Uno de los espectros rojos de aquella época
II
Uno de los espectros rojos de aquella época
A quien hubiera visitado en aquella época la población de Vernon y paseado por el hermoso puente monumental al que pronto sustituirá, no perdamos la esperanza, algún puente metálico espantoso, podría haberle llamado la atención, si miraba desde lo alto del parapeto, un hombre de unos cincuenta años tocado con una gorra de cuero, vestido con un pantalón y una chaqueta de grueso paño gris a la que iba cosido algo amarillo que había sido una cinta roja, calzado con zuecos, tostado por el sol, con la cara casi negra, el pelo casi blanco y una cicatriz ancha en la frente que seguía por la mejilla, doblado, encorvado, envejecido prematuramente, que paseaba a diario como quien dice, con una laya y una podadera en la mano, por una de esas divisiones rodeadas de tapias que están junto al puente y bordean, como una hilera de terrazas, la orilla izquierda del Sena: unos cercados deliciosos repletos de flores de los que podría decirse, si fueran más grandes, que son jardines, y, si fueran más pequeños, que son ramilletes. Todos esos cercados acaban por un lado en el río y, por el opuesto, en una casa. El hombre de chaqueta y zuecos del que acabamos de hablar vivía, allá por 1817, en el más estrecho de esos cercados y la más humilde de esas casas. Residía allí solo y solitario, callado y pobre, con una mujer ni joven ni vieja, ni fea ni guapa, ni campesina ni de ciudad, que le hacía las veces de sirvienta. El cuadro de tierra al que llamaba jardín era famoso en la ciudad por la belleza de las flores que en él cultivaba. Las flores eran la ocupación a que se dedicaba.
A fuerza de trabajo, de perseverancia, de cuidados y de cubos de agua, había conseguido crear a la zaga del creador; y había inventado unos tulipanes y unas dalias de los que parecía que se había olvidado la naturaleza. Era ingenioso; se anticipó a Soulange Bodin en la constitución de macizos pequeños de tierra de brezo para el cultivo de los exóticos y valiosos arbustos de América y China. Con las claras del alba, en verano, ya estaba en los paseos, cavando, podando, escardando, regando, caminando entre las flores con expresión triste y bondadosa, soñador e inmóvil a veces durante horas, escuchando el canto de un pájaro en un árbol, el gorjeo de un niño en una casa, o con los ojos clavados en la punta de una brizna de hierba, en una gota de rocío que el sol convertía en un carbunclo. Era muy parco en el comer y bebía más leche que vino. Un chiquillo lo convencía, su criada lo reñía. Era tan tímido que parecía hosco, salía muy poco y no veía sino a los pobres que llamaban al cristal de la ventana y a su párroco, el padre Mabeuf, un buen hombre ya mayor. Sin embargo, si vecinos de la ciudad o forasteros o cualquiera que pasara por allí tenían curiosidad por ver sus tulipanes o sus rosas y llamaba a la puerta de la casita, les abría sonriente. Era el bandido del Loira.
A quien hubiera leído, por esa misma época, los memoriales militares, las biografías, y los boletines del ejército napoleónico, le podría haber llamado la atención un nombre que aparece en ellos con bastante frecuencia, el nombre de Georges Pontmercy. De muy joven, ese Georges Pontmercy era soldado en el regimiento de Saintonge. Estalló la Revolución. El regimiento de Saintonge formó parte del ejército del Rin. Pues los antiguos regimientos de la monarquía conservaron los nombres de sus provincias incluso después de la caída de la monarquía y no se convirtieron en brigadas hasta 1794. Pontmercy luchó en Spire, en Worms, en Neustadt, en Turkheim, en Alzey, en Maguncia, donde estuvo entre los doscientos que formaban la retaguardia de Houchard. Resistió, estando en duodécimo lugar, al cuerpo del príncipe de Hesse, detrás de la muralla vieja de Andernach, y no se replegó al grueso del ejército hasta que el cañón enemigo no abrió la brecha desde el cordón del parapeto hasta la escarpa. Estuvo a las órdenes de Kléber en Marchiennes y en la batalla del Mont-Palissel, donde le rompió un brazo una bala de vizcaíno. Llegó luego a la frontera de Italia y fue uno de los treinta granaderos que defendieron el puente de Tende con Joubert. Nombraron a Joubert ayudante mayor, y a Pontmercy, subteniente. Pontmercy estaba junto a Berthier entre la metralla en aquella batalla de Lodi que hizo decir a Bonaparte: Vio a quien había sido su general, Joubert, caer en Novi, en el preciso instante en que, con el sable en alto, gritaba: «¡Adelante!». Tras embarcar con su compañía, por necesidades de la campaña, en una gabarra que iba de Génova a no recuerdo ya qué puertecillo de la costa, cayó en un avispero de siete u ocho barcos de vela ingleses. El comandante genovés quería arrojar los cañones al mar, esconder a los soldados en el entrepuente y escurrirse entre las sombras, pasando por navío mercante. Pontmercy mandó izar los colores en la driza del asta y pasó altaneramente ante el cañón de las fragatas británicas. A veinte leguas de allí, cada vez más atrevido, atacó y capturó con la gabarra un transporte inglés de buen tamaño que llevaba tropas a Sicilia, tan cargado de hombres y de caballos que el navío iba atestado hasta las brazolas. En 1805 perteneció a esa división Malher que arrebató Gunzburgo al archiduque Fernando. En Weltingen recogió en sus brazos, bajo una granizada de balas, al coronel Maupetit, herido de muerte al frente del 9.º de dragones. Se distinguió en Austerlitz en ese admirable avance escalonado bajo el fuego enemigo. Cuando la caballería de la guardia imperial rusa aplastó a un batallón del 4.º de infantería de línea, Pontmercy fue de los que tomaron desquite y desbarataron esa guardia. El emperador lo nombró caballero de la Legión de Honor. Pontmercy vio caer prisioneros sucesivamente a Wurmser en Mantua, a Mélas en Alejandría, a Mack en Ulm. Perteneció al octavo cuerpo del Gran Ejército, al mando de Mortier, que se apoderó de Hamburgo. Pasó luego al 55.º de infantería de línea, que era el antiguo regimiento de Flandes. En Eylau, estaba en el cementerio en que el heroico capitán Louis Hugo, tío del autor de este libro, soportó solo con su compañía de ochenta y tres hombres, durante dos horas, todo el empuje del ejército enemigo. Pontmercy fue uno de los tres que salieron vivos de ese cementerio. Estuvo en Friedland. Estuvo en Moscú luego; y luego en el Beresina; y luego en Lutzen, Bautzen, Dresde, Wachau, Leipzig, y en los desfiladeros de Gelenhausen; luego en Montmirail, Château-Thierry, Craon, las orillas del Marne, las orillas del Aisne y la temible posición de Laon. En Arnay-le-Duc, cuando era capitán, atravesó con el sable a diez cosacos y salvó no a su general, sino a su cabo. En esta ocasión recibió muchos tajos y le sacaron veintisiete esquirlas sólo del brazo izquierdo. Ocho días antes de la capitulación de París acababa de hacer una permuta con un compañero y de pasar a caballería. Tenía eso que llamaban en el antiguo régimen es decir, que servía igual para manejar, como soldado, el sable o el fusil; y, como oficial, un escuadrón o un batallón. De esa capacidad, perfeccionada con la educación militar, nacieron algunos cuerpos especiales, los dragones por ejemplo, que son al tiempo de caballería y de infantería. Acompañó a Napoleón a la isla de Elba. En Waterloo era jefe de escuadrón de coraceros en la brigada Dubois. Fue él quien le quitó la bandera al batallón de Luneburgo. Fue a arrojar esa bandera a los pies del emperador. Estaba cubierto de sangre. Al arrebatar la bandera le habían dado un sablazo en la cara. El emperador, contento, le gritó: Pontmercy le contestó: Una hora después, caía en el barranco de Ohain. Dicho esto, ¿quién era este George Pontmercy? Era el anteriormente citado bandido del Loira.
Algo hemos visto ya de su historia. Después de Waterloo, Pontmercy, que ya sabemos que se salvó del camino encajonado de Ohain, consiguió reunirse con el ejército e irse a rastras, de ambulancia en ambulancia, hasta los acantonamientos del Loira.
La Restauración lo dejó a media paga, y luego lo envió en residencia, es decir, bajo vigilancia, a Vernon. El rey Luis XVIII, que consideraba que cuanto había ocurrido durante los Cien Días no existía, no le reconoció ni el grado de oficial de la Legión de Honor, ni el de coronel, ni el título de barón. Él, por su parte, no desperdiciaba ocasión de firmar . Sólo tenía un frac viejo de color azul y nunca salía sin prenderse en él la roseta de la Legión de Honor. El procurador de la corona mandó que lo avisaran de que el Ministerio Fiscal lo iba a procesar por «uso ilegal de esa condecoración». Cuando le dio ese aviso un intermediario oficioso, Pontmercy respondió con una sonrisa amarga: «No sé si será que ya no entiendo el francés o si es usted quien ya no lo habla; pero el hecho es que no comprendo lo que me está diciendo». Acto seguido, salió ocho días seguidos con la roseta. No se atrevieron a meterse con él. En dos o tres ocasiones, el ministerio de la Guerra y el general que estaba al frente de la provincia le escribieron con este tratamiento: . Devolvió las cartas sin abrir. En ese mismo momento, Napoleón, en Santa Helena, daba el mismo trato a las misivas de sir Hudson Lowe dirigidas al . Pontmercy tenía ahora en la boca, y que se nos perdone la expresión, la misma saliva que su emperador.
Hubo de esa misma forma en Roma soldados cartagineses prisioneros que se negaban a saludar a Flaminio y en quienes había algo del alma de Aníbal.
Una mañana se encontró con el procurador de la corona en una calle de Vernon; se le acercó y le dijo: «Señor procurador de la corona, ¿se me permite llevar puesta la cuchillada de la cara?».
No contaba sino con su muy escasa media paga de jefe de escuadrón. Alquiló en Vernon la casa más pequeña que pudo encontrar. Vivía en ella solo, acabamos de ver en qué condiciones. En tiempos del Imperio, entre dos guerras, buscó tiempo para casarse con la señorita Gillenormand. El anciano burgués, indignado en el fondo, consintió en ello suspirando y diciendo: En 1815, la señora Pontmercy, mujer, por cierto, totalmente admirable, de miras elevadas, poco corriente y digna de su marido, murió, dejando un niño. Aquel niño habría sido la alegría del coronel en su soledad; pero el abuelo reclamó imperiosamente a su nieto, declarando que, si no se lo entregaban, lo desheredaría. El padre cedió, en interés del niño, y, al quedarse sin su hijo, se encariñó con las flores.
Por lo demás, había renunciado a todo; ni andaba revolviendo en nada ni conspiraba. Repartía el pensamiento entre las cosas inocentes que hacía y las grandes cosas que había hecho. Pasaba el tiempo esperando que se abriera un clavel o recordando Austerlitz.
El señor Gillenormand no tenía relación alguna con su yerno. Para él, el coronel era «un bandido»; y él, para el coronel, era «un zote». El señor Gillenormand no mencionaba nunca al coronel a no ser, a veces, para hacer alusiones burlonas a «su baronía». Estaba acordado de forma expresa que Pontmercy no intentaría nunca ver a su hijo ni hablarle, so pena de que se lo devolviera tras expulsarlo de su casa y desheredarlo. Para los Gillenormand, Pontmercy era un apestado. Querían educar al niño como les pareciera. Es posible que el coronel se equivocase al aceptar esas condiciones, pero las soportó, pensando que hacía lo mejor y que sólo se sacrificaba él. La herencia de Gillenormand era poca cosa, pero la herencia de la señorita Gillenormand, la hermana mayor, era considerable. Aquella tía que se había quedado soltera era muy rica por parte de madre, y el hijo de su hermana era su heredero natural.
El niño, que se llamaba Marius, sabía que tenía un padre, pero nada más. Nadie le habló nunca de él. No obstante, en la vida social a la que lo llevaba su abuelo, los cuchicheos, las palabras a medias y los guiños acabaron por llegar, a la larga, a la mente del niño y éste acabó por entender algunas cosas; y como adoptaba, por algo parecido a una infiltración y un embebecimiento despacioso, las ideas y las opiniones que eran, por decirlo así, el ambiente que respiraba, acabó, poco a poco, por no pensar en su padre sino avergonzado y con el corazón oprimido.
Mientras crecía así, cada dos o tres meses el coronel hacía una escapada, viajaba furtivamente a París, como un preso que quebranta el destierro e iba a apostarse en Saint-Sulpice a la hora en que la tía llevaba a misa a Marius. Allí, temblando al pensar que la tía podía volverse, escondido detrás de un pilar, inmóvil, sin atreverse a respirar, miraba a su hijo. Ese hombre de la cara acuchillada le tenía miedo a esa solterona.
De esa misma circunstancia había nacido su relación con el párroco de Vernon, el padre Mabeuf.
Aquel digno sacerdote tenía un hermano mayordomo en Saint-Sulpice, quien se fijó varias veces en aquel hombre que miraba a su hijo, en la cicatriz que tenía en la mejilla y las gruesas lágrimas que tenía en los ojos. Aquel hombre que era tan hombre y lloraba como una mujer le llamó la atención al mayordomo. Se le quedó grabada la cara. Un día, fue a Vernon a ver a su hermano, coincidió en el puente con el coronel Pontmercy y reconoció al hombre de Saint-Sulpice. El mayordomo se lo contó al párroco y ambos, con un pretexto cualquiera, fueron a hacerle una visita al coronel. Tras esa visita, vinieron otras. El coronel, muy reservado al principio, acabó por explayarse, y el párroco y el mayordomo se enteraron a la postre de toda la historia y de cómo Pontmercy sacrificaba su dicha al porvenir de su hijo. Ello inspiró al párroco mucha veneración y mucho afecto; y el coronel, por su parte, le cobró afecto al párroco. Además, cuando quiere la casualidad que ambos sean sinceros y buenos, no hay nadie que se comprenda y se amalgame mejor que un sacerdote viejo y un soldado viejo. En el fondo, se trata del mismo hombre. Uno se ha entregado a la patria de abajo y el otro a la patria de arriba; es la única diferencia.
Dos veces al año, el 1 de enero y el día de san Jorge, Marius escribía a su padre cartas de compromiso que le dictaba su tía y que parecían sacadas de algún manual; era cuanto consentía el señor Gillenormand; y el padre contestaba con cartas rebosantes de cariño que el abuelo se metía en el bolsillo sin leerlas.