De quién le guardaba la casa
VI
De quién le guardaba la casa
La casa en que vivía se componía, como ya hemos dicho, de una planta baja y un único piso: tres habitaciones en la planta baja, tres dormitorios en el primer piso; encima, un desván. Detrás de la casa, un jardín de un cuarto de área. Las dos mujeres ocupaban el primer piso. El obispo vivía abajo. La primera habitación, que daba a la calle, la usaba de comedor; la segunda, de dormitorio, y la tercera, de oratorio. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio ni salir del dormitorio sin pasar por el comedor. En el oratorio, al fondo, había una alcoba cerrada y con una cama, para los casos de hospitalidad. El señor obispo ofrecía esa cama a los párrocos rurales que venían a Digne por asuntos o necesidades de sus parroquias.
La farmacia del hospital, un edificio pequeño añadido a la casa a expensas del jardín, lo habían convertido en cocina y bodega.
Había además en el jardín un establo, que era la antigua cocina del hospicio, donde el obispo tenía dos vacas. Diesen la cantidad de leche que diesen, les mandaba invariablemente todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. «Pago el diezmo que me corresponde», decía.
Su cuarto era bastante grande y bastante difícil de calentar en la estación fría. Como la leña está cara en Digne, se le había ocurrido que le hicieran en el establo de las vacas un compartimento que cerraba un tabique de tablones. Allí se pasaba las veladas cuando apretaba el frío. Lo llamaba .
No había en aquel salón de invierno, lo mismo que en el comedor, más muebles que una mesa cuadrada de madera de pino y cuatro sillas de enea. El comedor contaba además con un aparador viejo pintado de rosa al temple. El otro aparador a juego, convenientemente vestido con sabanillas blancas y encajes de imitación, lo había convertido el obispo en el altar que ornaba el oratorio.
Sus penitentes ricas y las mujeres piadosas de Digne habían aportado contribuciones con frecuencia para costear un buen altar nuevo para el oratorio de Su Ilustrísima; en todas y cada una de las ocasiones, el obispo cogió el dinero y se lo dio a los pobres.
—El altar más hermoso —decía— es el alma de un desdichado que ha hallado consuelo y se lo agradece a Dios.
Había en el oratorio dos reclinatorios de enea y un sillón también de enea en el dormitorio. Cuando, por casualidad, recibía a siete u ocho personas a la vez, al prefecto, o al general, o al estado mayor del regimiento de la guarnición, o a unos cuantos alumnos del seminario menor, no quedaba más remedio que ir al establo por las sillas del salón de invierno, al oratorio por los reclinatorios y al dormitorio por el sillón; así era posible reunir hasta once asientos para las visitas. Cada vez que llegaba una visita, había que dejar sin muebles una habitación.
Podía suceder a veces que fueran doce; en esos casos, el obispo disimulaba el apuro de la situación quedándose de pie delante de la chimenea, si era invierno, o paseándose por el jardín si era verano.
Había además en la alcoba cerrada otra silla, pero tenía la enea del asiento rota y sólo se apoyaba en tres patas, por lo que únicamente se la podía usar si estaba contra la pared. Y cierto es que la señorita Baptistine tenía en su cuarto una butaca muy grande de madera, dorada antaño, y tapizada con pequín de flores, pero esa butaca hubo que subirla al primer piso por la ventana, porque las escaleras eran demasiado estrechas: no se podía, pues, contar con ella en las eventuales necesidades de mobiliario.
La ambición de la señorita Baptistine habría sido poder comprar para el salón una sillería de caoba y respaldos de cuello de cisne, tapizada de terciopelo de Utrecht con rosetones, y con sofá incluido. Pero habría costado quinientos francos por lo menos y, en vista de que no había podido ahorrar para esa compra más que cuarenta y dos francos con cincuenta céntimos en cinco años, había acabado por renunciar a ella. Por lo demás, ¿quién consigue sus ideales?
No podría imaginarse nada más sencillo que el cuarto del obispo. Una puerta vidriera daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de hospital, de hierro, con dosel de sarga verde; en la zona de sombra de la cama, detrás de una cortina, los útiles de aseo, que dejaban traslucir aún los antiguos hábitos elegantes de un hombre de mundo; dos puertas, una junto a la chimenea, que daba al oratorio; la otra, junto a la librería, que daba al comedor. La librería era un armario grande acristalado repleto de libros; la chimenea, de madera pintada imitando mármol, habitualmente apagada; en la chimenea, un par de morillos de hierro adornados con dos jarrones con guirnaldas y acanaladuras, plateadas antaño con plata embutida, lo que era algo así como un detalle de lujo episcopal; encima de la chimenea, un crucifijo de cobre que había perdido el baño de plata, clavado en un terciopelo negro raído dentro de un marco de madera antes dorada; junto a la puerta vidriera, una mesa grande con un tintero, cargada de papeles revueltos y de libros gruesos. Delante, la mesa y el sillón de enea. Delante de la cama, un reclinatorio, sacado del oratorio.
Dos retratos en marcos ovalados estaban colgados en la pared a ambos lados de la cama. Unos rótulos en letra pequeña y dorada sobre el fondo neutro de la tela informaban de que uno de los retratos era del padre De Chaliot, obispo de Saint-Claude, y el otro del padre Tourteau, vicario general de Agde, abad de Grand-Champs, de la orden del Císter, en la diócesis de Chartres. El obispo, al convertirse, en aquella habitación, en sucesor de los enfermos del hospital, se encontró con aquellos retratos y allí los dejó. Eran sacerdotes y, seguramente, benefactores: dos motivos que le granjeaban su respeto. Todo cuanto sabía de esos dos personajes era que los había nombrado el rey, a uno obispo y al otro beneficiado, el mismo día, el 27 de abril de 1785. Al descolgar la señora Magloire los cuadros para quitarles el polvo, el obispo se encontró con esa particularidad escrita con tinta blanquecina en un cuadradito de papel, que el tiempo había puesto amarillo, pegado con cuatro obleas detrás del retrato del abad de Grand-Champs.
Tenía en la ventana una cortina antigua de lana gruesa que acabó por estar tan vieja que, para no gastar en una nueva, a la señora Magloire no le quedó más remedio que hacerle una costura en el medio. Esta costura tenía forma de cruz. El obispo lo comentaba con frecuencia: «¡Qué bien queda!», decía.
Todas las habitaciones, sin excepción, desde la planta baja hasta el primer piso, estaban encaladas, que es lo que se lleva en cuarteles y hospitales.
Sin embargo, en los últimos años, la señora Magloire encontró, como veremos luego, debajo del papel enlucido, unas pinturas que sirvieron de adorno en las habitaciones de la señorita Baptistine. Antes de ser hospital, aquel edificio había sido la casa de la villa. Y de ahí le venía esa decoración. Las habitaciones estaban enlosadas con ladrillos rojos que fregaban todas las semanas y había esteras de esparto delante de todas las camas. Por lo demás, aquella casa, que llevaban dos mujeres, estaba limpia como una patena de arriba abajo. Era el único lujo que permitía el obispo. Decía: «No les quita nada a los pobres».
Hay que admitir, no obstante, que, de lo poseído antaño, le quedaban seis cubiertos de plata y un cucharón que la señora Magloire, encantada, miraba a diario brillar encima del mantel basto de lienzo blanco. Y, como estamos describiendo aquí al obispo de Digne tal y como era, debemos añadir que éste más de una vez había dicho: «Me costaría mucho dejar de comer con cubiertos de plata».
Hay que añadir a esos cubiertos dos candeleros grandes de plata maciza que había heredado de una tía abuela. Había en esos candeleros dos velas de cera y solían estar encima de la chimenea del obispo. Cuando había invitados a cenar, la señora Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candeleros encima de la mesa.
En el propio cuarto del obispo, a la cabecera de la cama, había una alacena en la que la señora Magloire guardaba todas las noches los seis cubiertos de plata y el cucharón. Debemos decir que la llave estaba siempre en la cerradura.
El jardín, que estropeaban un tanto las edificaciones bastante feas que hemos nombrado, lo componían cuatro paseos en cruz que partían de un pozo ciego que había en el centro; otro paseo circunvalaba el jardín y corría a lo largo de la tapia blanca que lo cerraba. Dichos paseos enmarcaban cuatro arriates rodeados de boj. En tres de ellos cultivaba verduras la señora Magloire; en el cuarto, el obispo tenía flores; había, acá y allá, unos cuantos frutales. Una vez, la señora Magloire le dijo al obispo con algo así como una ironía suave:
—Monseñor le saca partido a todo; pero ése es un arriate inútil. Más valdría tener en él lechugas, en vez de ramos.
—Señora Magloire —contestó el obispo—, se equivoca. Lo hermoso es tan útil como lo útil.
Y añadió, tras un silencio:
—Más quizá.
Ese arriate, que se componía de tres o cuatro platabandas, tenía al obispo casi tan ocupado como sus libros. Pasaba allí de buen grado una hora o dos, podando, escardando y abriendo acá y allá hoyos para meter las semillas. No era tan enemigo de los insectos como le habría gustado a un jardinero. Por lo demás, no tenía pretensiones botánicas; nada sabía ni de los grupos ni del solidismo; no pretendía ni por asomo decantarse por Tournefort o por el método natural; no tomaba partido ni por los utrículos ni por los cotiledones, ni por Jussieu en contra de Linneo. No estudiaba las plantas; le gustaban las flores. Respetaba mucho a los sabios, respetaba aún más a los ignorantes, y, sin faltar a ninguno de esos respetos, regaba todas las tardes de verano las platabandas con una regadera de hojalata pintada de verde.
No había en la casa ni una puerta que cerrase con llave. La puerta del comedor, que, como ya hemos dicho, daba directamente a la plaza de la catedral, tenía en tiempos pasados cerraduras y cerrojos, como la puerta de una cárcel. El obispo mandó quitar todos esos herrajes y aquella puerta no cerraba, ni de día ni de noche, sino con una falleba. A cualquiera que pasara por allí, a cualquier hora, le bastaba con abrirla. Al principio, a las dos mujeres las trastornó mucho aquella puerta que nunca estaba cerrada; pero el obispo de Digne les dijo: «Mandad poner cerrojos en vuestras puertas, si queréis». Acabaron por compartir la confianza del obispo o por hacer como si la compartiesen. Sólo la señora Magloire pasaba sustos de vez en cuando. En lo referido al obispo, podemos hallar una explicación de su punto de vista, o al menos un atisbo, en estas tres líneas escritas en el margen de una biblia: «El matiz es el siguiente: la puerta del médico no debe estar nunca cerrada, la puerta del sacerdote debe estar siempre abierta».
En otro libro, llamado escribió esta otra nota: «¿No soy acaso tan médico como éstos? Yo también tengo mis enfermos; de entrada, tengo los suyos, a quienes llaman enfermos; y además tengo los míos, a quienes llamo los desdichados».
También escribió en otro lugar: «No le pidas el nombre a quien te pide un techo. Es sobre todo aquel a quien apura dar el nombre el que necesita asilo».
Un buen día, a un respetable párroco, no sé ya si el de Couloubroux o el de Pompierry, se le ocurrió preguntar, probablemente por instigación de la señora Magloire, si monseñor estaba seguro de no estar pecando hasta cierto punto de imprudencia al dejar abierta la puerta de día y de noche, a disposición de quien quisiera entrar, y si no temía, en última instancia, que sucediera una desgracia en una casa tan poco guardada. El obispo le dio un golpecito en el hombro con benigna seriedad y le dijo: .
Y luego habló de otra cosa.
Solía decir: «Existe el coraje del sacerdote, de la misma forma que existe el coraje del coronel de dragones. Pero —añadía— el nuestro tiene que ser sosegado».