Los miserables

La emboscada

XX

La emboscada

La puerta de la buhardilla acababa de abrirse de golpe y asomaban por ella tres hombres con blusón de algodón azul y máscaras de papel negro. El primero era flaco y llevaba un garrote largo y herrado; el segundo, que era como un coloso, llevaba cogida por la parte central del mango y con la hoja hacia abajo un hacha de las de matar a los bueyes. El tercero, un hombre achaparrado, menos flaco que el primero y menos robusto que el segundo, empuñaba una llave enorme robada de la puerta de alguna cárcel.

Por lo visto, lo que estaba esperando Jondrette era que llegasen esos hombres. El hombre del garrote, el flaco, y él entablaron un diálogo veloz.

—¿Está todo listo? —dijo Jondrette.

—Sí —contestó el hombre flaco.

—¿Dónde está Montparnasse?

—Nuestro galán joven se ha parado a charlar con tu hija.

—¿Con cuál?

—Con la mayor.

—¿Hay un coche abajo?

—Sí.

—¿Está enganchada la tartana?

—Enganchada está.

—¿Con dos buenos caballos?

—Estupendos.

—¿Está esperando donde dije que esperara?

—Sí.

—Bien —dijo Jondrette.

El señor Leblanc estaba muy pálido. Miraba cuanto lo rodeaba en el tugurio como un hombre que cae en la cuenta de dónde ha ido a meterse; y movía la cabeza girando el cuello, por turnos, hacia todas las caras que lo rodeaban, con lentitud atenta y asombrada; pero nada había en su expresión que se pareciera al miedo. Se había atrincherado provisionalmente detrás de la mesa; y aquel hombre, que momentos antes sólo parecía un anciano bondadoso, se había convertido repentinamente en algo parecido a un atleta y apoyaba el puño robusto en el respaldo de su silla con un gesto temible y sorprendente.

Aquel anciano, tan firme y tan valiente frente a semejante peligro, parecía tener uno de esos caracteres que son valerosos de la misma forma que son buenos, con facilidad y sencillez. Nunca nos resulta ajeno el padre de una mujer a la que amamos. Marius se sintió orgulloso del desconocido aquel.

Tres de los hombres remangados, de los que había dicho Jondrette: habían cogido, del montón de chatarra, uno de ellos una cizalla grande; otro, unas pinzas de hacer palanca; y el tercero, un martillo; y se habían cruzado delante de la puerta sin decir palabra. El viejo se había quedado en la cama y se había limitado a abrir los ojos. La Jondrette se había sentado junto a él.

Marius pensó que faltaban pocos segundos para que llegase el momento de intervenir y alzó la mano derecha hacia el techo y apuntando al pasillo, dispuesto a disparar la pistola.

Jondrette, tras dar por concluido el coloquio con el hombre del garrote, se volvió otra vez hacia el señor Leblanc y repitió la pregunta acompañándola con esa risa baja, contenida y terrible, tan suya:

—¿Así que no me reconoce?

El señor Leblanc lo miró a la cara y contestó:

—No.

Entonces Jondrette se llegó hasta la mesa. Se inclinó por encima de la vela, cruzándose de brazos, acercando el rostro anguloso y feroz a la cara tranquila del señor Leblanc; y, arrimándose cuanto pudo a él, sin que éste retrocediera, en esa postura de la fiera que va a morder, gritó:

—No me llamo Fabantou; no me llamo Jondrette; ¡me llamo Thénardier! ¡Soy el posadero de Montfermeil! ¿Se entera? ¡Thénardier! ¿Me reconoce ahora?

Al señor Leblanc le pasó por la frente un imperceptible rubor, y contestó sin que le temblase la voz y sin alzar el tono, con su placidez ordinaria:

—Pues no.

Marius no oyó esa respuesta. Quien lo hubiera visto en aquellos momentos, en aquella oscuridad, se lo habría encontrado descompuesto, alelado y fulminado. En el momento en que Jondrette dijo: , tuvo Marius un estremecimiento de todos los miembros y se apoyó en la pared como si hubiera notado el frío de una hoja de acero atravesándole el corazón. Luego se le bajó despacio el brazo derecho, listo para disparar un tiro y dar la señal, y, en el momento en que Jondrette repitió: los dedos desfallecidos de Marius estuvieron a punto de dejar caer la pistola. Jondrette, al revelar quién era, no había conseguido que se inmutara el señor Leblanc, pero sí trastornar a Marius. Aquel apellido, Thénardier, que al señor Leblanc no parecía sonarle, a Marius sí le sonaba. ¡Recordemos lo que era ese apellido para él! ¡Ese apellido lo había llevado junto al corazón, escrito en el testamento de su padre! Lo llevaba en lo hondo del pensamiento, en lo hondo de la memoria, en aquella recomendación sagrada: «Un tal Thénardier me salvó la vida. Si mi hijo se encuentra con él, que le haga todo el bien que esté en su mano». Como recordaremos, aquel apellido era una de las devociones de su alma. En el culto que rendía a su padre, unía ese nombre al de éste. ¡Cómo! ¡Ese hombre era Thénardier, ése era el posadero de Montfermeil que había buscado tanto tiempo en vano! Al fin lo encontraba y ¡en qué circunstancias! ¡El salvador de su padre era un bandido! ¡El hombre en quien Marius soñaba con volcarse abnegadamente era un monstruo! ¡El liberador del coronel Pontmercy estaba cometiendo un atentado cuya forma no vislumbraba aún Marius con claridad pero que tenía visos de ser un asesinato! ¡Y a quién estaba atacando, por Dios! ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la suerte! Su padre le ordenaba desde lo hondo del sepulcro que le hiciera a Thénardier todo el bien que estuviera en su mano; hacía cuatro años no pensaba sino en pagar aquella deuda de su padre y, en el momento en que iba a entregar a la justicia a un bandido cuando estaba cometiendo un crimen, el destino le gritaba: ¡Es Thénardier! Por fin iba a pagarle a ese hombre la vida de su padre, rescatado de un granizo de metralla en el campo heroico de Waterloo, ¡e iba pagársela con el patíbulo! Se había prometido a sí mismo, si alguna vez encontraba a Thénardier, que no se acercaría a él sino arrojándose a sus pies; y lo había encontrado, efectivamente, pero ¡para entregárselo al verdugo! Su padre le decía: «¡Socorre a Thénardier!». ¡Y él respondía a aquella voz adorada y santa aplastando a Thénardier! ¡Brindarle a su padre, que estaba en la tumba, el espectáculo del hombre que lo había arrancado a la muerte, jugándose la propia vida, ejecutado en la plaza de Saint-Jacques, por obra y gracia de su hijo, de ese Marius al que había dejado por herencia a aquel hombre! ¡Y qué irrisorio resultaba haber llevado tanto tiempo pegadas al pecho las últimas voluntades de su padre escritas de su puño y letra para caer ahora, de forma espantosa, en todo lo contrario! Pero, por otra parte, ¿podía presenciar aquella emboscada y no impedirla? ¡Cómo! ¡Condenar a la víctima y salvar al asesino! ¿Podía sentir alguien agradecimiento alguno hacia un miserable de esa laya? Todo cuanto llevaba Marius pensando desde hacía cuatro años lo había atravesado de parte a parte aquel golpe inesperado. Temblaba. Todo dependía de él. Sin que aquellas personas que estaban ahí, moviéndose ante sus ojos, lo supieran, las tenía en sus manos. Si disparaba el tiro, el señor Leblanc se salvaba y Thénardier estaba perdido; si no lo disparaba, sacrificaba al señor Leblanc y, ¿quién sabe?, Thénardier escapaba. ¡Despeñar a uno o desentenderse del otro! Remordimiento por ambos lados. ¿Qué hacer? ¿Qué escoger? ¡No cumplir con esos recuerdos tan imperiosos, con esos compromisos tan hondos que había adquirido consigo mismo, con el deber más sagrado, con el texto más venerado! ¡No cumplir con el testamento de su padre o permitir que se cometiera un crimen! Por un lado, le parecía estar oyendo a «su Ursule» rogarle por su padre; y, por otro, el coronel ponía bajo su amparo a Thénardier. Sentía que se volvía loco. Se le doblaban las rodillas. Y no tenía siquiera tiempo de pensárselo, porque la escena que se desarrollaba ante su vista se iba acelerando furiosamente. Aquello era como un torbellino que había creído dominar y que lo arrastraba. Estuvo a punto de desmayarse.

En tanto, Thénardier, pues en adelante sólo lo llamaremos así, paseaba de arriba abajo, pasando por delante de la mesa, presa de una suerte de extravío y de triunfo frenético.

Agarró la vela y la puso encima de la chimenea con un golpe tan violento que la mecha estuvo a punto de apagarse y el sebo salpicó la pared.

Se volvió luego hacia el señor Leblanc, atemorizador, y escupió las siguientes palabras:

—¡Flameado! ¡Ahumado! ¡Guisado! ¡A la parrilla!

Y volvió a pasear arriba y abajo, en plena erupción.

—¡Ah! —gritaba—. ¡Por fin lo encuentro, señor filántropo! ¡Señor millonario de tres al cuarto! ¡Regalador de muñecas! ¡Señor simplón! ¡Ah! ¡Dice que no me reconoce! ¡Será que no fue usted quien estuvo en Montfermeil, en mi posada, hace ocho años, en la Nochebuena de 1823! ¡Será que no fue usted quien se llevó de mi casa a la hija de Fantine, a la Alondra! ¡Será que no fue usted quien llevaba un carrique amarillo! ¡Qué va! ¡Ni un paquete de ropa en la mano, igual que esta mañana, aquí, en mi casa! ¡Ya ves, mujer! ¡Por lo visto es una manía que tiene, esa de llevar a las casas paquetes llenos de medias de lana! ¡Menudo viejo caritativo está hecho! ¿Será que es usted comerciante de géneros de punto, señor millonario? ¿Y les regala a los pobres las existencias de la tienda, santo, que es usted un santo? ¡Menudo funámbulo está hecho! ¿Así que no me reconoce? ¡Pues yo sí que lo reconozco! ¡Lo reconocí enseguida, en cuanto asomó los morros por aquí! ¡Ah, por fin va a quedar claro que no puede uno ir de rositas a casa de la gente con el pretexto de que es una posada, vestido de mala manera, con pinta de pobre, tan pobre que cualquiera le habría dado cinco céntimos, para engañar a la gente y hacerse el generoso, y dejarla sin su forma de ganarse el pan, y amenazarla en el bosque, y creerse que ya ha cumplido trayéndoles luego, cuando esa gente está en la ruina, una levita ancha y dos malas mantas de hospital, viejo granuja, ladrón de niños!

Calló y, por unos instantes, pareció que hablaba consigo mismo. Hubiérase dicho que aquella furia suya caía, como el Ródano, en un agujero; luego, como si rematase en voz alta las cosas que acababa de decirse por lo bajo, dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¡Con esa pinta bonachona!

Y, encarándose con el señor Leblanc, siguió diciendo:

—¡Cuerpo de Cristo! ¡Hace tiempo se rió de mí! ¡Tiene usted la culpa de todas mis desgracias! ¡Se llevó por mil quinientos francos una chica que tenía yo y que era seguramente de alguna gente rica y que me había proporcionado ya mucho dinero y tenía que darme para vivir toda la vida! ¡Una chica que me habría resarcido de todo lo que perdí en aquel figón asqueroso donde había aquelarres por todo lo alto y donde me dejé, como un imbécil, todos los cuartos que tenía! ¡Ah, cuánto me gustaría que todo el vino que se bebió en mi taberna se les volviera veneno a quienes lo bebieron! Pero, bueno, ¡da igual! ¡Oiga, qué gracia debí de hacerle cuando se largó con la Alondra! Llevaba su garrote, en el bosque. Era el más fuerte. ¡La revancha! ¡Los triunfos los tengo yo hoy! ¡Va listo, compadre! Pero ¡si es que me da la risa! ¡Lo que me estoy riendo, de verdad! ¡Cómo ha caído en la trampa! ¡Le dije que era actor, que me llamaba Fabantou, que había trabajado con la señorita Mars, con la señorita que el casero quería cobrarme mañana, 4 de febrero! ¡Y ni siquiera cayó en la cuenta de que los alquileres vencen el 8 de enero, y no el 4 de febrero! ¡Cretino ridículo! ¡Y esos cuatro felipes de mala muerte que me trae! ¡Canalla! ¡Ni siquiera se le ha movido el alma y ha llegado a los cien francos! ¡Y cómo se tragaba las ramplonerías que le contaba! ¡Qué risa! Me decía a mí mismo: «¡So pánfilo! ¡Te tengo pillado! ¡Esta mañana te lamo las patazas y esta noche te roeré el corazón!».

Thénardier calló. Estaba sin resuello. El pecho débil y estrecho jadeaba como el fuelle de una fragua. Le rebosaba de la mirada esa innoble felicidad propia de un ser débil, cruel y cobarde que por fin puede derribar a quien temía e insultar a quien le bailó el agua, el júbilo de un enano que le pisa la cabeza a Goliat, el júbilo de un chacal que está empezando a arrancarle la carne a tiras a un toro enfermo, lo bastante muerto para no defenderse ya y lo bastante vivo para sufrir todavía.

El señor Leblanc no lo interrumpió, pero cuando Thénardier calló, le dijo:

—No sé a qué se refiere. Se confunde. Soy un hombre muy pobre y desde luego disto mucho de ser millonario. No lo conozco a usted. Me toma por otro.

—¡Ah! —dijo, como en un estertor, Thénardier—. ¡Vaya broma! ¿Pretende seguir con ese chiste? ¡Vaya torpeza, amigo! ¿Así que no se acuerda? ¿No cae en la cuenta de quién soy?

—Disculpe, caballero —contestó el señor Leblanc con un tono cortés que, en aquellas circunstancias, tenía un toque extraño y poderoso—; sí caigo en la cuenta de que es usted un bandido.

Como todo el mundo habrá observado, los seres odiosos tienen su susceptibilidad, y los monstruos son quisquillosos. Al oír la palabra «bandido», la Thénardier se tiró de la cama. Thénardier agarró su silla como si fuera a partirla con las manos.

—¡Tú no te muevas! —le gritó a su mujer. Y, volviéndose hacia el señor Leblanc, dijo—: ¡Bandido! ¡Sí, ya sé que ustedes, los ricos, nos llaman así! ¡Pues sí, es cierto, quebré, me ando escondiendo, no tengo pan, no tengo ni un céntimo, soy un bandido! Llevo tres días sin comer, ¡soy un bandido! ¡Ay, ustedes andan con los pies calientes, llevan escarpines de Sakoski, llevan levitas guateadas, como si fueran arzobispos, viven en el piso principal y en fincas con portero, comen trufas, comen manojos de espárragos de cuarenta francos en el mes de enero y guisantes, se atiborran, y, cuando quieren saber si hace frío, miran en el periódico lo que marca el termómetro del ingeniero Chevalier! Pero nosotros somos los termómetros, no necesitamos ir a mirar en el muelle, en la esquina de la torre de L’Horloge, cuántos grados de frío hay, notamos que la sangre se nos coagula en las venas y que el hielo nos llega al corazón y decimos: ¡No hay Dios! ¡Y vosotros venís a nuestras cuevas, sí, a nuestras cuevas, a llamarnos bandidos! Pero ¡nos los comeremos! ¡Sí, os devoraremos, infelices! Entérese bien, señor millonario: ¡yo fui un hombre con una posición, y tuve mi negocio con patente, y fui elector! ¡Yo soy un burgués! ¡Y a lo mejor resulta que usted no lo es!

Al llegar aquí, Thénardier dio un paso hacia los hombres que estaban junto a la puerta y añadió, presa de un temblor:

—¡Cuando pienso que se atreve a venir aquí a hablarme como si fuera yo un zapatero remendón!

Luego, dirigiéndose al señor Leblanc con recrudecido frenesí:

—¡Y entérese bien, señor filántropo, de que yo no soy un hombre poco claro! ¡No soy un hombre que nadie sabe cómo se llama y que va a las casas a secuestrar a los niños! ¡Soy un antiguo soldado francés y deberían haberme condecorado! ¡Yo estuve en Waterloo! ¡Y salvé en la batalla a un general que se llamaba el conde de no sé qué! Me dijo cómo se llamaba, pero hablaba tan flojo aquella puñetera voz que no lo oí. Sólo oí: . Más me habría gustado un nombre que un agradecimiento. Así podría haberlo localizado. Ese cuadro que ve ahí y que pintó David en Bruselas, ¿sabe lo que representa? Pues me representa a mí. David quiso inmortalizar ese hecho de armas. Llevo al general cargado a la espalda y me voy con él, cruzando entre la metralla. Ésa es la historia. ¡Nunca hizo nada por mí ese general, no valía más que los otros! Pero eso no quita para que le salvase la vida jugándome la mía, ¡y tengo los bolsillos repletos de papeles que lo certifican! ¡Soy un soldado de Waterloo, por vida de…! Y ahora que ya he tenido la bondad de contarle todo esto, acabemos. ¡Necesito dinero, necesito mucho dinero, necesito muchísimo dinero, o, si no, me lo cargo, voto a Dios!

Marius había conseguido domeñar hasta cierto punto sus angustias y escuchaba. Acababa de desvanecerse la última posibilidad de dudar. Era, efectivamente, el Thénardier del testamento. Marius se estremeció al oír que tildaban a su padre de ingrato y que él estaba a punto de dar pie fatalmente a ese reproche. Se sintió aún más perplejo. Aunque, por lo demás, había en cuanto decía Thénardier, en el tono, en los ademanes, en la mirada que arrancaba llamas a todas las palabras, había en aquel estallido de una naturaleza perversa completamente al descubierto, en aquella mezcla de fanfarronería y de abyección, de orgullo y de bajeza, de rabia y de estupidez, en aquel caos de agravios reales y de sentimientos falsos, en aquel impudor de un hombre malo que paladea la voluptuosidad de la violencia, en aquella desnudez descarada de un alma fea, en aquella conflagración de todos los padecimientos combinados con todos los odios, algo que resultaba repulsivo como el mal y desgarrador como la verdad.

La obra maestra, el cuadro de David cuya compra le había propuesto al señor Leblanc, no era, como ya habrá adivinado el lector, sino el letrero del figón de Thénardier, que, como recordaremos, había pintado él en persona, el único despojo que le quedaba del naufragio de Montfermeil.

Como ya no interceptaba la trayectoria visual de Marius, éste podía, mirar despacio el objeto, y, en aquel pintarrajo, ahora reconocía realmente una batalla, un fondo de humo y un hombre que cargaba con otro. Era el grupo de Thénardier y Pontmercy, el sargento salvador y el coronel salvado. Marius estaba como ebrio; aquel cuadro le devolvía, en cierto modo, la vida a su padre, no era ya el letrero de una taberna de Montfermeil, sino una resurrección; se abría a medias una tumba y se erguía fuera de ella un fantasma. Marius notaba los golpes del corazón en las sienes, tenía en los oídos el cañón de Waterloo; su padre, ensangrentado, pintado de mala manera en aquel entrepaño tétrico, lo espantaba; y le parecía que aquella silueta informe lo miraba fijamente.

Cuando Thénardier hubo recobrado el resuello, clavó en el señor Leblanc las pupilas inyectadas en sangre y le dijo con voz baja y tajante:

—¿Qué tienes que decir antes de que te cortemos en pedacitos?

El señor Leblanc callaba. En medio de ese silencio, una voz ronca soltó desde el pasillo este sarcasmo lúgubre:

—¡Aquí estoy yo si hay que partir leña!

Era el hombre del hacha, que andaba de guasa.

Al mismo tiempo, una cara enorme, erizada y terrosa, asomó por la puerta con una risa terrorífica que mostraba no unos dientes humanos, sino unos colmillos de fiera.

Era la cara del hombre del hacha.

—¿Por qué te has quitado la máscara? —le gritó Thénardier furioso.

—Para hacer una gracia —contestó el hombre.

El señor Leblanc hacía unos instantes que parecía estar siguiendo y acechando todos los movimientos de Thénardier, a quien cegaba y deslumbraba su propia rabia e iba y venía por la guarida con la confianza de saber que la puerta estaba guardada, que él estaba armado y tenía atrapado a un hombre desarmado y que eran nueve contra uno, en el supuesto de que la Thénardier no valiera por un hombre. Mientras se encaraba con el hombre del hacha, le daba la espalda al señor Leblanc.

El señor Leblanc aprovechó ese momento, le dio una patada a la silla, empujó la mesa con el puño y, de un salto, con una agilidad prodigiosa y antes de que Thénardier tuviera tiempo de darse la vuelta, ya estaba en la ventana. Abrirla, subirse al antepecho y sacar una pierna por ella fue cuestión de un segundo. Ya tenía medio cuerpo fuera cuando seis puños robustos lo agarraron y volvieron a meterlo enérgicamente en el tugurio. Eran los tres «fumistas» que se le habían echado encima. Al mismo tiempo, la Thénardier lo agarró del pelo.

Al oír aquel ruido de pies, los otros bandidos llegaron desde el pasillo. El viejo que estaba encima del catre y parecía tomado del vino bajó del camastro y llegó, tambaleándose, con un martillo de peón caminero en la mano.

Uno de los «fumistas», cuya vela le iluminaba la cara tiznada y en quien Marius reconoció, pese a ese tizne, a Panchaud, conocido por Printanier y Bigrenaille, enarbolaba, por encima de la cabeza del señor Leblanc, una especie de porra que consistía en dos bolas de plomo en los dos extremos de una barra de hierro.

Marius no pudo soportar aquel espectáculo. «Padre —pensó—, ¡perdóneme!» Y buscó con el dedo el gatillo de la pistola. Estaba a punto de disparar cuando la voz de Thénardier gritó:

—¡No le hagáis daño!

Aquel intento desesperado de la víctima, en vez de exasperar a Thénardier, lo había tranquilizado. Había en él dos hombres: el hombre feroz y el hombre hábil. Hasta entonces, al desbordársele el triunfo y ante la presa cobrada y que no se movía, había predominado el hombre feroz; cuando la víctima forcejeó y pareció querer luchar, apareció el hombre hábil y se impuso.

—¡No le hagáis daño! —repitió. Y, sin sospecharlo, su primer logro fue que detuvo la pistola a punto de disparar y paralizó a Marius, para quien desapareció la urgencia y que, ante aquella frase diferente no vio inconveniente en seguir esperando. A lo mejor se presentaba alguna oportunidad que lo liberase de la espantosa alternativa de dejar morir al padre de Ursule o de llevar a la perdición al salvador del coronel.

Se había entablado una lucha hercúlea. De un puñetazo en pleno pecho, el señor Leblanc había mandado, rodando, al viejo hasta el centro de la habitación; luego, de dos manotazos, dio en el suelo con otros dos atacantes y los tenía sujetos con sendas rodillas; los miserables aquellos lanzaban un estertor bajo esa opresión como si estuvieran bajo una muela de granito; pero los otros cuatro habían agarrado el temible anciano por ambos brazos y por la nuca y lo sujetaban, acurrucado encima de los dos «fumistas» derribados. Así, al señor Leblanc, que dominaba a unos mientras a él lo dominaban los otros y aplastaba a los de debajo asfixiándose bajo los de arriba, sacudiéndose en vano todas las fuerzas que se apiñaban encima de él, no se lo veía bajo el grupo espantoso de los bandidos, igual que un jabalí bajo un montón aullador de dogos y de sabuesos.

Consiguieron derribarlo encima de la cama más próxima de la ventana y allí lo tuvieron a raya. La Thénardier no le había soltado el pelo.

—Tú —dijo Thénardier—, no te metas. Se te va a romper el chal.

La Thénardier obedeció como la loba obedece al lobo, con un gruñido.

—Vosotros —añadió Thénardier—, registradlo.

El señor Leblanc parecía haber renunciado a resistirse. Lo registraron. Sólo llevaba encima una bolsa de cuero donde había seis francos y el pañuelo.

Thénardier se metió el pañuelo en el bolsillo.

—¡Cómo! ¿No lleva cartera? —preguntó.

—Ni reloj —contestó uno de los «fumistas».

—¡En cualquier caso —susurró con voz de ventrílocuo el hombre enmascarado que llevaba la llave grande— es un viejo duro de pelar!

Thénardier fue hasta el rincón que estaba junto a la puerta y cogió una brazado de cuerdas que les arrojó.

—Atadlo a la pata de cama —dijo. Y, al ver al viejo, que se había quedado en el suelo, cruzado en medio de la habitación tras el puñetazo del señor Leblanc, y no se movía, preguntó:

—¿Boulatruelle está muerto?

—No —contestó Bigrenaille—, está borracho.

—Barredlo a un rincón —dijo Thénardier.

Dos de los «fumistas» empujaron al borracho con el pie hasta el montón de chatarra.

—Babet, ¿por qué has traído a tantos? —le dijo Thénardier por lo bajo al hombre del garrote—. No hacía falta.

—Mira, es que todos han querido tener algo que ver —replicó el hombre del garrote—. La temporada es mala. No se presentan negocios.

El catre en el que habían tendido al señor Leblanc era algo así como una cama de hospital con cuatro montantes toscos de madera casi sin desbastar. El señor Leblanc no opuso resistencia. Los bandidos lo ataron fuertemente, incorporado y con los pies en el suelo, al montante de la cama más alejado de la ventana y más cercano a la chimenea.

Tras apretar el último nudo, Thénardier cogió una silla y fue a sentarse casi enfrente del señor Leblanc. Thénardier no parecía ya el de antes; en pocos instantes su fisonomía había pasado de la violencia desenfrenada a la suavidad serena y astuta. A Marius le costaba reconocer en aquella sonrisa cortés de oficinista la boca casi bestial que lanzaba espumarajos durante el monólogo anterior; miraba estupefacto aquella metamorfosis fantástica e inquietante y notaba lo que notaría un hombre que viese un tigre convertirse en abogado.

—Caballero —dijo Thénardier.

Y, apartando con un ademán a los bandidos que tenían todavía las manos puestas en el señor Leblanc, les dijo:

—Apartaos un poco y dejadme que charle con este señor.

Todos se retiraron, yendo hacia la puerta. Thénardier siguió diciendo:

—Caballero, ha hecho mal queriendo saltar por la ventana. Habría podido romperse una pierna. Ahora, si me lo permite, vamos a hablar tranquilamente. Para empezar, tengo que ponerlo al tanto de algo que he observado, y es que todavía no ha soltado usted ni un grito.

Thénardier tenía razón; era un detalle verídico, aunque se le hubiera escapado al alterado Marius. El señor Leblanc apenas si había pronunciado unas pocas palabras y sin alzar la voz; e incluso mientras luchaba junto a la ventana con los seis bandidos había sido en el más profundo y singular silencio. Thénardier siguió diciendo:

—La verdad es que si hubiera gritado ¡al ladrón! a mí no me habría parecido fuera de lugar. ¡Al asesino! es algo que se dice llegado el caso y, en lo que a mí se refiere, no me lo habría tomado a mal. Es de lo más natural que organice uno cierto jaleo cuando se encuentra en compañía de personas que no inspiran suficiente confianza. Si lo hubiera hecho usted, no se lo habríamos impedido. Ni siquiera lo habríamos amordazado. Y voy a decirle por qué. Porque esta habitación es muy sorda. Sólo tiene esa ventaja, pero la tiene. Es un sótano. Si alguien tirase aquí una bomba, al cuerpo de guardia más próximo sólo le sonaría al ruido de los ronquidos de un borracho. Aquí un cañón haría bum y un trueno haría puf. Es un lugar apañado. Pero, a lo que íbamos, usted no ha gritado, lo cual es preferible, le doy la enhorabuena y voy a decirle a qué conclusión me lleva. Mi querido señor, cuando uno grita, ¿quién viene? La policía. ¿Y detrás de la policía? La justicia. Pues bien, si usted no ha gritado, es que no tiene ningún interés, como tampoco lo tenemos nosotros, en que se presenten aquí la justicia y la policía. Es que —y hace mucho que lo sospecho— le conviene, por lo que sea, ocultar algo. Por nuestra parte, nos conviene lo mismo. Así que podemos entendernos.

Mientras decía estas palabras, parecía como si Thénardier, con los ojos clavados en el señor Leblanc, intentase hundir las puntas afiladas que le salían de los ojos en la conciencia de su prisionero. Por lo demás, su forma de expresarse, impregnada de una especie de insolencia moderada y socarrona, era discreta y casi escogida, y en aquel miserable que, una hora antes, no era sino un bandido se notaba ahora al «hombre que ha estudiado para cura».

El silencio que había guardado hasta entonces el prisionero, aquella precaución que lo llevaba incluso a olvidarse de luchar por la vida, aquella resistencia a caer en la reacción más espontánea de la naturaleza, que es gritar, todo aquello, debemos decirlo, importunaba a Marius, desde que Thénardier lo había comentado, y le causaba una extrañeza incómoda.

Aquella observación tan fundada de Thénardier le tornaban a Marius aún más oscuros los misterios impenetrables tras los que se ocultaba aquel personaje serio y peculiar a quien Courfeyrac había puesto el apodo de señor Leblanc. Pero, fuere cual fuere la situación, atado con cuerdas, rodeado de verdugos, hundido a medias, por así decirlo, en un foso que se iba ahondando más y más por momentos, enfrentado tanto a la ira cuanto a la suavidad de Thénardier, aquel hombre seguía impasible; y Marius no podía por menos de admirar, en un momento así, ese rostro soberbiamente melancólico.

Estaba claro que se trataba de un alma inaccesible al espanto y que no sabía lo que era la sensación de desamparo. Era uno de esos hombres que dominan el pasmo de las situaciones desesperadas. Por extremada que fuese la crisis, por inevitable que fuese la catástrofe, nada había en él que tuviera que ver con la agonía del ahogado que abre bajo el agua unos ojos espantosos.

Thénardier se puso de pie sin afectación, fue a la chimenea, corrió el biombo, que apoyó en el camastro vecino, y dejó así a la vista el hornillo lleno de brasas encendidas entre las que el prisionero podría ver a la perfección el cortafríos al blanco que constelaban, acá y allá, unas estrellitas escarlata.

Luego Thénardier volvió a sentarse junto al señor Leblanc.

—Prosigo —dijo—. Podemos entendernos. Vamos a zanjar esto amistosamente. He hecho mal en perder los estribos hace un rato, no sé dónde tenía la cabeza, he ido demasiado lejos, he dicho extravagancias. Por ejemplo, porque es usted millonario, le he dicho que le exigía dinero, mucho dinero, muchísimo dinero. Pero no sería sensato. La verdad es que, por muy rico que sea, tendrá usted sus obligaciones. ¿Quién no las tiene? No quiero arruinarlo, a fin de cuentas no soy un avariento. No soy de esas personas que, porque están en posición ventajosa, aprovechan para hacer el ridículo. Mire, voy a poner de mi parte y hacer un sacrificio en lo que a mí se refiere. Necesito sencillamente doscientos mil francos.

El señor Leblanc no dijo ni palabra. Thénardier prosiguió:

—Ya ve que le pongo mucha agua al vino. No estoy al tanto de cuál es el estado de su fortuna, pero sé que no mira el dinero, y un hombre como usted, aficionado a las buenas obras, bien puede darle doscientos mil francos a un padre de familia que no ha tenido suerte. No cabe duda de que usted también es sensato, y no se habrá figurado que iba a tomarme el trabajo que me estoy tomando hoy y a organizar lo de esta noche, que es un trabajo bien hecho, según reconocen estos señores, para acabar por pedirle para ir a tomar un tinto de setenta y cinco céntimos y un plato de ternera en Desnoyers. Doscientos mil francos, en eso lo taso. En cuanto salga de su bolsillo esa bagatela, le respondo de que todo quedará dicho y no tendrá que temer que nadie le toque un pelo. Usted me dirá: «Pero es que no llevo encima doscientos mil francos». ¡Claro, claro, no soy ningún exagerado! No exijo nada así. Sólo le pido una cosa, que tenga la bondad de escribir lo que voy a dictarle.

Llegado a este punto, Thénardier se interrumpió; luego, añadió, recalcando las palabras e indicando el hornillo con la sonrisa.

—Queda usted avisado de que no admitiré que me diga que no sabe escribir.

Un gran inquisidor podría haberle envidiado esa sonrisa.

Thénardier arrimó la mesa al señor Leblanc y sacó el tintero, una pluma y una hoja de papel del cajón, que dejó a medio cerrar y en el que relucía la larga hoja de un cuchillo.

Le colocó delante la hoja de papel al señor Leblanc.

—Escriba —dijo.

El prisionero habló por fin.

—¿Cómo quiere que escriba? Estoy atado.

—Es cierto. ¡Perdón! —dijo Thénardier—. Tiene toda la razón.

Y, volviéndose hacia Bigrenaille, le dijo:

—Desátele el brazo derecho al señor.

Panchaud, conocido por Printanier y por Bigrenaille, obedeció la orden de Thénardier. Cuando el prisionero tuvo libre la mano derecha, Thénardier mojó la pluma en el tintero y se la ofreció:

—Que no se le olvide, señor mío, que está en nuestras manos y a nuestra discreción, que no hay poder humano que pueda sacarlo de aquí y que nos consternaría muy de verdad tener que llegar a extremos desagradables. No sé ni cómo se llama ni sus señas, pero lo aviso de que seguirá atado hasta que regrese la persona encargada de llevar la carta que va a escribir usted. Ahora, tenga a bien escribir.

—¿El qué? —preguntó el prisionero.

—Se lo dicto.

El señor Leblanc cogió la pluma.

Thénardier empezó a dictar:

—«Hija mía…».

El prisionero dio un respingo y alzó la vista para mirar a Thénardier.

—Ponga «querida hija mía» —dijo Thénardier. El señor Leblanc obedeció. Thénardier prosiguió:

—«Ven inmediatamente…».

Se interrumpió.

—La llama de tú, ¿verdad?

—¿A quién? —preguntó el señor Leblanc.

—Pues a la chiquilla, claro, a la Alondra —dijo Thénardier.

El señor Leblanc repuso sin la mínima emoción aparente:

—No sé qué quiere usted decir.

—No importa; siga —dijo Thénardier. Y volvió a dictar—: «Ven ahora mismo. Te necesito ineludiblemente. La persona que te entregará esta nota debe traerte donde estoy. Te espero. Fíate y ven».

El señor Leblanc lo había escrito todo. Thénardier siguió diciendo:

—Bueno, tache podría dar a suponer que el asunto no es tan sencillo y que cabe la desconfianza.

El señor Leblanc tachó las tres palabras.

—Ahora —añadió Thénardier— firme. ¿Cómo se llama?

El prisionero soltó la pluma y preguntó:

—¿Para quién es esta carta?

—Ya lo sabe —contestó Thénardier—. Para la chiquilla. Se lo acabo de decir.

Estaba claro que Thénardier evitaba llamar por su nombre a la joven a la que se refería. Decía «la Alondra», decía «la chiquilla», pero no decía el nombre. Hábil precaución de hombre que no revela su secreto en presencia de sus cómplices. Pronunciar el nombre habría equivalido a ponerles en las manos «el negocio» y a informarlos de más de lo que precisaban saber.

Siguió diciendo:

—Firme. ¿Cómo se llama?

—Urbain Fabre —dijo el prisionero.

Thénardier, con movimiento de gato, metió precipitadamente la mano en el bolsillo y sacó el pañuelo que le había quitado al señor Leblanc. Buscó las iniciales y las acercó a la vela.

—U. F. Eso es, Urbain Fabre. Muy bien, pues firme U. F.

El prisionero firmó.

—Como se necesitan las dos manos para doblar la carta, démela, que ya la doblaré yo.

Tras hacerlo, Thénardier añadió:

—Ponga las señas. y la dirección de su casa. Sé que vive no muy lejos de aquí, por los alrededores de Saint-Jacques-du-Haut-Pas, puesto que es ahí donde va a diario a oír misa, pero no sé la calle. Veo que entiende cuál es su situación. Como no me ha mentido al decirme su nombre, tampoco me mentirá al decirme las señas. ¡Póngalas usted mismo!

El prisionero se quedó pensativo un momento; luego cogió la pluma y escribió:

—Señorita Fabre, en casa del señor Urbain Fabre, calle de Saint-Dominique-d’Enfer, n.º 17.

Thénardier cogió la carta con algo parecido a una convulsión febril.

—¡Mujer! —exclamó.

La Thénardier acudió.

—Aquí tienes la carta. Ya sabes lo que tienes que hacer. Hay un coche de punto abajo. Vete ahora mismo y vuelve ídem.

Dijo luego, dirigiéndose al hombre del hacha:

—Tú, como te has quitado la bufanda, acompaña a mi parienta. Te subes a la parte de atrás del coche. ¿Sabes dónde has dejado la tartana?

—Sí —dijo el hombre.

Y, dejando el hacha en un rincón, salió detrás de la Thénardier.

Cuando se estaban marchando, Thénardier asomó la cabeza por la puerta entornada y gritó en el pasillo:

—¡Sobre todo no pierdas la carta! Piensa que llevas encima doscientos mil francos.

La voz ronca de la Thénardier contestó:

—Tranquilo. La llevo pegada al estómago.

No había transcurrido un minuto cuando se oyó el restallar de un látigo que fue decreciendo y no tardó en apagarse.

—¡Bien! —gruñó Thénardier—. Van a buena marcha. Si siguen a ese galope, la parienta estará de regreso dentro de tres cuartos de hora.

Arrimó una silla a la chimenea y se sentó, cruzándose de brazos y acercando al infiernillo las botas sucias de barro.

—Tengo los pies fríos —dijo.

Sólo quedaban con Thénardier en el tugurio cinco bandidos. Aquellos hombres, a través de las máscaras o de la tizne negra que les cubría la cara y los convertía, según lo decidiera el miedo, en carboneros, en negros o en demonios, parecían adormilados y apagados, y se notaba que llevaban a cabo un crimen igual que cualquier otra tarea, tranquilamente, sin ira y sin compasión, con algo parecido al aburrimiento. Estaban en un rincón, apiñados como animales, y callaban. Thénardier se calentaba los pies. El prisionero había vuelto a su estado taciturno. Había caído una calma lúgubre tras el escándalo virulento que llenaba la buhardilla poco antes.

La vela, en la que se había formado una seta ancha, apenas si iluminaba el enorme tugurio, el brasero se había amortiguado y todas aquellas cabezas monstruosas proyectaban sombras difusas en las paredes y en el techo.

No se oía más ruido que la respiración apacible del borracho viejo, que dormía.

Marius esperaba sumido en una ansiedad que todo incrementaba. El enigma era más impenetrable que nunca. ¿Quién era esa «chiquilla» a quien Thénardier había llamado también la Alondra? ¿Era su «Ursule»? Al prisionero no parecía haberle inmutado ese nombre: la Alondra, y había contestado con la mayor naturalidad: «No sé qué quiere usted decir». Por otro lado, ya tenía una explicación para las letras U. F.: eran Urbain Fabre, y Ursule ya no se llamaba Ursule. Eso era lo que tenía más claro Marius. Una especie de fascinación espantosa lo tenía clavado en el sitio desde el que observaba y dominaba todo el escenario. Allí estaba, casi incapaz de reflexionar y de moverse, como si ver de cerca cosas tan abominables lo tuviera anonadado. Esperaba, pendiente de que sucediera cualquier incidente, lo que fuera, sin poder ordenar las ideas y sin saber qué partido tomar.

—Pase lo que pase —decía—, ya veré si ella es la Alondra, porque la Thénardier va a traerla aquí. ¡Y entonces ya estará todo dicho; daré mi vida y mi sangre si es menester, pero la salvaré! No habrá nada que me detenga.

Transcurrió así cerca de media hora. Thénardier parecía absorto en una meditación tenebrosa. El prisionero no se movía. Pero a Marius le parecía, a intervalos, desde hacía unos momentos, que estaba oyendo unos ruiditos sordos que venían del sitio en que estaba el prisionero.

De repente, Thénardier apostrofó al prisionero:

—Mire, señor Fabre, más vale que se lo diga sin más demora.

Esas pocas palabras parecían ser el inicio de una aclaración. Marius aguzó el oído. Thénardier siguió diciendo:

—Mi esposa volverá, no se impaciente. Creo que la Alondra es de verdad su hija y me parece de lo más normal que se quede usted con ella. Pero atienda: con su carta, mi mujer irá a verla. Le dije a mi mujer que se arreglase, como usted habrá visto, para que su jovencita se fuera con ella sin poner pegas. Se subirán las dos al coche y mi compañero irá detrás. En algún sitio, fuera de un portillo, hay una tartana enganchada con dos caballos estupendos. Llevarán ahí a su jovencita. Bajará del coche. Mi compañero se subirá con ella a la tartana y mi mujer volverá aquí para decirnos: «Ya está». A su jovencita nadie le hará daño, la tartana la llevará a un lugar donde estará tranquila, y, en cuanto usted me dé esos doscientos mil francos de nada, se la devolveremos. Si usted me entrega y me detienen, mi compañero despachará a la Alondra. Así está la cosa.

El prisionero no dijo ni palabra. Tras una pausa, Thénardier siguió hablando:

—Como puede ver, es muy sencillo. No pasará nada malo si usted no quiere que pase algo malo. Yo le cuento cómo están las cosas. Y lo aviso para que esté al tanto.

Se calló. El prisionero no quebrantó el silencio y Thénardier volvió a hablar.

—En cuanto vuelva mi esposa y me diga que la Alondra ya está de camino, lo soltaremos y tendrá usted libertad para irse a dormir a su casa. Ya ve que no tenemos malas intenciones.

A Marius le pasaron por la cabeza unas imágenes espantosas. ¡Cómo! ¿No iban a llevar allí a aquella joven a la que estaban raptando? ¿Uno de esos monstruos iba a llevársela entre las sombras? ¿Y dónde? ¿Y si era ella? Estaba claro que era ella. Marius notaba que el corazón le dejaba de latir. ¿Qué hacer? ¿Disparar la pistola? ¿Entregar a la justicia a todos aquellos miserables? Pero no por eso dejaría de estar fuera de todo alcance el espantoso hombre del hacha con la joven; y Marius recordaba esas palabras de Thénardier cuyo significado sangriento intuía:

Ahora lo que notaba que lo retenía no era ya sólo el testamento del coronel; era su mismísimo amor, el peligro de la mujer a la que amaba.

Aquella situación espantosa, que duraba ya más de una hora, cambiaba de aspecto a cada instante. Marius tuvo fuerzas para pasar revista sucesivamente a las conjeturas más dolorosas, buscando una esperanza y no dando con ella. El tumulto de sus pensamientos contrastaba con el silencio fúnebre del tugurio.

En medio de ese silencio se oyó el ruido de la puerta de las escaleras, que se abría y volvía a cerrarse.

El prisionero se movió entre las ataduras.

—Aquí llega la parienta —dijo Thénardier.

Efectivamente, apenas había acabado de decirlo cuando la Thénardier se abalanzó dentro de la habitación roja, sin resuello, jadeante y con los ojos echando chispas y voceó, dándose palmadas con las manazas en ambos muslos a la vez:

—¡Señas falsas!

El bandido que había llevado consigo llegó detrás de ella y fue a recoger el hacha.

—¿Señas falsas? —repitió Thénardier.

Ella añadió:

—¡Nadie! ¡En el diecisiete de la calle de Saint-Dominique no hay ningún señor Urbain Fabre! ¡No saben quién es!

Se calló, falta de aire, y luego siguió:

—¡Señor Thénardier! ¡Este viejo te ha tomado el pelo! Eres demasiado bueno, ¿sabes? ¡Yo, de entrada, le habría partido en cuatro el bautismo! ¡Y, si se portaba mal, lo habría cocido vivo! ¡Y no le habría quedado más remedio que hablar y que decir dónde está la chica y dónde está la mosca! ¡Así lo habría hecho yo! ¡Qué razón tienen los que dicen que los hombres son más tontos que las mujeres! ¡No hay nadie en el número diecisiete! ¡Es una puerta cochera enorme! ¡No hay ningún señor Fabre en la calle de Saint-Dominique! ¡Y ahí hemos ido a todo galope y dándole propina al cochero y toda la pesca! ¡He hablado con el portero y con la portera, que es una real moza, y no conocen a nadie que se llame así!

Marius respiró. Ella, Ursule, o la Alondra, esa a la que no sabía ya cómo llamar, estaba a salvo.

Mientras su mujer, exasperada, daba voces, Thénardier se había sentado encima de la mesa; estuvo unos momentos sin decir palabra, columpiando la pierna derecha, que tenía colgando, y mirando el hornillo con expresión de ensimismamiento salvaje.

Por fin le dijo al prisionero con inflexión lenta y singularmente feroz:

—¿Una dirección falsa? Pero ¿qué esperabas?

—¡Ganar tiempo! —gritó el prisionero con voz tonante.

Y, mientras lo decía, se sacudió las ataduras; estaban cortadas. El prisionero sólo estaba atado ya a la cama por una pierna.

Antes de que a los siete hombres les hubiera dado tiempo a hacerse cargo de la situación y abalanzarse hacia él, ya se había agachado hacia la parte baja de la chimenea y había alargado la mano hasta el hornillo; luego se había enderezado, y ahora Thénardier, la Thénardier y los bandidos, que habían retrocedido sobrecogidos hasta el fondo del tugurio, miraban estupefactos cómo enarbolaba por encima de la cabeza el cortafríos al rojo, del que brotaba un resplandor siniestro, casi en libertad y en una postura impresionante.

La investigación judicial que hubo tras la emboscada del caserón Gorbeau levantó acta de que una moneda grande, de cinco céntimos, cortada y tallada de forma especial, había aparecido en la buhardilla cuando la registró la policía; la tal moneda era una de esas maravillas industriosas que la paciencia del presidio engendra entre tinieblas, maravillas que no son sino herramientas para la evasión. Esos productos espantosos y exquisitos de un arte prodigioso son a la joyería lo que las metáforas de la jerga son a la poesía. Hay algunos Benvenutos Cellini en presidio, de la misma forma que, en lo tocante a lengua, hay algunos Villon. El desdichado que aspira a ser libre se las apaña, sin herramientas a veces, con una navaja o con un cuchillo viejo, para serrar una moneda de cinco céntimos en dos láminas finas, ahuecar esas dos láminas sin tocar el grabado de la moneda y hacer una rosca en el filo de forma tal que las dos láminas se unan otra vez. Se pueden enroscar y desenroscar a voluntad; es una caja. En esa caja se esconde un muelle de reloj y ese muelle de reloj, sabiéndolo manejar, corta manillas de buen calibre y barrotes de hierro. Piensan que ese desdichado presidario sólo tiene una moneda de cinco céntimos; y no es cierto, tiene la libertad. Fue una moneda de ésas la que encontraron en el registro policial posterior, abierta y en dos pedazos, en el tugurio y debajo del catre de al lado de la ventana. También encontraron una sierrecita de acero azul que podía ocultarse dentro de la moneda. Es probable que, cuando los bandidos registraron al prisionero, éste llevase encima la moneda y consiguiera esconderla en la mano y que, luego, al tener libre la mano derecha, la desenroscase y usase la sierra para cortar las cuerdas que lo tenían sujeto, lo que explicaría el ruido leve y los movimientos imperceptibles que le habían llamado la atención a Marius.

Como no podía agacharse por temor a traicionarse, no había podido cortar las ligaduras de la pierna izquierda.

Los bandidos se habían repuesto de la sorpresa inicial.

—Tranquilo —le dijo Bigrenaille a Thénardier—. Todavía tiene atada una pierna y no se marchará. Respondo de ello. Esa pata se la he amarrado yo.

En éstas, el prisionero alzó la voz.

—Sois unos indeseables, pero mi vida no merece que la defienda tanto. Y si os imaginabais que me ibais a hacer hablar, que me haríais escribir lo que yo no quisiera escribir, que me haríais decir lo que no quiero decir…

Se levantó la manga del brazo izquierdo y añadió:

—Mirad.

Al tiempo, extendió el brazo y se colocó sobre la carne desnuda el cortafríos al rojo, que sujetaba en la mano derecha por el mango de madera.

Se oyó el estremecimiento de la carne quemada y se extendió por el cuchitril el olor característico de las cámaras de tortura. Marius se tambaleó, horrorizado; los propios bandidos se estremecieron; al extraño anciano apenas si se le contrajo el rostro y, mientras el hierro al rojo se hundía en la llaga humeante, impasible y casi augusto, clavaba en Thénardier la hermosa mirada donde no había odio y el sufrimiento se desvanecía en una majestad serena.

En los caracteres grandes y elevados, las rebeliones de la carne y de los sentidos presas del dolor físico hacen aflorar el alma y la llevan al rostro, de la misma forma que los amotinamientos de la soldadesca obligan al capitán a hacer acto de presencia.

—Miserables —dijo—, no me tengáis más miedo del que os tengo yo a vosotros.

Y, arrancándose el cortafríos de la llaga, lo arrojó por la ventana, que se había quedado abierta; la espantosa herramienta candente desapareció en la oscuridad girando sobre sí misma, fue a caer a lo lejos y se apagó en la nieve.

El prisionero añadió:

—Haced conmigo lo que queráis.

Estaba desarmado.

—¡Agarradlo! —dijo Thénardier.

Dos de los bandidos le pusieron la mano en el hombro y el hombre enmascarado con voz de ventrílocuo se le plantó delante dispuesto a saltarle la tapa de los sesos dándole un golpe con la llave en cuanto se moviera.

Al mismo tiempo, Marius oyó a sus pies, en la parte de abajo del tabique, pero tan cerca que no podía ver a quienes hablaban, este diálogo a media voz:

—Ya sólo queda una cosa por hacer.

—Escabecharlo.

—Eso mismo.

Eran el marido y la mujer, que celebraban consejo.

Thénardier se acercó despacio a la mesa, abrió el cajón y sacó el cuchillo.

Marius sobaba la culata de la pistola. Perplejidad inaudita. Llevaba una hora con dos voces en la conciencia; una le decía que respetase el testamento de su padre; la otra le gritaba que socorriera al prisionero. Esas dos voces seguían luchando ininterrumpidamente e infligiéndole una agonía. Había tenido hasta aquel momento la inconcreta esperanza de que daría con una forma de conciliar aquellas dos obligaciones, pero no había surgido nada que fuera posible. Entre tanto, el peligro era acuciante, ya estaba rebasado el último límite de la espera; a pocos pasos del prisionero, Thénardier reflexionaba con el cuchillo en la mano.

Marius paseaba en torno una mirada extraviada, último recurso automático de la desesperación.

De pronto, dio un respingo.

A sus pies, encima de la mesa, un brillante rayo de la luna llena iluminaba una hoja de papel y parecía mostrársela. En esa hoja leyó esta línea que había escrito en letras grandes esa misma mañana la mayor de las hijas de Thénardier: «Ahí viene la tiña».

Una idea, una iluminación, le pasó por la mente a Marius; era el medio que estaba buscando, la solución de aquel espantoso problema que lo torturaba: librar al asesino y salvar a la víctima. Se arrodilló en la cómoda, alargó el brazo, cogió la hoja de papel, desprendió sin ruido un trozo de yeso de la pared, lo envolvió en el papel y, por la grieta, arrojó el envoltorio hasta el centro del tugurio.

Ya era hora. Thénardier había vencido sus últimos temores, o sus últimos escrúpulos, y se estaba acercando al prisionero.

—¡Han tirado algo! —gritó la Thénardier.

—¿Qué es? —dijo el marido.

La mujer se abalanzó y recogió el trozo de yeso envuelto en el papel. Se lo entregó a su marido.

—¿Y esto de dónde sale? —preguntó Thénardier.

—¡Anda! —dijo la mujer—. ¿Y de dónde quieres que salga? Ha entrado por la ventana.

—Lo he visto pasar —dijo Bigrenaille.

Thénardier desdobló rápidamente el papel y lo acercó a la vela.

—Es la letra de Éponine —dijo—. ¡Diablos!

Le hizo una seña a su mujer, que se acercó enseguida, le enseñó la línea escrita en la hoja de papel y luego añadió con una voz sorda:

—¡Pronto, la escala! ¡Hay que dejar el tocino en la ratonera y largarse!

—¿Sin cortarle el cuello al individuo? —preguntó la Thénardier.

—No da tiempo.

—¿Por dónde? —preguntó Bigrenaille.

—Por la ventana —contestó Thénardier—. Si Ponine ha tirado la piedra por la ventana, es que la casa no está rodeada por ese lado.

El hombre enmascarado de voz de ventrílocuo dejó en el suelo la llave grande, alzó los dos brazos y cerró rápidamente las manos tres veces sin decir palabra. Aquello fue como la señal a una tripulación para el zafarrancho de combate. Los bandidos que tenían agarrado al prisionero lo soltaron; en un abrir y cerrar de ojos desenroscaron la escala de cuerda y la sujetaron sólidamente al filo de la ventana con los dos garfios de hierro.

El prisionero no atendía a lo que sucedía entorno. Parecía estar soñando o rezando.

En cuanto fijaron la escala, Thénardier gritó:

—¡A ver, tú, mujer, vamos!

Y se abalanzó hacia la ventana.

Pero cuando iba a sacar una pierna por ella, Bigrenaille lo agarró con rudeza por el cuello de la levita.

—¡De eso nada, so bromista! ¡Nosotros primero!

—¡Nosotros primero! —vociferaron los bandidos.

—¡Sois unos niños! —dijo Thénardier—. Estamos perdiendo el tiempo. Tenemos a la bofia pisándonos los talones.

—Bueno —dijo uno de los bandidos—, vamos a echar a suertes a ver quién baja primero.

Thénardier exclamó:

—¡Os habéis vuelto locos! ¡Estáis mal de la cabeza! ¡Vaya panda de simples! Vamos a perder el tiempo, ¿no?, echándolo a suertes, ¿verdad?; ¡A la china! ¡A ver quién saca la pajita más corta! ¡Ponemos los nombres en un papel y los metemos en un gorro!

—¿Queréis mi sombrero? —gritó una voz desde el umbral de la puerta.

Todos se volvieron. Era Javert.

Llevaba el sombrero en la mano y se lo ofrecía, sonriente.

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