Hay que congratularse de que por el puente de Austerlitz pasen coches
II
Hay que congratularse de que por el puente de Austerlitz pasen coches
A Jean Valjean se le habían acabado las dudas; afortunadamente, a esos hombres aún les duraban las suyas. Aprovechó aquel titubeo; era tiempo que ellos perdían y que ganaba él. Salió del portal donde se había agazapado y siguió por la calle de Les Postes hacia la zona del Jardín Botánico. Cosette empezaba a estar cansada; la cogió en brazos. No pasaba un alma y no habían encendido los faroles porque había luna llena.
Apretó el paso.
En pocas zancadas llegó a la alfarería Goblet, en cuya fachada la luz de la luna permitía leer con gran claridad la antigua inscripción:
Es Goblet hijo un probo comerciante.
Venid, llevaos cántaros y jarros,
tiestos, ladrillos y atanores varios.
De corazón: más duran que diamantes.
Dejó atrás la calle de La Clef, luego la fuente de Saint-Victor, fue siguiendo la tapia del Jardín Botánico por las calles de más abajo y llegó al muelle. Allí, se volvió. El muelle estaba desierto. Las calles estaban desiertas. No llevaba a nadie detrás. Respiró.
Llegó al puente de Austerlitz.
Todavía había que pagar peaje en aquellos años.
Se presentó en la oficina del peajero y le dio cinco céntimos.
—Son diez céntimos —dijo el inválido del puente—. Lleva en brazos a una niña que puede andar. Pague usted por dos.
Pagó, contrariado de que al pasar hubieran tenido que hacerle un comentario. Toda huida debe llevarse a cabo como escurriéndose.
Al tiempo que él, un carro grande, que iba también a la orilla derecha, cruzaba el Sena. Le sacó partido. Pudo cruzar el puente entero a la sombra de ese carro.
Cuando estaba más o menos a mitad del puente, a Cosette se le habían dormido los pies y quiso seguir andando. La dejó en el suelo y volvió a cogerla de la mano.
Tras cruzar el puente, divisó, de frente y un poco a la derecha, unos depósitos al aire libre y se dirigió hacia allí. Para llegar, tenía que aventurarse por un tramo bastante ancho, al descubierto e iluminado. No se lo pensó dos veces. Estaba claro que había despistado a los perseguidores, y Jean Valjean pensaba que estaba fuera de peligro. Lo buscaban, sí; pero no lo seguían.
Una callejuela, la calle de Le Chemin-Vert-Saint-Antoine, se abría entre dos zonas de depósitos que rodeaban unas tapias. Era una calle estrecha y oscura, como pensada ex profeso para él. Antes de internarse en ella miró hacia atrás.
Desde el lugar en que estaba veía entero el puente de Austerlitz.
Cuatro sombras acababan de meterse por el puente.
Esas sombras le daban la espalda al Jardín Botánico y se encaminaban hacia la orilla derecha.
Esas cuatro sombras eran los cuatro hombres.
Jean Valjean se estremeció como el animal que siente que lo han vuelto a atrapar.
Le quedaba una esperanza: que esos hombres a lo mejor no habían entrado aún en el puente y no lo habían visto cuando cruzó, con Cosette de la mano, la zona iluminada.
En tal caso, si se internaba en la callejuela que tenía delante y, si conseguía llegar a los depósitos, los huertos, los sembrados y los solares, podía librarse de ellos.
Le pareció que aquella callejuela silenciosa era de fiar. Se internó en ella.