Los miserables

[Javert se había alejado con paso tardo]

Javert se había alejado con paso tardo de la calle de L’Homme-Armé.

Caminaba con la cabeza gacha por primera vez en la vida y, también por primera vez en la vida, con las manos a la espalda.

Hasta ese día, Javert sólo había usado, de las dos posturas de Napoleón, la del hombre decidido, con los brazos cruzados ante el pecho; de la del hombre indeciso, con las manos a la espalda, nada sabía. Ahora había ocurrido un cambio; toda su persona, despaciosa y sombría, rezumaba ansiedad.

Se internó en las calles silenciosas.

Pese a todo, iba en una dirección determinada.

Tiró por el camino más corto hacia el Sena, llegó al muelle de Les Ormes, anduvo a lo largo del muelle, dejó atrás la plaza de La Grève y se detuvo a poca distancia del puesto de policía de la plaza de Le Châtelet, en la esquina del puente de Notre-Dame. El Sena forma allí, entre el puente de Notre-Dame y el puente de Le Change por un lado, y, por otro, entre el muelle de La Méssigerie y el muelle de Les Fleurs, algo así como un lago cuadrado por el que cruza un rápido.

Ese tramo del Sena lo temen mucho los marineros. No hay nada más peligroso que ese rápido, que por entonces encajonaban y encrespaban los pilotes del molino del puente, derruido en la actualidad. El peligro es mayor por la proximidad de los dos puentes; el agua se apresura con mucha fuerza bajo los arcos. Pasa en ondas anchas y terribles; se acumula y se agolpa; el caudal empuja las pilastras de los puentes como si quisiera arrancarlos con gruesas maromas líquidas. Los hombres que se caen ahí no vuelven a aparecer; los mejores nadadores se ahogan.

Javert se puso de codos en el parapeto, apoyando la barbilla en ambas manos, y, mientras clavaba mecánicamente las uñas crispadas en las pobladas patillas, reflexionó.

Una novedad, una revolución, una catástrofe acababa de acontecer en su fuero interno; había motivos para pasarle revista.

Javert sufría espantosamente.

Javert había dejado de ser una persona sencilla hacía unas horas. Estaba ofuscado; aquella mente, tan cristalina dentro de su ceguera, había perdido la transparencia; había una nube en aquel cristal. Javert notaba en la conciencia el deber de desdoblarse, y no podía disimulárselo a sí mismo. Al encontrarse de forma tan inesperada con Jean Valjean en las márgenes del Sena, fue en parte como el lobo que recupera la presa y en parte como el perro que recobra a su amo.

Veía ante sí dos caminos, igual de rectos ambos; pero veía dos; y le resultaba aterrador, a él que nunca había conocido en la vida sino una única línea recta. Y, qué angustia tan dolorosa, esos dos caminos eran contrarios. Una de esas dos líneas rectas excluía a la otra. ¿Cuál de las dos era la verdadera?

Estaba en una situación indecible.

Deberle la vida a un malhechor; aceptar esa deuda y pagarla; estar, a pesar suyo, en pie de igualdad con un preso reincidente y devolverle un favor con otro favor; consentir en que le dijera: «Vete» y decirle él a su vez: «Sé libre»; sacrificar por motivos personales el deber, esa obligación general, y notar en esos motivos personales algo no menos general, y quizá superior; traicionar a la sociedad para seguir siendo fiel a su conciencia; que todas esas cosas absurdas hubieran ocurrido y que se le vinieran encima todas juntas: eso era lo que lo aterraba.

Algo lo había asombrado, y era que Jean Valjean lo hubiera indultado; y algo lo había dejado de piedra, y era que él, Javert, hubiera indultado a Jean Valjean.

¿En qué punto estaba? Se buscaba y ya no se encontraba.

¿Qué hacer ahora? Entregar a Jean Valjean estaba mal; dejar en libertad a Jean Valjean estaba mal. En el primero de los casos, el servidor de la autoridad caía más bajo que el presidiario: en el segundo, un presidiario se situaba por encima de la ley y la pisoteaba. Los dos casos eran deshonrosos para él, Javert. En todos los partidos que podían tomarse, había una degradación. El destino tiene situaciones extremas que se despeñan en la impostura y más allá de las cuales la vida no es ya sino precipicio. Javert se hallaba en una de esas situaciones extremas.

Una de las ansiedades que sentía se debía a tener que verse en la obligación de pensar. La propia violencia de todas aquellas emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. Pensar: algo que le resultaba inusitado y singularmente doloroso.

En el hecho de pensar hay siempre cierta dosis de rebeldía interior; y notarse eso por dentro lo irritaba.

Pensar, en general y en temas que no entrasen en el círculo limitado de sus funciones, le habría resultado en cualquier caso algo inútil y fatigoso; pero pensar en el día que acababa de transcurrir era una tortura. Sin embargo, no le quedaba más remedio que mirar en su conciencia después de conmociones como aquéllas y ser consciente de sí ante sí mismo.

Lo que acababa de hacer le daba escalofríos. A él, a Javert, le había parecido oportuno tomar la decisión, en contra de todos los reglamentos de la policía, en contra de toda la organización social y jurídica, en contra del código entero, de poner a alguien en libertad; lo había hecho por conveniencia propia; había puesto sus propios asuntos en el lugar de los asuntos públicos. ¿No era acaso algo incalificable? Cada vez que miraba cara a cara esa acción que no tenía nombre y que él había cometido se estremecía de pies a cabeza. ¿Qué decisión tomar? No le quedaba sino un recurso: volver a toda prisa a la calle de L’Homme-Armé y meter en la cárcel a Jean Valjean. Estaba claro que eso era lo que había que hacer. Y no era capaz.

Algo le cortaba el camino en esa dirección.

¿Algo? ¿Qué? ¿Existe en el mundo algo que no sean los tribunales, las sentencias ejecutorias, la policía y la autoridad? Javert estaba trastornado.

¡Un condenado intocable! ¡Un presidiario a quien no podía echarle mano la justicia! ¡Y eso por obra y gracia de Javert!

Que Javert y Jean Valjean, que el hombre hecho para castigar y el hombre hecho para recibir el castigo, que esos dos hombres, que pertenecían ambos a la ley, hubieran llegado al extremo de situarse ambos por encima de la ley, ¿no era acaso algo espantoso?

¡Cómo! ¿Podían ocurrir monstruosidades así sin castigo para nadie? ¡Jean Valjean, más poderoso que todo el orden social, iba a quedar libre y él, Javert, seguiría comiendo el pan del gobierno!

Los pensamientos que lo tenían absorto se iban volviendo poco a poco tremendos.

Habría podido en ese ensimismamiento hacerse además algún reproche referido al insurrecto a quien habían llevado a la calle de Les Filles-du-Calvaire; pero no pensaba en él. La falta menor se diluía en la mayor. Por lo demás, estaba claro que el insurrecto aquel estaba muerto, y, según la ley, la persecución acaba con la muerte.

Jean Valjean: ése era el peso que llevaba en el ánimo.

Jean Valjean lo desconcertaba. Todos los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su existencia se desmoronaban en presencia de aquel hombre. La generosidad de Jean Valjean para con él, Javert, lo agobiaba. Otros hechos, que recordaba y tiempo atrás había considerado embustes y locuras, le volvían ahora a la memoria como realidades. El señor Madeleine volvía a aparecer detrás de Jean Valjean, y ambas personalidades se superponían para no ser sino una, venerable. Javert notaba que se le metía en el alma algo espantoso: la admiración por un presidiario. ¿Era posible respetar a un condenado? Se estremecía con esa idea, y no podía apartarla. Por mucho que se resistiera, no le quedaba más remedio que reconocer en su fuero interno que aquel miserable era sublime. Y eso era algo odioso.

¡Un malhechor que hacía el bien, un presidiario compasivo, manso, caritativo, clemente, que devolvía bien por mal, que devolvía perdón por odio, que prefería la compasión a la venganza, que prefería perderse él a perder al enemigo, que salvaba a quien lo había golpeado, arrodillado en el escalón más alto de la virtud, más cerca del ángel que del hombre! A Javert no le quedaba más remedio que reconocer que un monstruo así existía.

Aquello no podía durar.

Cierto era, y debemos insistir en ello, que no se había rendido sin resistencia ante aquel monstruo, ante aquel ángel infame, ante aquel héroe repulsivo, que casi lo indignaba tanto cuanto lo asombraba. Veinte veces había rugido en él el tigre de la legalidad cuando iba en aquel coche, cara a cara con Jean Valjean. Veinte veces había sentido la tentación de arrojarse sobre Jean Valjean, de agarrarlo y de devorarlo, es decir, detenerlo. ¿Podía haber algo más sencillo? Gritar al ver el primer puesto de policía que hubiera estado al paso: «¡Aquí tengo a un preso evadido!». Llamar a los gendarmes y decirles: «¡Este hombre es cosa vuestra!». Y luego irse, dejar allí al condenado, desentenderse de lo demás y no meterse en nada. Ese hombre es ya para siempre un preso de la ley; la ley hará con él lo que quiera. ¿Hay algo más justo? Javert se había dicho todo eso; había querido seguir adelante, actuar, detener al hombre; y entonces, igual que ahora, no había podido; y cada vez que había alzado la mano convulsivamente hacia el cuello de la levita de Jean Valjean, la mano, como si se lo impidiera un peso enorme, había vuelto a bajar, y había oído en lo hondo del pensamiento una voz, una voz extraña, que le gritaba: «Bien está. Entrega a quien te salvó. Luego manda que te traigan la jofaina de Poncio Pilatos y lávate las garras».

Volvía luego los pensamientos hacia sí mismo y, junto a Jean Valjean, enaltecido, se veía a sí mismo, a Javert, rebajado.

¡Un presidiario, benefactor suyo!

Y el caso era que no debería haber permitido a aquel hombre que lo dejase vivir. En aquella barricada tenía derecho a que lo matasen. Debería haber invocado ese derecho. Pedir socorro a los otros insurrectos en contra de Jean Valjean, conseguir a la fuerza que lo fusilaran; más le habría valido.

Su angustia suprema era la desaparición de la certidumbre. Se sentía con las raíces al aire. El código no era ya en su mano sino un palo roto. Se las tenía que ver con escrúpulos de naturaleza desconocida. Le estaba aconteciendo una revelación sentimental completamente distinta de la aseveración legal, que había sido hasta entonces lo único por lo que había medido los hechos. Seguir con su honradez antigua ya no le bastaba. Estaba aflorando todo un orden de hechos inesperados, y lo subyugaba. Su alma presenciaba la aparición de todo un mundo nuevo: la buena obra aceptada y devuelta; la abnegación; la misericordia; la compasión violentando a la austeridad; la aceptación de personas; no más condenas definitivas; no más condenados a los infiernos; la posibilidad de una lágrima en los ojos de la justicia, una justicia no sabida, una justicia según Dios, en sentido inverso de la justicia de los hombres. Divisaba entre las tinieblas el amedrentador amanecer de un sol ético desconocido; lo espantaba y lo deslumbraba. Búho forzado a mirar con ojos de águila.

Se decía que sí, que era cierto, que existían excepciones, que la autoridad podía quedar desconcertada, que a la norma se la podía tomar desprevenida ante un hecho, que no todo cabía en las páginas del código, que lo imprevisto imponía su autoridad, que la virtud de un presidiario podía tenderle una trampa a la virtud de un funcionario, que lo monstruoso podía ser divino, que el destino tenía emboscadas como aquélla; y pensaba, desesperado, que ni siquiera él se había librado de que lo pillase por sorpresa.

No le quedaba más remedio que reconocer que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno. Y él también, Javert, cosa inaudita, acababa de ser bueno. Así que se estaba volviendo un depravado.

Se veía como un cobarde. Sentía horror por su propia persona.

El ideal de Javert no era ser humano, ser grande, ser sublime; era ser irreprochable.

Ahora bien, acababa de faltar a ese ideal.

¿Cómo había llegado a aquello? ¿Cómo habían sucedido todas esas cosas? No habría podido decírselo a sí mismo. Se agarraba la cabeza con las dos manos, pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía explicárselo.

Había tenido siempre, desde luego, la intención de entregar a Jean Valjean a la ley, una ley cuyo cautivo era ese Jean Valjean y cuyo esclavo era él, Javert. No había caído ni por un momento en la cuenta, mientras lo tenía cogido, de que pensase en dejarlo escapar. Era hasta cierto punto sin saberlo como había abierto la mano y lo había soltado.

Veía a medias toda clase de realidades enigmáticas. Se hacía preguntas y se contestaba; y las respuestas que se daba lo espantaban. Se preguntaba: «Ese presidiario, ese desesperado a quien no sólo seguí sino que perseguí y que me ha tenido puesto el pie encima, y que podía vengarse, y que, además, debía hacerlo, tanto por rencor cuanto por su propia seguridad, al dejarme vivir, al indultarme, ¿qué ha hecho? Su deber. No. Algo más. Y yo, al indultarlo a mi vez, ¿qué he hecho? Mi deber. No. Algo más. ¿Existe, pues, algo más que el deber?». Llegado aquí, se espantaba; se le desbarataba la balanza; uno de los platillos caía al abismo; el otro se remontaba hasta el cielo; y a Javert no lo atemorizaba menos el que estaba arriba que el que estaba abajo. Sin ser ni poco ni mucho eso que se llama partidario de Voltaire, o filósofo, o incrédulo, sino respetuoso, antes bien, por instinto, con la iglesia establecida, no sabía de ella sino como fragmento augusto del conjunto social; el orden era su dogma y con él le bastaba; desde que había tenido edad para ser hombre y funcionario, casi toda su religión era la policía; era, y empleamos aquí las palabras sin la mínima ironía y en su acepción más seria, era, ya lo hemos dicho, espía como otros son sacerdotes. Tenía un superior, el señor Gisquet; nunca se había parado a pensar hasta entonces en ese otro ser superior: Dios.

Ese jefe nuevo, Dios, lo sentía de forma inopinada y era algo que lo turbaba.

Lo tenía desorientado aquella presencia inesperada; no sabía qué hacer con aquel superior, él, que estaba al tanto de que la obligación del subordinado es acatar siempre y que no debe ni desobedecer, ni censurar ni discutir y que, ante un superior que le cause excesiva extrañeza, el único recurso que le queda al inferior es dimitir.

Pero ¿cómo se dimite ante Dios?

Fuere como fuere, y a eso acababa siempre por volver, había un hecho que, para él, primaba sobre todo lo demás, y era que acababa de cometer una infracción espantosa. Acababa de hacer la vista gorda en lo tocante a un condenado reincidente y evadido. Acababa de dejar en libertad a un presidiario. Acababa de hurtarle a las leyes a un hombre que les pertenecía. Eso había hecho. No se entendía ya a sí mismo. Ya no tenía la seguridad de que ser quien era. Incluso las razones de su comportamiento se le escapaban; sólo le daban vértigo. Había vivido hasta entonces de esa fe ciega que nace de la probidad tenebrosa. La fe lo estaba abandonando; la probidad le fallaba. Todo cuanto había creído se esfumaba. Verdades no deseadas lo obsesionaban de forma inexorable. A partir de ahora tendría que ser un hombre distinto. Padecía los extraños dolores de una conciencia repentinamente operada de cataratas. Veía cosas que le repugnaba ver. Se sentía vaciado, inútil, dislocado de su vida anterior, destituido, disuelto. La autoridad había muerto en él. Se había quedado sin razón de ser.

¡Terrible situación esa de sentir emociones!

¡Ser granito y dudar! ¡Ser la estatua del castigo fundida de una pieza en el molde de la ley y darse cuenta de repente de que bajo el seno de bronce hay algo absurdo y desobediente que casi se parece a un corazón! ¡Llegar al extremo de devolver bien por bien, aunque se haya estado uno diciendo hasta ahora que ese bien era el mal! ¡Ser perro guardián y lamer! ¡Ser hielo y derretirse! ¡Ser tenaza y convertirse en mano! ¡Notarse de pronto dedos que se abren! ¡Aflojar, qué cosa tan aterradora!

¡El hombre proyectil no sabe ya la trayectoria y retrocede!

Verse en la obligación de reconocer lo siguiente: ¡la infalibilidad no es infalible; el dogma puede equivocarse; no todo queda dicho cuando ha hablado un código; la sociedad no es perfecta; en la autoridad cabe la complejidad del titubeo; puede crujir el edificio; los jueces son hombres; la ley puede equivocarse; los tribunales pueden confundirse! ¡Ver una grieta en el inmenso cristal azul del firmamento!

Lo que le estaba sucediendo a Javert era, para su conciencia rectilínea, algo semejante al descarrilamiento de trenes de Fampoux; era un alma que se salía de las vías, una probidad que se estrellaba al verse irresistiblemente proyectada en línea recta y estamparse contra Dios. ¡Era, desde luego, muy extraño que al conductor del orden, que al mecánico de la autoridad, montado en el ciego caballo de hierro de carriles rígidos, pudiera derribarlo el resplandor de un relámpago y que lo inmutable, lo directo, lo correcto, lo geométrico, lo pasivo, lo perfecto pudiese ceder! ¡Que existiera para la locomotora un camino de Damasco!

Dios, siempre interior al hombre y refractario a la falsa conciencia, él que es la conciencia verdadera, él que le prohíbe a la chispa que se apague, que le ordena al rayo que no se olvide del sol; él que intima al alma para que reconozca la verdad absoluta cuando se enfrenta al fingimiento absoluto, la humanidad imperdible, el corazón humano inadmisible, ese fenómeno espléndido, el más hermoso quizá de nuestros fenómenos interiores, ¿lo entendía Javert? ¿Ahondaba en él Javert? ¿Caía Javert en la cuenta de él? Está claro que no. Pero, con la presión de ese fenómeno incomprensible, pero que no podía negar, notaba que se le partía la cabeza.

No era tanto un ser a quien transfigurase el prodigio cuanto una víctima de ese prodigio. Lo padecía, exasperado. No veía en todo ello sino una inmensa dificultad para existir. Le parecía que a partir de entonces nunca más podría respirar con desahogo.

Notar por encima de él lo desconocido: no estaba acostumbrado a eso.

Hasta entonces, todo cuando había estado por encima de él lo había visto como una superficie nítida, sencilla, límpida; nada que no conociera ni fuera confuso; nada que no estuviera definido, coordinado, encadenado, concreto, que no fuera exacto, circunscrito, limitado, cerrado; todo previsto; la autoridad era algo plano; ni se prestaba a caídas ni daba vértigo. Javert nunca había visto lo desconocido sino abajo. Lo irregular, lo inesperado, el hueco desordenado del caos, la caída posible a un precipicio, todo eso era cosa de las regiones inferiores, de los rebeldes, de las malas personas, de los miserables. Ahora Javert echaba hacia atrás la cabeza y, de repente, lo asustaba aquella aparición inaudita: un abismo en las esferas de arriba.

¡Cómo! ¡Tenía uno que verse desmantelado de arriba abajo! ¡Desconcertado por completo! ¿De qué fiarse? ¡Se venía abajo todo aquello de lo que uno estaba convencido!

¡Cómo! ¡Un miserable magnánimo podía atinar con el lado flaco de la sociedad! ¡Cómo! ¡Un honrado servidor de la ley podía verse atrapado de pronto entre dos crímenes, el crimen de dejar que se escapase un hombre y el crimen de detenerlo! ¡No todo era seguro en la consigna que el Estado le da al funcionario! ¡Podía el deber toparse con callejones sin salida! ¡Cómo! ¡Todo aquello estaba pasando de verdad! ¿Era cierto que un antiguo bandido, agobiado de condenas, podía enderezarse y tener razón a la postre? ¿Era posible creer algo así? ¿Había, pues, casos en que la ley tenía que retroceder ante el crimen transfigurado balbuciendo disculpas?

¡Sí, era posible! ¡Y Javert lo estaba viendo! ¡Y Javert lo estaba tocando! ¡Y no sólo no podía negarlo sino que era parte de ello! Eran realidades. Y era abominable que los hechos reales pudieran llegar a tamaña deformidad.

Si los hechos cumplieran con su deber, se limitarían a ser pruebas de la ley; los hechos los envía Dios. ¿Ahora iba a bajar de las alturas la anarquía?

Así que —y con la lente de aumento de la angustia y con la ilusión óptica de la consternación, todo cuanto hubiera podido restringir y rectificar su impresión quedaba borrado y la sociedad y el género humano y el universo se resumían en adelante desde su punto de vista en un trazo sencillo y terrible—, así que, decíamos, las condenas, la cosa juzgada, la fuerza derivada de la legislación, las sentencias de los tribunales soberanos, la magistratura, el gobierno, la prevención y la represión, los conocimientos oficiales, la infalibilidad legal, el principio de autoridad, todos dogmas en que descansan la seguridad política y civil, la soberanía, la justicia, la lógica derivada del código, el absoluto social, la verdad pública, todo aquello no era sino escombros, montón, caos; y él, Javert, el vigía del orden, la incorruptibilidad al servicio de la policía, el dogo providencial de la sociedad, estaba vencido y derribado; y, de pie sobre todas esas ruinas, un hombre tocado con el gorro verde y con una aureola rodeándole la cabeza; a aquel desbarajuste habían llegado; tal era la visión espantosa que tenía en el alma.

¿Podía ser soportable? No.

Situación violenta donde las haya. Con sólo dos posibilidades de salir de ella. Una, ir resueltamente a buscar a Jean Valjean y devolver al calabozo al hombre del presidio. Otra…

Javert se apartó del parapeto y, con la cabeza erguida en esta ocasión, se encaminó con paso firme hacia el puesto de policía, que señalaba un farol, en una de las esquinas de la plaza de Le Châtelet.

Al llegar, vio por la ventana a un guardia y entró. Sólo por la forma de empujar la puerta de un cuerpo de guardia se reconocen entre sí los policías. Javert dio su nombre, enseñó la tarjeta al guardia y se sentó a la mesa del puesto, donde ardía una vela. Había encima de la mesa una pluma, un tintero de plomo y papel para los eventuales atestados y los informes de las rondas nocturnas.

Una mesa así, con el inevitable complemento de la silla con asiento de paja, es una institución; la hay en todos los puestos de policía; lleva el invariable aderezo de un platillo de madera de boj lleno de serrín y de una cajuela de cartón llena de obleas rojas para sellar; y es la planta inferior del estilo oficial. En ella comienza la literatura del Estado.

Javert cogió la pluma y una hoja de papel y empezó a escribir. Esto fue lo que escribió:

«

«Primero: ruego al señor prefecto que tenga a bien leer esto.

»Segundo: a los detenidos que llegan a la instrucción les quitan los zapatos y los dejan descalzos en las baldosas mientras los cachean. Varios de ellos vuelven tosiendo a la cárcel. Este proceder acarrea gastos de enfermería.

»Tercero: los seguimientos funcionan bien con relevos de agentes de trecho en trecho, pero sería necesario que, en las ocasiones importantes, dos agentes por lo menos no se perdiesen de vista, dado que si, por un motivo cualquiera, un agente flaquea en el servicio, el otro lo vigila y lo sustituye.

»Cuarto: no tiene explicación que en el reglamento especial de la cárcel de Les Madelonnettes al preso se le prohíba tener una silla incluso si la paga.

»Quinto: en Les Madelonnettes sólo hay dos barrotes en la cantina, lo que permite que la cantinera deje que los presos le toquen la mano.

»Sexto: los presos llamados voceadores, que llaman a los otros presos para que vayan al locutorio, le piden diez céntimos al detenido para gritar su nombre con claridad. Es un robo.

»Séptimo: por un hilo corriente le quitan cincuenta céntimos al preso en el taller de los tejedores; es un abuso del contratista porque el tejido no es de peor calidad.

»Octavo: es enojoso que los visitantes de La Force tengan que cruzar por el patio de los chiquillos para ir al locutorio de Sainte-Marie-l’Égytienne.

»Noveno: está comprobado que todos los días se oye cómo algunos gendarmes cuentan en el patio de la prefectura los interrogatorios que les hacen los magistrados a los procesados. Es una falta grave contraria al orden que un gendarme, que debería ser sagrado, repita lo que ha oído en el despacho de instrucción.

»Décimo: la señora Henry es una mujer honrada; su cantina es muy decorosa; pero no está bien que una mujer se ocupe de los calabozos de los incomunicados. No es digno de una cárcel como La Conciergerie, que es la de una gran civilización.

»J

»Inspector de 1.ª clase

»En el puesto de policía de Le Châtelet.

»7 de junio de 1832, alrededor de la una de la madrugada».

Javert secó la tinta fresca de la hoja, la dobló como una carta, la selló, escribió por detrás: «Nota para la administración», la dejó encima de la mesa y salió del puesto. La puerta, acristalada y con barrotes, se cerró a sus espaldas.

Volvió a cruzar, en diagonal, la plaza de Le Châtelet; regresó al muelle y, con precisión automática, al punto exacto del que se había ido un cuarto de hora antes; se puso otra vez de codos y se halló en la misma postura y en la misma piedra del parapeto. Fue como si no se hubiera movido.

La oscuridad era completa. Era el momento sepulcral posterior a la medianoche. Un techo de nubes ocultaba las estrellas. El cielo no era sino una densidad siniestra. En las casas de la isla de La Cité no quedaba ya ni una luz; nadie pasaba; todo cuanto se veía de calles y muelles estaba desierto; Notre-Dame y las torres del Palacio de Justicia parecían trazos en la noche. Un farol teñía de rojo el borde del muelle. Las siluetas de los puentes, en hilera, se deformaban entre la bruma. El río iba crecido por las lluvias.

El lugar en que se había acodado Javert estaba, como recordaremos, exactamente encima del rápido del Sena y caía en picado sobre esa temible espiral de torbellinos que se enrosca y se desenrosca como un tornillo sin fin.

Javert asomó la cabeza y miró. Todo estaba oscuro. No se veía nada. Se oía un ruido de espuma; pero no se veía el río. A ratos, en aquellas profundidades vertiginosas, surgía una luz y serpenteaba inconcretamente, pues el agua tiene esa facultad, en la oscuridad más absoluta, de tomar la luz a saber de dónde y de convertirla en culebra. La luz se desvanecía y todo volvía a ser impreciso. Allí parecía abrirse la inmensidad. Lo que había abajo no era agua, era sima. La pared del muelle, abrupta, borrosa, mezclada con el vaho, de pronta desaparición, semejaba una escarpadura del infinito.

No se veía nada, pero se notaba el frío hostil del agua y el olor desabrido de las piedras húmedas. Un hálito hosco subía del abismo. El caudal crecido del río, que más se intuía que se divisaba, el trágico cuchicheo de la corriente, la enormidad lúgubre de los arcos del puente, la caída imaginable a aquel vacío oscuro, toda aquella sombra rebosaba espanto.

Javert se quedó quieto unos minutos, mirando aquella oquedad de tinieblas; clavaba en lo invisible una mirada fija que parecía atenta. Sonaba el rumor del agua. De repente, se quitó el sombrero y lo dejó al filo del muelle. Un instante después, una silueta alta y negra, que algún transeúnte rezagado habría podido tomar por un fantasma, apareció de pie en el parapeto, se inclinó hacia el Sena, luego se enderezó y cayó, erguida, entre las tinieblas; hubo un chapoteo sordo; y sólo la sombra supo de las convulsiones de aquella forma oscura que había desaparecido bajo el agua.

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