Los dos ancianos hacen cuanto está en su mano, cada cual a su manera, para que Cosette sea feliz
VI
Los dos ancianos hacen cuanto está en su mano, cada cual a su manera, para que Cosette sea feliz
Se hicieron todos los preparativos de la boda. Consultaron al médico, que dictaminó que podría celebrarse en febrero. Estaban en diciembre. Así transcurrieron unas cuantas semanas deliciosas.
El abuelo no era el menos dichoso. Se pasaba cuartos de hora enteros contemplando a Cosette.
—¡Qué admirable y qué hermosa muchacha! ¡Parece tan dulce y tan buena! Qué tesoro de mujercita, ni que decir tiene que es la muchacha más encantadora que haya visto en la vida. Y, andando el tiempo, tendrá prendas con aroma a violeta. ¡Es una bendición, vamos! Con semejante criatura sólo se puede vivir noblemente. Marius, hijo, eres barón, eres rico, déjate de abogacías, te lo ruego.
Cosette y Marius habían pasado de golpe del sepulcro al paraíso. La transición no se había andado con miramientos y los habría dejado aturdidos si no fuera porque los tenía deslumbrados.
—¿Entiendes algo de lo que está pasando? —le decía Marius a Cosette.
—No —contestaba Cosette—, pero me parece que nos está mirando Dios.
Jean Valjean se hizo cargo de todo, allanó todos los inconvenientes, lo concilió todo, lo volvió todo fácil. Lo apremiaba la felicidad de Cosette con tanto ahínco como a la propia Cosette, y, en apariencia, con alegría no menor.
Como había sido alcalde, supo resolver una cuestión delicada de la cual sólo él estaba enterado: la identidad civil de Cosette. Decir crudamente sus orígenes, ¿quién sabe?, podría haber impedido el matrimonio. Sacó a Cosette de todas las dificultades. La dotó de una familia de personas fallecidas, lo cual era un medio seguro para no correr el riesgo de alguna reclamación. Cosette era cuanto quedaba de una familia extinguida; Cosette no era hija suya, sino la hija de otro Fauchelevent. Dos hermanos Fauchelevent habían sido jardineros en el convento de Le Petit-Picpus. Fueron a ese convento; abundaron los mejores informes y los testimonios más respetables; las buenas monjas, poco aptas para andar sondeando las cuestiones de paternidad, poco aficionadas a ello y sin malicia alguna, nunca habían sabido muy bien cuál de los dos Fauchelevent era el padre de la niña. Dijeron lo que se les pidió que dijeran, y lo dijeron con entusiasmo. Se redactó un acta de notoriedad. Cosette se convirtió ante la ley en la señorita Euphrasie Fauchelevent. Quedó declarada huérfana de padre y madre. Jean Valjean se las ingenió para que lo declarasen tutor con el apellido de Fauchelevent, y al señor Gillenormand tutor sustituto.
En cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un legado que le había hecho a Cosette una persona ya difunta que deseaba que no se supiese quién era. El legado primitivo había sido de quinientos noventa y cuatro mil francos, pero se habían gastado diez mil en la educación de la señorita Euphrasie, cinco mil de los cuales se le habían pagado al propio convento. Aquel legado, encomendado a una tercera persona, debía entregarse a Cosette cuando fuera mayor de edad o en el momento en que contrajese matrimonio. Todo resultaba muy respetable en conjunto, como puede verse, sobre todo con una aportación de más de medio millón. Cierto es que había alguna singularidad que otra, pero nadie se fijó en ellas; a uno de los interesados le vendaba los ojos el amor; y a los demás, los seiscientos mil francos.
Cosette se enteró de que no era hija de aquel anciano a quien había llamado padre tanto tiempo. No era sino un pariente; su padre auténtico era otro Fauchelevent. En cualquier otro momento se habría quedado consternada. Pero en aquellas horas inefables que estaba viviendo no fue sino una sombra leve, una nublado, y tenía tantos motivos de alegría que la nube pasó deprisa. Tenía a Marius. Llegaba el joven, se esfumaba el anciano; así es la vida.
Y además Cosette estaba acostumbrada hacía muchos años a verse rodeada de enigmas; todo el que haya tenido una infancia misteriosa está siempre dispuesto a renunciar a algo.
Pero, sin embargo, siguió llamando padre a Jean Valjean.
Cosette, embelesada, estaba entusiasmada con Gillenormand. Cierto que es la colmaba de madrigales y de regalos. Mientras Jean Valjean le proporcionaba a Cosette una situación de normalidad en la sociedad y una identidad firme, el señor Gillenormand se ocupaba de la canastilla de novia. Nada lo divertía tanto como mostrarse espléndido. Le había regalado a Cosette un vestido de guipur de Binche que había sido de su abuela.
—Estas modas están volviendo —decía—; las antiguallas hacen furor, y las jóvenes de mi vejez se visten como las viejas de mi infancia.
Desvalijaba las respetables cómodas triponas de laca de Coromandel que llevaban años sin abrirse.
—Confesemos a estas nobles ancianas —decía—; a ver qué tienen en la panza.
Profanaba ruidosamente cajones ventrudos llenos de atavíos de todas las mujeres de su vida, de todas sus amantes y de todas sus antepasadas. Pequines, damascos, lustrinas, muarés pintados, vestidos de brocado de Tours pañuelos de las Indias ribeteados con un oro que se podía lavar, cortes de droguete de seda sin revés, puntos de Génova y de Alençon, aderezos de orfebrería antigua, bomboneras de marfil decoradas con batallas microscópicas, avíos, cintas, se lo prodigaba todo a Cosette. Cosette, maravillada, trastornada de amor por Marius y loca de agradecimiento por el señor Gillenormand, soñaba con una dicha sin límites ataviada de satén y terciopelo. Le daba la impresión de que unos serafines llevaban su canastilla de novia. El alma le alzaba el vuelo por el cielo azul con alas de encaje de Malinas.
La embriaguez de los enamorados sólo era pareja, como ya hemos dicho, con el éxtasis del abuelo. Había algo así como una fanfarria en la calle de Les Filles-du-Calvaire.
Todas las mañanas llegaba una nueva ofrenda para Cosette, salida del batiburrillo del abuelo. Todos los perifollos habidos y por haber se desplegaban con esplendidez en torno a la joven.
Un día, Marius, que, aunque dichoso, gustaba de charlar de cosas serias, dijo, a propósito de algún incidente:
—Tan grandes fueron los hombres de la Revolución que gozan ya del prestigio de los siglos, igual que Catón o que Focio, y todos parecen cabalgar a lomos de un Pegaso antiguo.
—¡Raso antiguo! —exclamó el anciano—. Gracias, Marius. Es precisamente la idea que andaba buscando.
Y al día siguiendo un espléndido vestido de raso antiguo de color té se sumaba a la canastilla de novia de Cosette.
El abuelo sacaba de aquellos trapos sabias consideraciones.
—El amor está bien; pero además necesita cosas de éstas. A la felicidad le hacen falta cosas inútiles. La felicidad es sólo lo necesario. Hay que aliñarla con grandes cantidades de cosas superfluas. Un palacio y su corazón. Su corazón y el Louvre. Su corazón y las fuentes de Versalles. Que me den a mi pastora y a ver si se la puede hacer duquesa. Que me traigan a mi Filis coronada de acianos y que añadan cien mil libras de renta. Que me abran una bucólica que se pierda de vista bajo una columnata de mármol. Consiento en la bucólica y también en la magia del mármol y el oro. La dicha a secas es como el pan a secas. Da de comer, pero no de cenar. Quiero lo superfluo, lo inútil, lo extravagante, lo excesivo, lo que no vale para nada. Me acuerdo de haber visto en la catedral de Estrasburgo un reloj tan alto como una casa de tres pisos, que marcaba la hora, que tenía la gentileza de marcar la hora, pero que no parecía hecho para ese menester; y que, tras haber dado las doce del mediodía, o las doce de la noche, mediodía, la hora del sol, medianoche, la hora del amor, o cualquier otra que se le ocurra a quien sea, daba la luna y las estrellas, la tierra y el mar, las aves y los peces, a Febo y a Febe, y una letanía de cosas que salían de una caseta, y los doce apóstoles, y el emperador Carlos V, y Eponina y Sabin, y, de propina, un montón de hombrecillos dorados que tocaban la trompeta. Sin mencionar unos carillones deliciosos que desperdigaba por el aire a las primeras de cambio sin saber a santo de qué. ¿Vale lo mismo una mala esfera monda lironda que sólo dice qué hora es? Yo estoy de parte del reloj grandísimo de Estrasburgo y lo prefiero al cuco de la Selva Negra.
El señor Gillenormand disparataba de forma muy particular en lo referido a la boda y todos los entrepaños pintados del siglo desfilaban, revueltos, en sus ditirambos.
—No sabéis nada del arte de las fiestas. No tenéis ni idea en estos tiempos de organizar un día de celebración —exclamaba—. Este siglo vuestro es un flojo. Carece de excesos. No sabe nada de lo suntuoso, no sabe nada de lo noble. Está esquilado al rape en todo. Ese tercer estado vuestro es insípido, incoloro, inodoro e informe. ¿Con qué sueñan vuestras mujeres de la clase media que toman estado, como ellas dicen? Con un tocador bonito y recién decorado, palisandro y calicó. ¡Abran paso que se casa el señor Rácano con la señorita Agarrada! ¡Boato y esplendor! Han pegado un luis de oro a una vela. Así es esta época. Quiero escapar a los tiempos anteriores a los sármatas. ¡Ay, si ya en 1787 predije que todo estaba perdido cuando vi al duque de Rohan, príncipe de Léon, duque de Chabot, duque de Montbazon, marqués de Soubise, vizconde de Thouars y par de Francia ir a Longchamp en un mal coche de un caballo! Y ha dado sus frutos. En este siglo se hacen negocios, se juega a la Bolsa, se gana dinero y se es cicatero. La gente cuida y da lustre a lo que se ve; va hecho un brazo de mar, lavado, enjabonado, raspado, afeitado, peinado, lustrado, atusado, frotado, cepillado, aseado por fuera, irreprochable, pulimentado como un canto rodado, discreto, limpito; y, al mismo tiempo, ¡por la virtud de mi amiga!, lleva en el fondo de la conciencia unos estiércoles y unas cloacas que echarían para atrás a una vaquera de esas que se suenan con los dedos. Les doy a estos tiempos esta divisa: Limpieza sucia. Marius, no te enfades, concédeme licencia para hablar; no estoy diciendo nada malo del pueblo, ya lo ves, me hago lenguas de ese pueblo tuyo, pero permíteme que arremeta un tanto contra la burguesía, que yo pertenezco a ella. Quien bien te quiere te hará llorar. Dicho esto, afirmo sin rodeos que hoy en día la gente se casa, pero ya no sabe casarse. ¡Pues sí, echo de menos el encanto de las costumbres antiguas! Lo echo de menos todo. Aquella elegancia, aquella caballerosidad, aquellos modales corteses y bonitos, aquel lujo tan regocijante que era cosa de todo el mundo, la música que formaba parte de la boda, sinfonía por arriba, panderetas por abajo, los bailes, las caras alegres en torno a la mesa, los madrigales alambicados, las canciones, los fuegos artificiales, las risas francas, el Demonio y su cortejo, los moños de lazos con muchas cintas. Echo de menos la liga de la novia. La liga de la novia es prima del ceñidor de Venus. ¿De qué va la guerra de Troya? Pues de la liga de Helena, carape. ¿Por qué combaten, por qué Diómedes el divino le parte en la cabeza a Meriones aquel casco grande de bronce con diez puntas? ¿Por qué Aquiles y Héctor se zurran a golpes de pica? Porque Helena dejó que Paris le quitase la liga. Con la liga de Cosette, Homero haría la Ilíada. Metería en su poema a un charlatán viejo como yo y lo llamaría Néstor. Amigos míos, en aquellos gratos tiempos de antaño, la gente se casaba sabiamente; hacían un buen contrato y, después, una buena comilona. En cuanto salía Cujas, entraba Camacho. Pero, ¡por vida de…!, es que el estómago es animal agradable que pide lo que le corresponde y también quiere lo suyo de la boda. Cenabas bien y tenías una guapa vecina de mesa sin griñón y que, aunque se tapase la espetera, se la tapaba poco. ¡Ay, qué bocazas risueñas aquellas y que alegres éramos en aquellos tiempos! La juventud era un ramo; a todo joven lo remataba una rama de lilo o un manojo de rosas; por muy guerrero que fueses, eras pastor; y si por casualidad eras capitán de dragones, te las apañabas para llamarte Florian. Había empeño en ser lindo mozo. Se usaban bordados y colorete. Un burgués parecía una flor; y un marqués, una piedra preciosa. Nada de trabillas, nada de botas. Ibas pimpante, bruñido, tornasolado, cobrizo, hecho un torbellino, primoroso, coqueto, lo cual no te impedía llevar la espada al costado. El colibrí tiene pico y uñas. Eran los tiempos de . Una de las caras del siglo era lo exquisito, y la otra, lo esplendoroso; ¡y por Dios que se divertían! Hoy en día se lleva eso de ser serio. Los burgueses son avaros, y la burguesía, gazmoña; vuestro siglo es infortunado. Expulsaría a las Gracias por ir demasiado escotadas. ¡Esconden, ay, la belleza como si fuese una fealdad! Desde la Revolución todo lleva pantalones, incluso las bailarinas; una danzarina tiene que ser circunspecta; vuestros rigodones son doctrinarios. Hay que ser majestuoso. ¡Qué contrariedad no llevar la barbilla metida en la corbata! El ideal de un arrapiezo de veinte años que se casa es parecerse al señor Royer-Collard. ¿Y sabéis qué se consigue con tanta majestuosidad? Ser pequeño. Enteraos de lo siguiente: la alegría no es sólo alegre; es grande. ¡Enamoraos con alegría, qué demonios, y, cuando os casáis, casaos febrilmente, aturdidos con el jaleo y el barullo de la felicidad! En la iglesia, seriedad, bien está. Pero, en cuanto acabe la misa, repámpanos, debería montarse un sueño como una tremolina alrededor de la novia. Una boda tiene que ser regia y quimérica; tiene que pasear la ceremonia de la catedral de Reims a la pagoda de Chanteloup. Me horrorizan las bodas apocadas. ¡Pardiobre! Subid al Olimpo, al menos ese día. Sed dioses. ¡Ay, podríamos ser silfos, Juegos y Risas, argiráspidas; y somos desguiñapados! Amigos míos, todo recién casado tiene que ser el príncipe Aldobrandini. Aprovechad ese minuto único en la vida para alzar el vuelo hasta el empíreo con los cisnes y las águilas, aunque volváis a caer mañana en la burguesía de las ranas. No ahorréis en el himeneo, no le escatiméis sus esplendores; no os andéis con cicaterías en el día en que resplandecéis. La boda no es la vida doméstica. ¡Ah, si hicieran las cosas como yo quiero, sería todo de lo más galante! Se oirían violines en los árboles. Éste es mi programa: azul cielo y plata. Sumaría a la fiesta a las divinidades agrestes, convocaría a las dríadas y a las nereidas. Las bodas de Anfítrite, una nube rosa, ninfas bien peinadas y desnudas de pies a cabeza, un académico brindándole cuartetos a la diosa, un carro del que tiren monstruos marinos.
»En cabeza trotaba Tritón, y su bocina
»igualaba en belleza la voz de la lucina.
Ése sí que es un programa para una fiesta; y, si no lo es, es que yo he dejado de ser un entendido, qué caramba.
Mientras el abuelo, en plena efusión lírica, se escuchaba a sí mismo. Cosette y Marius gozaban de la embriaguez de mirarse libremente.
La señorita Gillenormand veía todo aquello con su placidez imperturbable. Había tenido en cinco o seis meses unas cuantas emociones: el regreso de Marius; Marius regresa ensangrentado; Marius regresa de una barricada; Marius muerto; a continuación, Marius vivo; Marius reconciliado; Marius prometido; Marius casándose con una pobretona; Marius casándose con una millonaria. La última sorpresa habían sido los seiscientos mil francos. Luego, había regresado a su indiferencia de niña de primera comunión. Asistía regularmente a los oficios, pasaba las cuentas del rosario, leía el devocionario, cuchicheaba avemarías en un rincón de la casa mientras en otro había quien cuchicheaba y veía más o menos a Marius y a Cosette como dos sombras. La sombra era ella.
Existe cierto estado de ascetismo inerte que torna el alma, que el entumecimiento neutraliza, ajena a eso que podríamos llamar la empresa de vivir; no capta, si omitimos los terremotos y las catástrofes, ninguna de las impresiones humanas, ni las impresiones gratas ni las impresiones ingratas. «Una devoción así —le decía Gillenormand a su hija— es el equivalente del catarro. No hueles nada de la vida. No notas malos olores, pero tampoco ninguno bueno.»
Por lo demás, los seiscientos mil francos habían acabado con las indecisiones de la solterona. Su padre había tomado la costumbre de contar tan poco con ella que no la había consultado en cuanto al consentimiento al matrimonio de Marius. Había actuado fogosamente, como solía, sin pararse a pensar, como déspota convertido en esclavo, sino en cuanto pudiera contentar a Marius. En lo tocante a la tía, que esa tía existiera y que pudiera tener una opinión ni siquiera se le había ocurrido; y la tía, por muy mansa que fuera, se había ofendido. Algo soliviantada en su fuero interno, pero impasible por fuera, se había dicho: «Mi padre decide sin mí el asunto del matrimonio; yo resolveré sin él el asunto de la herencia». Pues, efectivamente, ella era rica, y su padre, no. Así que se había reservado su decisión al respecto. Es harto probable que, si hubiese sido un matrimonio pobre, ella hubiese dejado que fuera pobre. ¡Que se aguante mi señor sobrino! Se casa con una menesterosa, que sea menesteroso. Pero el medio millón de Cosette agradó a la tía y le cambió la postura interior en lo referido a la pareja de enamorados. Seiscientos mil francos se merecen una consideración, y estaba claro que a ella no le quedaba más remedio que dejarles su fortuna a esos jóvenes en vista de que ya no la necesitaban.
Quedó dispuesto que la pareja viviría en casa del abuelo. El señor Gillenormand se empeñó resueltamente en darles su cuarto, la mejor habitación de la casa. —afirmaba—. . Amuebló la habitación con un montón de bibelots galantes. Mandó que decorasen el techo y tapizaran las paredes con una tela extraordinaria de la que tenía una pieza y que, por ser de Utrecht, tenía un fondo satinado botón de oro con flores de terciopelo de las llamadas oreja de liebre.
—De una tela así —decía— eran las cortinas de la cama de la duquesa de Anville en La Roche-Guyon.
Colocó encima de la chimenea una figurita de porcelana de Sajonia que llevaba un manguito sobre el vientre desnudo.
La biblioteca del señor Gillenormand se convirtió en el despacho de abogado que necesitaba Marius; recordemos que el consejo de la orden exige que se cuente con un despacho.