalde.
—¿Qué cochero?
—El cochero del señor Scaufflaire.
—¿El señor Scaufflaire?
Ese nombre lo sobresaltó como si le hubiera pasado un relámpago por delante de la cara.
—¡Ah, sí! —añadió—. El señor Scaufflaire.
Si la anciana hubiera podido verle el rostro en ese momento, se habría quedado espantada.
Hubo un silencio bastante prolongado. El señor Madeleine miraba con expresión alelada la vela, cogía cera ardiendo de alrededor de la mecha y hacía bolitas con los dedos. La vieja esperaba. No obstante, se atrevió a volver a alzar la voz:
—¿Qué le digo, señor alcalde?
—Dígale que está bien, que ahora bajo.