Los miserables

Un salón a la antigua

I

Un salón a la antigua

Cuando el señor Gillenormand vivía en la calle de Servandoni, frecuentaba varios salones muy selectos y muy aristocráticos. Aunque fuera un burgués, recibían al señor Gillenormand. Como tenía ingenio por partida doble, primero el suyo propio y además el que le atribuían, era incluso persona buscada y agasajada. No iba a parte alguna salvo si no iba a llevar la voz cantante. Hay quienes quieren al precio que sea tener influencia y que les hagan caso; donde no pueden ser oráculos, se hacen bufones. No era ése el carácter del señor Gillenormand; el imperio que tenía en los salones monárquicos no le pasaba contribución al respeto que se tenía a sí mismo. Era oráculo por doquier. A veces le llevaba la contraria al señor de Bonald, e incluso al señor Bengy-Puy-Vallée.

Allá por 1817, pasaba invariablemente dos tardes por semana en una casa vecina, en la calle de Férou, en casa de la señora baronesa de T., mujer digna y respetable cuyo marido había sido, durante el reinado de Luis XVI, embajador de Francia en Berlín. El barón de T., quien en vida tenía una apasionada afición por los éxtasis y las visiones magnéticas, murió arruinado en la emigración y no dejó más fortuna que, en diez tomos manuscritos encuadernados en tafilete rojo y con los cantos dorados, una serie de escritos curiosísimos acerca de Mesmer y su bañera. La señora de T. no publicó esos escritos por dignidad, y vivía de una renta modesta que había quedado a flote sin que se supiera muy bien cómo. La señora de T. vivía alejada de la corte, según decía ella, en un aislamiento noble, orgulloso y pobre. Algunos amigos se reunían dos veces por semana alrededor del fuego de su chimenea de viuda y el resultado era una tertulia monárquica en estado puro. Tomaban el té; soltaban, según soplase el viento a favor de la elegía o del ditirambo, lamentos o exclamaciones horrorizadas referidos al siglo en que vivían, a la Carta, a los buonapartistas, a la prostitución del cordón azul de la Orden del Espíritu Santo concedido a burgueses y al jacobinismo de Luis XVIII; hablaban en voz muy queda de las esperanzas puestas en Monsieur, el hermano del rey, que luego fue Carlos X.

Acogían con arrebatos de alegría canciones populacheras que llamaban a Napoleón. Había duquesas, mujeres de mundo de lo más exquisito y encantador, que se deleitaban con estrofas como la siguiente, referidas a «los federados»:

¡Remeteos los faldones

de la camisa en los pantalones

que un patriota no se arranca

ondeando bandera blanca!

Se entretenían con retruécanos que les parecían atrevidísimos, con juegos de palabras inocentes que tenían por venenosos y con cuartetos, e incluso con pareados; por ejemplo, acerca de los ministros de Dessolles, jefe de un gobierno moderado, entre los que se encontraban los señores Decazes y Deserre:

Para afirmar el trono y que sea más capaz

hay que cambiar de sol y de ser y de caz.

O manipulaban la lista de la Cámara Alta, «una cámara abominablemente jacobina», y combinaban en ella alianzas de apellidos para que salieran, por ejemplo, frases como ésta: ; y todo ello con muy buen humor.

En aquellas reuniones se hacían parodias de la Revolución. Les entraban a saber qué veleidades de atizar las mismas iras, pero en sentido contrario. Cambiaban en el a los aristócratas por los bonapartistas:

Las canciones son como la guillotina; cortan lo que les ponen delante, hoy esta cabeza y mañana aquella otra. Son sólo variantes.

En el proceso Fualdès, que es de por entonces, de 1816, se ponían de parte de Bastide y Jausion porque Fualdès era «bunoapartista». A los liberales los llamaban Era el mayor insulto.

Como en los campanarios de algunas iglesias, en el salón de la baronesa de T. había dos gallos. Uno era el señor Gillenormand, y el otro, el conde de Lamothe-Valois, del que se decían unos a otros por lo bajo: Los partidos conceden a veces amnistías singulares.

Añadamos lo siguiente: en la burguesía, las situaciones honoríficas las hacen ir a menos las relaciones demasiado fáciles; hay que tener cuidado de con quién se trata uno; de la misma forma que hay una pérdida calórica en las inmediaciones de quienes tienen frío, hay una mengua de consideración al acercarse a personas despreciadas. La alta sociedad de antes estaba por encima de esa ley como también por encima de todas las demás. A Marigny, hermano de la Pompadour, lo reciben en casa del príncipe de Soubise. ¿Pese a que…? No; porque. A Du Barry, padrino de la Vaubernier, lo acogen de mil amores en casa del mariscal de Richelieu. Esa sociedad es el Olimpo. Mercurio y el príncipe de Guéménée están en su casa. Admiten a los ladrones con tal de que sean dioses.

El conde de Lamothe, que en 1815 era un anciano de setenta y cinco años, no tenía nada notable a no ser la expresión callada y sentenciosa y el rostro anguloso y frío, los modales exquisitamente corteses, el frac abrochado hasta la corbata y las piernas, larguísimas y siempre cruzadas, metidas en un pantalón largo y lacio color de siena tostada. Tenía la cara del mismo color que el pantalón.

El tal señor de Lamothe «contaba» en este salón porque era «famoso» y, cosa muy curiosa, pero cierta, por el apellido Valois.

En cuanto al señor Gillenormand, lo consideraban mucho, y por sus propios méritos. Era toda una autoridad. Por muy frívolo que fuera, tenía, y sin menoscabo para su buen humor, una forma de ser imponente, digna, honrada y de burguesa altanería; y su edad avanzada se sumaba a lo dicho. Nadie es impunemente la encarnación de todo un siglo. Los años acaban por rodearle a uno la cabeza de un desmelenamiento venerable.

Tenía además frases de esas que son hallazgos del más rancio abolengo. Por ejemplo, cuando el rey de Prusia, tras restaurar a Luis XVIII, vino a verlo con el nombre de conde de Ruppin, el descendiente de Luis XIV lo recibió hasta cierto punto como marqués de Brandeburgo y con la impertinencia más sutil. El señor Gillenormand le dio la razón: —dijo— Un día hicieron, estando él delante, la siguiente pregunta y dio la siguiente respuesta: «¿A qué han condenado al redactor de «Lo van a suspender.» «Sobra el comentó el señor Gillenormand. Frases así dejan bien asentada una situación.

En un tedeum universitario por el regreso de los Borbones, al ver pasar al señor de Talleyrand, dijo:

Al señor Gillenormand solía acompañarlo su hija, esa señorita alta y flaca que tenía entonces los cuarenta cumplidos y aparentaba cincuenta, y un niño muy guapo de siete años, blanco, sonrosado y lozano, de mirada feliz y confiada, que no aparecía nunca en el salón sin que todas las voces empezasen a zumbar a su alrededor: ¡Qué niño tan precioso! ¡Qué pena! ¡Pobre niño! Era el niño a quien hemos mencionado hace poco. Lo llamaban pobre niño porque su padre era un «bandido del Loira».

Aquel bandido del Loira era el yerno del señor Gillenormand de quien ya hemos hablado y a quien el señor Gillenormand tildaba de .

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