Jean Valjean
VI
Jean Valjean
Jean Valjean se despertó mediada la noche.
Jean Valjean era de una familia de campesinos pobres de Brie. De niño, no aprendió a leer. Al llegar a la edad adulta, era podador en Faverolles. Su madre se llamaba Jeanne Mathieu; su padre se llamaba Jean Valjean o Vlajean, un mote probablemente, una contracción de .
Jean Valjean era de carácter ensimismado, sin llegar a triste, lo que es propio de los caracteres afectuosos. Pero, en resumidas cuentas, aquel Jean Valjean era alguien no poco apático y no poco insignificante, al menos en apariencia. Perdió a muy tierna edad a sus padres. La madre se murió de unas fiebres puerperales mal curadas. El padre, podador como él, se mató al caer de un árbol. A Jean Valjean sólo le quedó una hermana mayor, viuda y con siete hijos, entre chicos y chicas. Esa hermana crió a Jean Valjean y, mientras vivió su marido, tuvo en su casa y alimentó al hermano menor. El marido falleció. El mayor de los siete niños tenía ocho años; el más pequeño, uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco. Sustituyó al padre y, a su vez, proveyó a las necesidades de la hermana que lo había criado. Fue algo evidente, como un deber, e incluso con cierta hosquedad por parte de Jean Valjean. Se le iba la juventud en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le habían visto en la comarca festejar a ninguna chica. No le daba tiempo a enamorarse.
Por la noche llegaba cansado y se comía la sopa sin decir palabra. Su hermana, la señora Jeanne, le quitaba con frecuencia de la escudilla, mientras comía, lo mejor de la cena, el trozo de carne, la loncha de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos; él seguía comiendo, inclinado sobre la mesa, metiendo casi la cabeza en la sopa, y el pelo largo le caía en torno a la escudilla y le tapaba los ojos; era como si no se diera cuenta de nada y lo consentía todo. Había en Faverolles, no lejos de la cabaña de los Valjean, del otro lado de la calleja, una granjera llamada Marie-Claude; los niños Valjean, hambrientos casi siempre, iban a veces a pedirle fiada a Marie-Claude una pinta de leche de parte de su madre y se la bebían detrás de un seto o en la revuelta de cualquier camino, quitándose de las manos la lechera y con tantas prisas que las niñas se tiraban la leche por el delantal y por el pecho; si la madre se hubiera enterado de ese hurto, habría castigado con severidad a los jóvenes delincuentes. Jean Valjean, brusco y gruñón, le pagaba a Marie-Claude, a espaldas de la madre, la pinta de leche y así los niños se ahorraban un castigo.
En la estación de la poda ganaba noventa céntimos diarios; luego, se colocaba de segador, de peón, de mozo de granja y de boyero, de jornalero para todo. Hacía lo que podía. Su hermana trabajaba también. Pero ¿qué hacer con siete niños pequeños? Era un grupo desdichado al que la miseria fue rodeando y oprimiendo poco a poco. Llegó un invierno muy duro. Jean no encontró trabajo. La familia se quedó sin pan. Sin pan. Literalmente. Siete niños.
Un domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero de la plaza de L’Église de Faverolles, estaba a punto de acostarse cuando oyó un fuerte golpe en la luna, protegida con una verja, de la tienda. Llegó a tiempo de ver un brazo metido por el agujero abierto de un puñetazo en la verja y en la luna. El brazo cogió un pan y se lo llevó. Isabeau salió a toda prisa; el ladrón escapaba a carrera tendida. Isabeau corrió detrás y lo detuvo. El ladrón había tirado el pan, pero aún tenía el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.
Ocurría esto en 1795. Llevaron a Jean Valjean ante los tribunales de la época «por robo con fractura, con nocturnidad y en poblado». Tenía una escopeta, era tirador de primera y, a veces, cazador furtivo; eso lo perjudicó. Existe un prejuicio legítimo contra los cazadores furtivos. El furtivo, igual que el contrabandista, no le anda lejos al bandido. No obstante, dicho sea de paso, hay un abismo entre esas razas de hombres y el repulsivo asesino de las ciudades. El furtivo vive en el bosque; el contrabandista, en la montaña o en mar. Las ciudades convierten a los hombres en feroces porque los convierten en corruptos. La montaña, el mar, el bosque crían hombres asilvestrados, desarrollan la faceta arisca, pero con gran frecuencia no destruyen la faceta humana.
Declararon culpable a Jean Valjean. Lo que decía el Código era irrebatible. Hay en nuestra civilización horas temibles; son esos momentos en que el derecho penal sentencia un naufragio. ¡Qué fúnebre es ese minuto en que la sociedad se aleja y consuma el abandono irreparable de un ser pensante! Condenaron a Jean Valjean a cinco años de presidio.
El 22 de abril de 1796 vocearon por París la victoria de Montenotte, que había conseguido el general en jefe del ejército de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los Quinientos, fechado el 2 de floreal del año IV, llama Buonaparte; ese mismo día aherrojaron a una larga cadena de presos en Bicêtre. Jean Valjean iba en esa cadena. Un antiguo carcelero, que tiene ahora casi noventa años, recuerda aún a la perfección al desdichado al que aherrojaron al final de la cuarta cuerda, en la esquina norte del patio. Estaba sentado en el suelo, como todos los demás. Parecía no entender nada de la situación en que estaba, salvo que era espantosa. Es posible que desentrañase también, a través de las ideas inconcretas de un pobre hombre de la mayor ignorancia, que había allí algo excesivo. Mientras le remachaban a martillazos el perno del collar de hierro por detrás de la cabeza, lloraba y lo ahogaban las lágrimas y le impedían hablar; sólo conseguía decir de tanto en tanto: . Luego, sin dejar de sollozar, levantaba la mano derecha y la iba bajando gradualmente siete veces, como si tocase una tras otra siete cabezas de altura desigual; y quien veía ese ademán intuía que lo que hubiera hecho, fuere lo que fuere, había sido para vestir y alimentar a siete niños pequeños.
Salió para Tolón. Llegó tras un viaje de veintisiete días, en una carreta y con la cadena al cuello. En Tolón le pusieron el blusón rojo. Quedó borrado cuanto había sido su vida, incluso el nombre; ni siquiera siguió siendo Jean Valjean; fue el número 24601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? ¿A quién le importa eso? ¿Qué es del puñado de hojas del árbol joven al que sierran por el pie?
La historia es siempre la misma. Esos pobres seres vivos, esas criaturas de Dios, sin tener en adelante dónde apoyarse, sin guía, sin asilo, caminaron al azar, quién sabe incluso si cada cual por su cuenta, y se fueron hundiendo poco a poco en esa fría bruma que se traga los destinos solitarios, esas tinieblas taciturnas en las que van desapareciendo sucesivamente tantas cabezas infortunadas en el sombrío avance del género humano. Se marcharon de su comarca. El campanario del que había sido su pueblo los olvidó; el mojón de lo que había sido su campo los olvidó; tras unos años de estancia en el presidio, el propio Jean Valjean los olvidó. En ese corazón donde había habido una llaga hubo una cicatriz. Eso es todo. Durante todo el tiempo que pasó en Tolón apenas si supo algo de su hermana en una ocasión. Fue, creo, a finales del cuarto año de cautiverio. No sé ya por qué vía le llegó esa información. Alguien, que los conocía del pueblo, había visto a la hermana. Estaba en París. Vivía en una calle mísera cerca de Saint-Sulpice, la calle de Le Geindre. No tenía ya consigo más que a uno de sus hijos, un niño, el más pequeño. ¿Dónde estaban los otros seis? Quizá no lo sabía ni ella. Iba todas las mañanas a una imprenta que estaba en el número 3 de la calle de Le Sabot, donde era dobladora y encuadernadora. Tenía que llegar antes de las seis de la mañana, mucho antes de que se hiciera de día en invierno. En el edificio de la imprenta había una escuela; llevaba a esa escuela a su niño, que tenía siete años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las seis y la escuela no abría hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el patio a que abriera la escuela: en invierno, una hora en que era de noche, al aire libre. No dejaban entrar al niño en la imprenta porque decían que molestaba. Los obreros veían por la mañana, al pasar, a aquel pobre ser menudo sentado en los adoquines, cayéndose de sueño y, muchas veces, dormido en la sombra, hecho un ovillo y echado encima de la cesta. Cuando llovía, una anciana, la portera, se compadecía de él y le daba acogida en su chiscón, donde no había más que un jergón, una rueca y dos sillas de madera; y allí dormía el niño, en un rincón, apretujándose contra el gato para tener menos frío. A las siete, abría la escuela y el niño entraba. Eso fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Se lo contaron un día y fue un momento, un relámpago, algo así como una ventana que se abriera de repente y mostrara el destino de aquellos seres a los que había querido; luego todo volvió a cerrarse; no volvió a oír hablar de ellos nunca más. Nada de ellos volvió a llegar hasta él; nunca volvió a verlos, nunca se los encontró, y en la continuación de esta dolorosa historia nunca nos volveremos a topar con ellos.
A finales de ese cuarto año, le tocó el turno de evadirse a Jean Valjean. Sus compañeros lo ayudaron, como se hace en ese triste sitio. Se escapó. Anduvo dos días vagando por el campo en libertad, en el supuesto de que sea estar libre estar acorralado, volver la cabeza a cada instante, sobresaltarse al mínimo ruido, sentir miedo de todo: del tejado que humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora que da, del día porque se ve y de la noche porque no se ve, de la carretera, del sendero, del matorral, del sueño. Al atardecer del segundo día lo cogieron. Llevaba treinta y seis horas sin comer ni dormir. El tribunal marítimo lo condenó por ese delito a tres años más de condena, con lo que se le puso en ocho años. El sexto año le volvió a tocar el turno de evadirse; hizo uso de él, pero no pudo consumar la fuga. Faltaba cuando pasaron lista. Dispararon el cañón y, por la noche, la ronda lo encontró escondido debajo de la quilla de un barco en construcción; opuso resistencia a los guardias que lo detuvieron. Evasión y rebelión. Castigaron tales hechos, contemplados en el código especial, con cinco años más, de los cuales dos de cadena doble. Trece años. Le volvió a tocar el turno al décimo año y lo aprovechó otra vez. No tuvo mayor éxito. Tres años por ese nuevo intento. Dieciséis años. Creo que fue, por fin, en el año decimotercero cuando lo intentó por última vez y sólo consiguió que lo atrapasen después de haber pasado fuera cuatro horas. Tres años por esas cuatro horas. Diecinueve años. Lo pusieron en libertad en 1815; había llegado en 1796 por haber roto un cristal y cogido un pan.
Dejemos sitio para un breve paréntesis. Es la segunda vez que, en sus estudios acerca de la cuestión penal y la condena a las penas del infierno mediante la ley, el autor de este libro se encuentra con el robo de un pan como punto de partida de un destino desastroso. Claude Gueux robó un pan; Jean Valjean robó un pan; una estadística inglesa deja constancia de que en Londres, de cada cinco robos, la causa inmediata de cuatro de ellos es el hambre.
Jean Valjean entró en presidio sollozando y tembloroso; salió impasible. Entró desesperado; salió taciturno.
¿Qué había sucedido en aquella alma?