Los miserables

Cosette después de la carta

V

Cosette después de la carta

Mientras leía, Cosette iba cayendo poco a poco en una ensoñación. Cuando alzó los ojos de la última línea del cuaderno, el guapo oficial pasó triunfante ante la verja, pues era su hora habitual. A Cosette le pareció repulsivo.

Volvió a mirar el cuaderno. Estaba escrito con una letra preciosa, pensó Cosette; la misma mano, pero tintas diferentes, a veces muy negras y otras blanquecinas, como cuando añadimos tinta al tintero, es decir, en días diferentes. Eran pues los pensamientos de una mente que se había ido explayando allí, suspiro a suspiro, de forma irregular, sin orden, sin elección, sin objetivo, al azar. Cosette no había leído nunca algo así. Aquel manuscrito, donde veía aún más claridad que oscuridad, le parecía un santuario con la puerta entornada. Todas y cada una de esas líneas misteriosas le resplandecían ante los ojos y le inundaban el corazón con una luz extraña. La educación recibida le había hablado siempre del alma y nunca del amor; algo así como si alguien hablase del tizón y no de la llama. Aquel manuscrito de quince páginas le revelaba repentina y suavemente todo el amor, el amor, el destino, la vida, la eternidad, el principio, el fin. Era como si se hubiera abierto una mano y le hubiera arrojado de golpe un puñado de rayos de luz. Notaba en esas pocas líneas un carácter apasionado, ardiente, generoso, honrado; una voluntad sagrada; un dolor inmenso y una esperanza inmensa; un corazón angustiado; un éxtasis floreciente. ¿Qué era ese manuscrito? Una carta. Una carta sin señas, sin nombre, sin fecha, sin firma, acuciante y desinteresada; un enigma compuesto de verdades; un mensaje de amor escrito para que lo trajera un ángel y lo leyera una virgen; una cita más allá de la tierra; una nota amorosa de un fantasma a una sombra. Era un ausente sereno y agobiado que parecía dispuesto a buscar refugio en la muerte y enviaba a la ausente el secreto del destino, la llave de la vida y del amor. Aquello estaba escrito con un pie en la sepultura y con el dedo en el cielo. Aquellas líneas, que habían ido cayendo de una en una en el papel, eran algo que podría llamarse gotas de alma.

Ahora bien, ¿de quién podían venir estas páginas? ¿Quién podía haberlas escrito?

Cosette no titubeó ni un minuto. Sólo había un hombre posible.

¡Él!

Le había vuelto la luz al alma. Todo había desaparecido. Notaba una alegría inaudita y una honda angustia. ¡Era él! ¡Él, que le escribía! ¡Él, que estaba allí! ¡Él, que había metido el brazo por la verja! ¡Mientras ella lo olvidaba, él la había vuelto a encontrar! Pero ¿acaso lo había olvidado ella? ¡No, nunca! ¡Qué locura haberlo creído por un momento! Siempre lo había querido, siempre lo había adorado. El rescoldo había estado bajo la ceniza algún tiempo, pero ahora se daba cuenta de que así el fuego había ido a más y ahora volvía a arder con llamas altas y ella ardía en él. Aquel cuaderno era como una pavesa que había caído en su alma desde otra alma. Cosette notaba cómo se reanudaba el incendio. Calaban en ella todas las palabras del manuscrito. «¡Ay, sí! —decía—. Cuánto me suena todo esto. Es todo lo que ya le había leído en los ojos.»

Cuando estaba acabando de leer el cuaderno por tercera vez, el teniente Théodule volvió a pasar ante la verja haciendo ruido con las espuelas en el empedrado. A Cosette no le quedó más remedio que levantar la vista. Le pareció insulso, bobo, tonto, inane, presumido, desagradable y muy feo. El oficial estimó oportuno lanzarle una sonrisa. Cosette volvió la cara, avergonzada e indignada. Le habría gustado tirarle algo a la cabeza.

Salió huyendo, volvió a la casa y se encerró en su cuarto para volver a leer el manuscrito, para aprendérselo de memoria y para pensar. Después de mucho leerlo, le dio un beso y se lo guardó en el corsé.

Todo estaba consumado. Cosette había vuelto a caer en las profundidades del amor seráfico. Acababa de abrirse de nuevo el abismo del Edén.

Cosette estuvo todo el día como presa de un vahído. Apenas si pensaba, tenía las ideas en la cabeza como una madeja enredada, no conseguía conjeturar nada, esperaba, trémula. ¿Qué esperaba? Cosas imprecisas. No se atrevía a prometerse nada y no quería renunciar a nada. Le pasaban palideces por la cara y escalofríos por el cuerpo. A ratos le parecía entrar en un mundo quimérico; se decía: ¿es algo real? Entonces palpaba, bajo el vestido, el papel amado, lo oprimía contra el corazón, notaba las esquinas contra la carne, y, si Jean Valjean la hubiese visto en ese momento, se hubiera estremecido ante aquella alegría luminosa y desconocida que le rebosaba de los párpados. «¡Ay, sí! —pensaba—. ¡Claro que es él! ¡Esto es suyo y para mí!»

Se decía que lo había recuperado por una intervención de los ángeles, por un azar celestial.

¡Ah, transfiguraciones del amor! ¡Ah, sueños! Ese azar celestial, esa intervención de los ángeles era aquella pelotilla de pan que le había arrojado un ladrón a otro ladrón, del patio Charlemagne a la fosa de los leones, por encima de los tejados de La Force.

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