Mal cosido
II
Mal cosido
Pero está la tarea de los sabios y está la tarea de los habilidosos.
La revolución de 1830 se detuvo enseguida.
En cuanto una revolución queda varada, los habilidosos desguazan el barco zozobrado.
Los habilidosos, en nuestro siglo, se han otorgado a sí mismos la calificación de hombres de Estado, de forma tal que esta expresión, hombre de Estado, ha acabado por convertirse hasta cierto punto en una expresión de jerga. No debemos, efectivamente, olvidar que donde sólo hay habilidad no puede por menos de haber bajeza. Decir habilidosos equivale a decir mediocres.
De la misma forma, decir hombres de Estado equivale a veces a decir traidores.
Decíamos, pues, que, si nos fiamos de la opinión de los habilidosos, las revoluciones como la revolución de julio son arterias cortadas; es necesario ligarlas lo antes posible. El derecho, proclamado con exceso, hace mella. En consecuencia, cuando ya está firme el derecho, hay que reforzar el Estado. Cuando ya está asegurada la libertad, hay que pensar en el poder.
Llegados aquí, los sabios aún no se apartan de los habilidosos, pero empiezan a desconfiar de ellos. El poder, bien está. Pero, antes que nada, ¿qué es el poder? Y, en segundo lugar, ¿de dónde procede?
Los habilidosos parecen no entender esa objeción, que les susurran, y siguen adelante con la maniobra.
Según esos políticos, ingeniosos a la hora de colocarles a las ficciones de las que pueden aprovecharse una máscara de necesidad, lo primero que precisa un pueblo, después de una revolución, cuando ese pueblo pertenece a un continente monárquico, es hacerse con una dinastía. De esta forma, dicen, puede haber paz después de la ya mencionada revolución, es decir, tiempo para curarse las heridas y reparar la casa. La dinastía oculta el andamiaje y tapa la ambulancia.
Ahora bien, no siempre es fácil hacerse con una dinastía.
Si no queda más remedio, al primer hombre de talento, o incluso el primer hombre de buena fortuna que pase por allí, basta para que lo conviertan en rey. En el primer caso, ahí tenemos a Bonaparte; y, en el segundo, a Iturbide.
Pero no vale cualquier familia para convertirse en dinastía. En una estirpe no puede por menos de haber determinada porción de Antigüedad, y la arruga de los siglos no se improvisa.
Si miramos las cosas desde el punto de vista de los «hombres de Estado», con todas las reservas por supuesto, tras una revolución, ¿qué prendas debe tener el rey que salga de ella? Puede ser un revolucionario, es decir, que haya contribuido personalmente a esa revolución, que haya participado, que se haya comprometido en ella o haya adquirido fama, que haya tenido en la mano el hacha o que haya manejado la espada, y resultará de utilidad que lo sea.
¿Cuáles son las prendas de una dinastía? Debe ser nacional, es decir, revolucionaria a distancia, no porque haya hecho cosas sino porque haya aceptado ideas. Debe tener pasado y ser histórica y tener porvenir y ser simpática.
Todo lo dicho explica por qué las primeras revoluciones se contentan con dar con un hombre, Cromwell o Napoleón; y por qué las segundas tienen gran empeño en dar con una familia, la casa de Brunswick o la casa de Orleans.
Las casas reales se parecen a esas higueras de la India todas y cada una de cuyas ramas, al curvarse hasta llegar al suelo, vuelven a echar raíces y se convierten en higueras. Todas sus ramas pueden convertirse en una dinastía. Con una única condición, la de inclinarse hasta el pueblo.
Tal es la teoría de los habilidosos.
He aquí pues el arte mayor: conseguir que un éxito suene en cierta medida como una catástrofe para que a quienes le saquen partido les inspire también cierto temor; aliñar con miedo todo paso que se dé; incrementar la curva de la transición hasta llegar a frenar el avance del progreso; tornar insípida esa aurora; denunciar y apartar los rigores del entusiasmo; cortar las aristas y las uñas; acolchar el triunfo; arropar bien el derecho; abrigar con franela al gigante que se llama pueblo y meterlo corriendo en la cama; poner a dieta ese exceso de salud; imponerle a Hércules un tratamiento de convaleciente; desleír el acontecimiento en el expediente; servir a las mentes sedientas de ideales ese néctar aguado con tisana; tomar precauciones contra un exceso de éxito; ponerle a la revolución una pantalla.
1830 puso en práctica esa teoría, que 1688 ya había aplicado a Inglaterra.
1830 es una revolución que se quedó a mitad de la cuesta arriba. Mediado el progreso; incompleto el derecho. Ahora bien, la lógica no se entera de las aproximaciones; de la misma forma que el sol no se entera de las velas.
¿Quién detiene las revoluciones a mitad de la cuesta arriba? La burguesía.
¿Por qué?
Porque la burguesía es el interés ya satisfecho. Ayer era el apetito; hoy es la plenitud; mañana será la saciedad.
El fenómeno de 1814, posterior a Napoleón, volvió a ocurrir en 1830, posteriormente a Carlos X.
Se ha querido convertir en una clase a la burguesía, y ha sido un error. La burguesía es, sencillamente, la parte del pueblo que ya tiene lo que quería. El burgués es el hombre que ya tiene tiempo de sentarse. Una silla no es una casta.
Pero quien quiera sentarse demasiado pronto puede detener el avance del género humano. Y eso ha sido con frecuencia culpa de la burguesía.
Cometer una falta no es ser una clase. El egoísmo no es una de las divisiones del orden social.
Por lo demás, hay que ser justo incluso con el egoísmo; el estado al que aspiraba, tras la sacudida de 1830, esa parte de la nación que recibe el nombre de burguesía no era la inercia, que lleva el aditamento de la indiferencia y la pereza y en la que hay algo de vergüenza; no era el sueño, que equivale a un olvido momentáneo accesible a las ensoñaciones; a lo que aspiraba era a hacer un alto.
El alto es una palabra que contiene un sentido doble y casi contradictorio: tropa en marcha, es decir, movimiento; parada, es decir, descanso.
El alto es lo que permite reparar las fuerzas; es el reposo armado y despierto; es el hecho consumado que coloca centinelas y sigue en guardia. El alto implica que se combatió ayer y que se combatirá mañana.
Es el intermedio entre 1830 y 1848.
Eso que llamamos combate puede llamarse también progreso.
La burguesía necesitaba, pues, igual que los hombres de Estado, a un hombre que fuera la expresión de esa palabra: un alto. Un «aunque porque». Una individualidad compuesta, que significara al tiempo revolución y estabilidad; dicho de otro modo, que diera solidez al presente mediante la compatibilidad evidente entre el pasado y el porvenir.
Y había un hombre que «ni hecho adrede». Se llamaba Luis Felipe de Orleans.
Los 221 convirtieron en rey a Luis Felipe. Lafayette tomó a su cargo la coronación. La llamó . La Casa de la Villa de París sustituyó a la catedral de Notre-Dame.
Esa sustitución de un trono entero por medio trono fue «la obra de 1830».
Cuando los habilidosos acabaron la tarea, pudo verse entonces el tremendo vicio de aquella solución. Todo aquello se había llevado a cabo al margen del derecho absoluto. El derecho absoluto gritó: ¡Protesto! Y, luego, acontecimiento temible, volvió a esfumarse en la sombra.