Mientras esperaban
VI
Mientras esperaban
¿Qué hicieron en esas horas de espera?
Tenemos que contarlo, porque es historia.
Mientras los hombres hacían cartuchos, y las mujeres, hilas; mientras una cazuela grande, llena de estaño y plomo fundido destinados al molde de balas, humeaba en un infiernillo encendido; mientras los vigías velaban con el arma al brazo en la barricada; mientras Enjolras, a quien no había forma de distraer, vigilaba a los vigías, Combeferre, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Feuilly, Bossuet, Joly, Bahorel y unos cuantos más se buscaron y se reunieron, como en los días más sosegados de sus charlas de estudiantes, y, en un rincón de aquella taberna convertida en casamata, a dos pasos del reducto que habían levantado, con las carabinas cebadas y cargadas apoyadas en el respaldo de las sillas, estos jóvenes rozagantes, tan próximos a una hora suprema, empezaron a decir versos de amor.
¿Qué versos? Éstos:
¿Recuerdas qué jóvenes fuimos hace años?
¡Qué vida tan dulce llevamos los dos!
Era nuestro anhelo y nuestra ambición
ser tan elegantes cuanto enamorados.
Tu edad y la mía sumaban cuarenta;
e incluso sumaban quizá algo menos.
En aquella casa, aunque fuese invierno,
era por entonces siempre primavera.
¡Qué tiempos aquellos! Asistía París
a banquetes santos. Manuel era digno,
rezongaba Foy; y tú en el corpiño
llevabas un broche en que yo me herí.
¿Quién no te miraba? Letrado sin toga,
a almorzar al Bois contigo me iba
y eras tan bonita que yo suponía
que, cuando pasabas, se volvían las rosas.
Las oía decir: ¡Qué guapa! ¡Qué pelo!
¡Y lo bien que huele! En la manteleta
esconde unas alas, y es una flor nueva,
apenas abierta, su airoso sombrero.
Paseaba contigo, te cogía del brazo.
Pensaba la gente que el amor trenzaba
en nuestra pareja tan enamorada
el mes de abril dulce y el mayo gallardo.
Vivíamos contentos, la puerta cerrábamos
para hincarle el diente al fruto prohibido;
ya tu corazón había asentido
antes de que algo dijeran mis labios.
Era la Sorbona bucólico suelo
donde te adoraba de día y de noche.
Así es como el alma amorosa corre,
en país latino, junto al río Tierno.
¡Ah, plaza Dauphine! ¡Ah, plaza Maubert!
Cuando en la buhardilla juvenil y fresca
te subías las medias en las piernas tersas
un astro en el cuarto creía yo ver.
Leía a Platón, pero lo he olvidado.
Más que los filósofos con todo su empeño
tú me demostrabas la bondad del cielo
con darme una flor por todo regalo.
Yo te obedecía y yo era tu dueño.
¡Ay, desván dorado! Te ataba las cintas
del corsé; mirabas, paseando en camisa,
tu rostro lozano en el viejo espejo.
No puede ocurrir que algún día se pierdan
esos días de aurora y de cielo raso,
de flores, de gasas, de muarés, de lazos
donde balbuceaba el amor su jerga.
Unos tulipanes de jardín hacían,
y en vez de visillo ponías la enagua.
La taza de china para ti dejaba.
El tazón de barro para mí cogía.
¡Nos hacían gracia horrendas desdichas!
¡El boa perdiste, se quemó el manguito!
Y aunque Shakespeare fuera poeta divino
por cenar vendimos su retrato un día.
Era yo mendigo; tú, caritativa.
Tus brazos tan lindos al pasar besaba.
Y para unas cuantas castañas asadas
usamos de mesa un Dante, entre risas.
Y la vez aquella que, en mi alegre cuarto,
de tu boca ardiente robé el primer beso,
huiste azorada y revuelto el pelo
y yo creí en Dios, demudado y pálido.
¿Te acuerdas de cuántas dichas conocimos
y con cuántos chales hicimos harapos?
¡Ay, cuántos suspiros al cielo volaron!
¡Cuántos, a la sombra del alma nacidos!
La hora, el lugar, la evocación de aquellos recuerdos de juventud, unas cuantas estrellas que empezaban a brillar en el cielo, el reposo fúnebre de aquellas calles desiertas, la inminencia de la aventura inexorable que se avecinaba les daban un encanto patético a esos versos que susurraba a media voz en el crepúsculo Jean Prouvaire, quien, ya lo hemos dicho, era un poeta lleno de dulzura.
Entretanto, habían encendido un farolillo en la barricada pequeña y, en la grande, una de esas antorchas de cera como las que llevan el martes de carnaval delante de los coches llenos de personas disfrazadas que van a La Courtille. Ya hemos visto que esas antorchas procedían del barrio de Saint-Antoine.
Habían colocado la antorcha en una especie de jaula de adoquines cerrada por tres lados para protegerla del viento y orientada de forma tal que toda la luz iba a dar a la bandera. La calle y la barricada estaban sumidas en la oscuridad y sólo se veía la bandera, espléndidamente iluminada como por una linterna sorda gigantesca.
Aquella luz añadía al color escarlata de la bandera a saber qué púrpura terrible.