El séptimo círculo y el octavo cielo
I
El séptimo círculo y el octavo cielo
La mañana siguiente a una boda es solitaria. La gente respeta el recogimiento de las personas felices. Y también, en cierto modo, respeta que duerman algo más. El barullo de las visitas y de las enhorabuenas no comienza hasta más tarde. La mañana del 17 de febrero eran algo más de las doce del mediodía cuando Basque, con el paño y el plumero debajo del brazo, ocupado en «hacer el recibidor», oyó un golpe flojo en la puerta. No habían tocado la campanilla, discreción de agradecer en un día así. Basque abrió y vio al señor Fauchelevent. Lo hizo pasar al salón, aún empantanado y revuelto y que parecía el campo de batalla de los regocijos de la víspera.
—Caramba, señor, es que nos hemos despertado tarde —comentó Basque.
—¿Está levantado el señor? —preguntó Jean Valjean.
—¿Qué tal el brazo, señor? —contestó Basque.
—Mejor. ¿Está levantado el señor?
—¿Cuál? ¿El viejo o el nuevo?
—El señor Pontmercy.
—¿El señor barón? —dijo Basque poniéndose firme.
Uno es barón sobre todo para sus criados. Algo les toca; tienen eso que un filósofo llamaría la salpicadura del título, y se sienten halagados. Marius, digámoslo de paso, republicano militante, como bien había demostrado, era ahora barón a pesar suyo. Había ocurrido en la familia, en lo referido a ese título, una revolución en pequeño. Ahora era el señor Gillenormand el que tenía empeño en que lo usara y Marius lo veía con desapego. Pero el coronel Pontmercy había dejado escrito: Marius obedecía. Y, además, Cosette, en quien empezaba a apuntar la mujer, estaba encantada de ser baronesa.
—¿El señor barón? —repitió Basque—. Voy a ver. Voy a decirle que está aquí el señor Fauchelevent.
—No. No le diga que soy yo. Dígale que alguien quiere hablar con él en privado y no le dé ningún nombre.
—¡Ah! —dijo Basque.
—Quiero darle una sorpresa.
—¡Ah! —repitió Basque, dándose a sí mismo el segundo ¡ah! como explicación del primero.
Y salió.
Jean Valjean se quedó solo.
El salón, como acabamos de decir, estaba en completo desorden. Daba la impresión de que, aguzando el oído, habría podido oírse el inconcreto rumor de la boda. Había en el suelo toda clase de flores caídas de las guirnaldas y de los peinados. Las velas, que habían ardido hasta el cabo, añadían al cristal de las arañas estalactitas de cera. No había ni un mueble en su sitio. En los rincones, tres y cuatro sillones, arrimados unos a otros y haciendo corro, parecían proseguir una charla. El conjunto era risueño. Queda aún cierto encanto en una fiesta muerta. Ha sido un suceso feliz. En ese maremágnum de sillas, entre esas flores que se marchitan, bajo esas luces apagadas, los pensamientos han sido alegres. El sol tomaba el relevo de las arañas y entraba alegremente en el salón.
Transcurrieron unos minutos. Jean Valjean estaba inmóvil en el sitio en que Basque lo había dejado. Estaba muy pálido. Tenía ojeras, y los ojos tan hundidos en las órbitas debido al insomnio que casi no se le veían. El frac negro estaba ajado, como una prenda con que se ha pasado la noche. Le manchaba de blanco los codos esa pelusilla que se queda pegada al paño cuando se roza con la ropa de casa. Jean Valjean miraba, a sus pies, el dibujo de la ventana que el sol trazaba en la tarima del suelo.
Oyó un ruido en la puerta y alzó la vista.
Marius entró con la cabeza erguida, la boca risueña, una luz indescriptible en el rostro, la frente despejada, la mirada triunfal. Tampoco él había dormido.
—¡Es usted, padre! —exclamó al ver a Jean Valjean—; ¡ese idiota de Basque me ha venido con aires misteriosos! Pero ha madrugado demasiado. Sólo son las doce y media. Cosette todavía está durmiendo.
Esa palabra: padre, en labios de Marius y dirigida al señor Fauchelevent, equivalía a: dicha suprema. Sabido es que siempre había habido entre ambos trato escabroso, frialdad y tirantez; hielo por romper o por derretir. Marius estaba en un punto tal de embriaguez que la escabrosidad se suavizaba, el hielo se deshacía y el señor Fauchelevent era para él, igual que para Cosette, un padre.
Siguió hablando; se le desbordaban las palabras, cosa propia de esos divinos paroxismos de la alegría:
—¡Cuánto me alegro de verlo! ¡Si supiera cuánto lo echamos de menos ayer! Buenos días, padre. ¿Qué tal la mano? Mejor, ¿verdad?
Y, satisfecho con la grata respuesta que se daba a sí mismo, añadió:
—Hemos estado hablando mucho de usted los dos. ¡Cosette lo quiere tanto! Que no se le olvide que tiene aquí su habitación. No queremos volver a saber nada de la calle de L’Homme-Armé. Lo que se dice nada. ¿Cómo pudo irse a vivir a una calle así, que está enferma, que está enfurruñada, que es fea, que tiene una barrera en un extremo, en que hace frío, en donde no se puede entrar? Tiene que venirse a vivir aquí. Y hoy mismo. O tendrá que vérselas con Cosette. Está dispuesta a ponernos a todos firmes, se lo aviso. Ya ha visto usted su cuarto, está muy cerca del nuestro y da a los jardines; hemos mandado arreglar la cerradura, la cama está hecha, la habitación está lista, sólo falta que venga usted. Cosette ha colocado junto a la cama una poltrona grande, antigua, de terciopelo de Utrecht, y le ha dicho: ábrele los brazos. Todas las primaveras viene un ruiseñor al grupo de acacias que está delante de sus ventanas. Lo tendrá ahí dentro de dos meses. Tendrá su nido a la izquierda y el nuestro a la derecha. De noche, cantará el ruiseñor, y de día, hablará Cosette. Su habitación está orientada al sur. Cosette le colocará sus libros, su viaje del capitán Cook, y el otro, el de Vancouver, y todas sus cosas. Creo que hay entre ellas una maletita a la que tiene usted mucho apego; le he preparado un rincón con todos los honores. Se ha metido en el bolsillo a mi abuelo, le gusta usted. Viviremos juntos. ¿Sabe jugar al whist? Colmaría de alegría a mi abuelo si supiera jugar al whist. Los días en que tenga que ir yo al palacio de justicia, será usted quien lleve de paseo a Cosette; le dará el brazo, ya sabe, como entonces, en Le Luxembourg. Estamos completamente decididos a ser muy felices. Y usted participará en nuestra felicidad, ¿me oye, padre? Por cierto, ¿almuerza hoy con nosotros?
—Caballero —dijo Jean Valjean—, tengo que decirle una cosa. Soy un antiguo presidiario.
El límite de los sonidos agudos audibles puede superar de la misma forma las facultades de la mente y las del oído. Esas palabras: saliendo de los labios del señor Fauchelevent y entrando en los oídos de Marius, iban más allá de lo posible. Marius no las oyó. Le pareció que acababan de decir algo, pero no supo qué. Se quedó con la boca abierta.
Se dio cuenta entonces de que el hombre que le hablaba daba miedo. Lo cegaba su deslumbramiento y no se había fijado hasta entonces en aquella palidez terrible.
Jean Valjean desató la corbata negra que le sujetaba el brazo derecho, se quitó el lienzo que le envolvía la mano, dejó el pulgar al aire y se lo enseñó a Marius.
—No me pasa nada en la mano —dijo.
Marius le miró el pulgar.
—Nunca me ha pasado nada —añadió Jean Valjean.
Efectivamente, no había ni rastro de herida. Jean Valjean siguió diciendo:
—Era conveniente que yo no estuviera presente en su boda. He estado lo menos presente que he podido. Fingí esta herida para no cometer una falsificación, para no introducir un motivo de nulidad en la partida de matrimonio, para no tener que firmar.
Marius balbució:
—¿Qué quiere decir esto?
—Quiere decir —contestó Jean Valjean— que he estado en presidio.
—¡Me va a volver loco! —exclamó Marius, espantado.
—Señor Pontmercy —dijo Jean Valjean—, pasé diecinueve años en presidio. Por robo. Luego me condenaron a perpetuidad. Por robo. Por reincidencia. Ahora mismo, soy un evadido.
Por mucho que quisiera Marius retroceder ante la realidad, negar los hechos, resistirse a la evidencia, tenía que rendirse a ella. Empezaba a entender, y, como sucede siempre en tales casos, entendió de más. Sintió el escalofrío de un repulsivo relámpago interior; una idea lo hizo estremecerse al cruzarle por la mente. Vio a medias en el porvenir un destino deforme para sí.
—¡Dígalo todo, dígalo todo! —gritó—. ¡Es usted el padre de Cosette!
Y retrocedió dos pasos con un gesto de espanto indecible.
Jean Valjean irguió la cabeza en actitud tan majestuosa que pareció crecer hasta el techo.
—Es preciso que me crea, caballero; y, aunque ante la justicia no tengan validez nuestros juramentos…
Aquí hubo un silencio; luego, con algo así como una autoridad soberana y sepulcral, añadió, articulando despacio y recalcando las sílabas:
—… Usted me creerá. ¡Yo, el padre de Cosette! No ante Dios, señor barón de Pontmercy; yo soy un campesino de Faverolles. Me ganaba la vida podando árboles. No me llamo Fauchelevent, me llamo Jean Valjean. No soy nada de Cosette, puede estar tranquilo.
Marius balbució:
—¿Eso quién me lo prueba?
—Yo. Porque yo lo digo.
Marius miró a aquel hombre. Estaba sombrío y tranquilo. No podía salir ninguna mentira de aquella calma. Lo gélido es sincero. Se palpaba la verdad en aquella frialdad de tumba.
—Lo creo a usted —dijo Marius.
Jean Valjean asintió con la cabeza como para tomar constancia y siguió diciendo:
—¿Qué soy para Cosette? Un transeúnte. Hace diez años, no sabía que existía. La quiero, eso es cierto. Cuando has visto de pequeña a una niña y eres ya un viejo, la quieres. Cuando uno es viejo, se siente uno como un abuelo para todos los niños pequeños. Creo que sí puede dar usted por hecho que tengo algo que se parece a un corazón. Era huérfana. Sin padre ni madre. Me necesitaba. Por eso empecé a quererla. Son tan débiles los niños que el primero que llega, un hombre como yo, puede hacerles de protector. Cumplí ese deber con Cosette. No creo que pueda llamarse en realidad buena acción a una cosa tan pequeña; pero, si es una buena acción, digamos que sí, que la hice. Tome nota de esa circunstancia atenuante. Hoy, Cosette sale de mi vida; nuestros dos caminos se separan. A partir de ahora no puedo ya hacer nada por ella. Es la señora Pontmercy. Ha cambiado de providencia. Y Cosette sale ganando con el cambio. Todo está bien como está. De los seiscientos mil francos, no me ha dicho usted nada, pero voy a tomar la delantera a lo que pudiera usted pensar: es un depósito. ¿Que cómo estaba en mis manos ese depósito? ¿Qué más da? Devuelvo el depósito. Ya no hay nada que pedirme. Completo esa restitución diciendo mi nombre auténtico. Eso es también cosa mía. Y yo tengo empeño en que sepa usted quién soy.
Y Jean Valjean miró a Marius a la cara.
Todo cuanto sentía Marius era tumultuoso e incoherente. Hay ráfagas de viento del destino que nos levantan olas como ésa en el alma.
Todos hemos pasado por momentos de alteración así en que todo se nos desperdiga por dentro; decimos lo primero que se nos ocurre, que no es siempre precisamente lo que habría que decir. Hay revelaciones súbitas con las que no podemos y que emborrachan como un vino funesto. Marius se había quedado estupefacto ante la situación nueva que estaba viendo, y tanto lo estaba que llegó a hablarle a aquel hombre casi como si le guardase rencor por la confesión.
—Pero ¡vamos a ver! —exclamó—. ¿Por qué me cuenta usted todo eso? ¿Quién lo obliga a ello? Podía haber guardado el secreto. Nadie lo ha denunciado, ni lo persigue, ni lo acosa. Tiene algún motivo para hacer de grado una revelación así. Concluya. Hay algo más. ¿Por qué esta confesión? ¿Por qué motivo?
—¿Por qué motivo? —contestó Jean Valjean con voz tan baja y tan sorda que hubiérase dicho que hablaba consigo mismo más que con Marius—. Efectivamente, ¿por qué motivo viene este presidiario a decir: soy un presidiario? Pues bien, sí, el motivo es raro. Es por honradez. Mire, lo malo es que llevo un hilo aquí, en el corazón, que me tiene atado. Los hilos así son resistentes sobre todo cuando eres viejo. La vida entera se va deshaciendo alrededor, y ellos aguantan. Si hubiera podido arrancarme ese hilo, romperlo, deshacer el nudo o cortarlo, irme muy lejos, estaba salvado, podría haberme ido; hay diligencias en la calle de Le Bouloy; los dos son felices y yo me voy. Intenté romper ese hilo, tiré de él, y aguantó, no se rompió, al arrancarlo me arrancaba el corazón. Entonces he dicho: no puedo vivir más que donde vivo. Tengo que quedarme. Sí, sí, tiene usted razón, soy un imbécil; ¿por qué no quedarme, sencillamente? Usted me ofrece una habitación en esta casa, la señora Pontmercy me tiene cariño, le dice a ese sillón: ábrele los brazos; su abuelo está encantado de tenerme aquí, le gusto, viviremos todos juntos, comeremos en la misma mesa, le daré el brazo a Cosette… a la señora Pontmercy, perdón, es la costumbre, no tendremos sino un techo, una mesa, un fuego, el mismo sitio al amor de la lumbre en invierno, el mismo paseo en verano, eso es la felicidad, eso es todo. Viviremos en familia. ¡En familia!
Al decir esa palabra, Jean Valjean se puso hosco. Se cruzó de brazos, miró el suelo que pisaba como si quisiera abrir una sima y, de pronto, le retumbó la voz:
—¡En familia! No. Yo no soy de ninguna familia. No soy de la de usted. No soy de la familia de los hombres. Sobro en las casas en que sus habitantes están entre sí. Hay familias, pero no son para mí. Yo soy el desventurado, estoy fuera. ¿Tuve un padre y una madre? Casi lo dudo. El día en que casé a esta niña, todo se acabó; la he visto feliz, y que estaba con el hombre al que ama, y que había un anciano bueno, un matrimonio de dos ángeles y todas las alegrías en esa casa, y que estaba bien que así fuera; me he dicho: Tú no entres. Podía mentir, es cierto, podía engañarlos a todos, seguir siendo el señor Fauchelevent. Mientras lo hacía por ella, pude mentir; pero ahora que mentiría por mí, no debo hacerlo. Bastaba con que me callase, es cierto, y todo habría seguido adelante. ¿Me pregunta qué me obliga a hablar? Una cosa peculiar: mi conciencia. Y eso que callarme era tan fácil. He pasado la noche intentando convencerme de ello; me está usted confesando, y lo que acabo de decirle es tan extraordinario que está en su derecho; pues sí, me he pasado la noche dándome razones, me he dado muy buenas razones, le aseguro que he hecho cuanto he podido. Pero hay dos cosas que no he conseguido: ni romper el hilo que me sujeta aquí por el corazón, clavado, remachado y sellado, ni lograr que se callase alguien que me habla por lo bajo cuando estoy solo. Y por eso he venido esta mañana a confesárselo todo. Todo o casi. Sería inútil contar cosas que sólo me atañen a mí; me lo guardo. Lo esencial, ya lo sabe. Así que agarré mi misterio y se lo he traído. Y he destripado mi secreto en presencia suya. No ha sido una decisión fácil de tomar. He luchado toda la noche. ¡Ah! ¿Cree acaso que no me he dicho que éste no era el caso Champmathieu; que al ocultar cómo me llamaba no le hacía daño a nadie; que el apellido Fauchelevent me lo dio el propio Fauchelevent en agradecimiento por un favor que le había hecho; y que no había inconveniente en que me quedase con él; y que sería feliz en esa habitación que me ofrece, que no estorbaría, que me quedaría en mi rinconcito y, mientras usted tenía a Cosette, yo tendría el pensamiento de que estaba en la misma casa que ella? Todos habríamos tenido nuestra parte proporcional de dicha. Todo se arreglaba con seguir siendo el señor Fauchelevent. Sí, todo menos mi alma. La alegría me cubría por completo, pero seguía teniendo a oscuras el fondo del alma. No basta con ser feliz, hay que estar contento. De esa forma habría seguido siendo el señor Fauchelevent; de esta forma habría ocultado mi verdadero rostro; de esta forma, mientras presenciaba el florecimiento de los dos, habría habido en mí un enigma; de esta forma, entre la luz de pleno día de los dos, yo habría tenido tinieblas; de esta forma, sin previo aviso, así por las buenas, habría traído el presidio al hogar de los dos; me habría sentado a la mesa de los dos mientras pensaba que, de haberlo sabido, me habríais expulsado; habría dejado que me sirvieran unos criados que, de haberlo sabido, habrían dicho: ¡Qué espanto! Habría rozado con el codo a quienes estarían en su derecho si no quisieran ese roce; habría robado los apretones de manos. En esta casa el respeto se habría repartido entre canas venerables y canas reprobables; en las horas más íntimas, cuando todos los corazones hubieran pensado que estaban abiertos unos para otros hasta lo hondo, cuando hubiéramos estado los cuatro juntos, los dos y su abuelo de usted y yo, ¡habría habido un desconocido! Habría estado codo con codo con estas existencias sin poder pensar más que en no levantar nunca la tapa de mi tremendo pozo. Y, de esa forma, yo, un muerto, me habría impuesto a los vivos. A Cosette la habría condenado a mí a perpetuidad. ¡Usted, ella y yo habríamos sido tres cabezas dentro del gorro verde! ¿No se estremece? Ahora sólo soy el más acongojado de los hombres; habría sido el más monstruoso. ¡Y ese crimen lo habría cometido a diario! ¡Y esa mentira la habría dicho a diario! ¡Y esa cara nocturna la habría tenido puesta encima de la mía a diario! Y de este estigma mío os habría dado una parte a diario, ¡a diario!, a vosotros, queridos míos, a vosotros, hijos míos, a vosotros, inocentes míos. ¿Callarse es poca cosa? ¿Guardar silencio es sencillo? No, no es sencillo. Existe un silencio que miente. ¡Y mi mentira, y mi fraude, y mi indignidad, y mi cobardía, y mi traición, y mi crimen, los habría bebido gota a gota, los habría escupido y los habría vuelto a beber, lo habría dejado a medianoche y lo habría reanudado a mediodía, y al decir buenos días habría mentido, y al decir buenas noches habría mentido, y habría dormido con eso y lo habría comido con el pan, y habría mirado a Cosette a la cara, y habría respondido a la sonrisa del ángel con la sonrisa del condenado, habría sido un embaucador abominable. ¿Para qué? Para ser feliz. ¡Para ser feliz yo! ¿Acaso tengo derecho a ser feliz? Estoy fuera de la vida, caballero.
Jean Valjean dejó de hablar. Marius escuchaba. Cadenas así, de ideas y de angustias, no pueden interrumpirse. Jean Valjean volvió a bajar la voz, pero ya no era la voz sorda, era la voz lúgubre.
—¿Me pregunta por qué hablo? Ni me han denunciado, ni me persiguen, ni me acosan, me ha dicho. ¡Sí! ¡Sí me han denunciado! ¡Sí! ¡Sí me persiguen! ¡Sí! ¡Sí me acosan! ¿Quién? ¡Yo! Yo soy quien me sale al paso, y me lleva a rastras, y me empuja, y me encarcela y me ejecuta. Y cuando es uno quien se apresa a sí mismo, está uno bien apresado.
Y, agarrándose el frac a puñados y tirando de él hacia Marius, siguió diciendo:
—Mire este puño. ¿No le parece que me tiene agarrado por el cuello del frac como si no fuera a soltarlo? Pues es que es otro puño, ¡la conciencia! Caballero, quien quiera ser feliz lo que tiene que hacer es no enterarse del deber, porque, en cuanto se entera, el deber es implacable. Parece como si nos castigase por habernos enterado; pero, no, es una recompensa; porque nos mete en un infierno en que notamos al lado a Dios. En cuanto nos rasgamos las entrañas ya estamos en paz con nosotros mismos.
Y, con una insistencia dolorosa, añadió:
—Señor Pontmercy, todo esto no tiene ni pies ni cabeza; soy un buen hombre. Degradándome ante usted es como me elevo ante mí mismo. Esto mismo me pasó ya en otra ocasión, pero era menos doloroso; no era nada. Sí, un buen hombre. No lo sería si, por mi culpa, hubiera seguido usted estimándome; ahora que me desprecia, lo soy. Va conmigo esta fatalidad: nunca puedo tener más consideración que una robada, y es una consideración que me humilla y me agobia por dentro; y para que yo me respete, tienen que despreciarme. Entonces es cuando me enderezo. Soy un presidiario que obedece a su conciencia. Ya sé que no parece lógico, pero, ¿qué quiere usted que le haga? Así son las cosas. Tengo unos cuantos compromisos conmigo mismo, y cumplo con ellos. Hay encuentros que nos comprometen. Hay azares que desembocan en obligaciones. Ya ve, señor Pontmercy, que me ha ocurrido de todo en la vida.
Jean Valjean hizo otra pausa, tragando saliva con esfuerzo, como si sus palabras tuvieran un regusto amargo, y prosiguió:
—Cuando lleva uno un espanto así a cuestas, no tiene derecho a obligar a los demás a que lo compartan sin saberlo, no tiene derecho a contagiarles la propia peste, no tiene derecho a meterlos en su propio precipicio sin que se den cuenta, no tiene derecho a echarles por encima a los demás el propio blusón rojo; uno no tiene derecho a empantanar solapadamente con la propia miseria la dicha de los demás. Y es odioso acercarse a los sanos y rozarlos, en la sombra, con la propia úlcera invisible. Por mucho que Fauchelevent me prestase su apellido, no tengo derecho a usarlo; él pudo dármelo, yo no he podido tomarlo. Un apellido es un yo. Mire, caballero, tengo algo pensado y algo leído, aunque sea un campesino; y ya ve que me expreso bien. Me doy cuenta de las cosas. Me he hecho una educación propia. Y sí, robar un apellido y meterse debajo no es honrado. Las letras del alfabeto pueden birlarse igual que una bolsa o un reloj. Ser una firma falsa de carne y hueso, ser una llave falsa viva, entrar en casa de la gente honrada haciéndole trampas en la cerradura, no mirar ya nunca de frente, sólo de reojo, ser infame por dentro: ¡no!, ¡no!, ¡no!, ¡no! Vale más sufrir, sangrar, llorar, arrancarse de la carne la piel con las uñas, pasar las noches retorciéndose de angustia, consumirse las entrañas y el alma. Y por eso he venido a contarle todo esto. De grado, como dice usted.
Respiró trabajosamente y concluyó con estas palabras:
—Hace tiempo, para vivir, robé un pan; hoy, para vivir, no quiero robar un apellido.
—Para vivir —lo interrumpió Marius—. ¿No necesita ese apellido para vivir?
—Yo me entiendo —contestó Jean Valjean, asintiendo varias veces seguidas, despacio, con la cabeza.
Hubo un silencio. Los dos callaban, sumidos ambos en un abismo de pensamientos. Marius se había sentado junto a una mesa y apoyaba la comisura de los labios en uno de los dedos, doblado. Jean Valjean paseaba arriba y abajo. Se detuvo delante de un espejo y se quedó allí sin moverse. Luego, como si respondiera a un razonamiento interior, dijo, mirando ese espejo, en el que no se veía:
—¡Mientras que ahora siento alivio!
Siguió andando arriba y abajo por el salón. Al darse la vuelta, cayó en la cuenta de que Marius lo estaba mirando andar. Entonces le dijo, con tono inefable:
—Cojeo un poco. Ahora ya entenderá por qué.
Se volvió luego del todo hacia Marius.
—Y ahora, caballero, imagínese lo siguiente: no he dicho nada, he seguido siendo el señor Fauchelevent, he ocupado en su casa el sitio que me corresponde, soy uno de los suyos, vivo en mi habitación, por las mañanas vengo a almorzar en zapatillas, por las noches vamos al teatro los tres, acompaño a la señora Pontmercy a Les Tuileries y a la Place-Royale, estamos juntos, usted me toma por su igual; un buen día, ahí estoy, ahí está usted, charlamos, reímos; de repente oye una voz que grita este nombre: ¡Jean Valjean! ¡Y hete aquí que esa mano espantosa, la policía, sale de la sombra y me arranca de golpe la careta!
Volvió a quedarse callado; Marius se había puesto de pie, estremecido. Jean Valjean añadió:
—¿Qué le parece?
El silencio de Marius era una respuesta.
Jean Valjean siguió diciendo:
—Ya ve que tengo razón al no callarme. Mire, sea feliz, viva en el cielo, sea el ángel de un ángel, viva a pleno sol y que con eso le baste, y no se preocupe de cómo se las apaña un pobre condenado para abrirse el pecho y cumplir con su deber; tiene usted delante a un hombre bien mísero, caballero.
Marius cruzó el salón despacio y, al llegar junto a Jean Valjean, le tendió la mano.
Pero Marius tuvo que coger aquella mano que no se le brindaba. Jean Valjean se lo consintió y a Marius le pareció que estaba estrechando una mano de mármol.
—Mi abuelo tiene amistades —dijo Marius—; conseguiré que lo indulten.
—Es inútil —contestó Jean Valjean—. Me dieron por muerto. A los muertos no los vigilan. Se da por supuesto que se están pudriendo tranquilamente. La muerte es lo mismo que el indulto.
Y, retirándole a Marius la mano que éste le tenía cogida, añadió, con algo así como una dignidad inexorable:
—Por lo demás, cumplir con mi deber, tal es el amigo de quien echo mano; y no necesito más indulto que el de mi conciencia.
En ese momento, en la otra punta del salón, entornaron la puerta despacio y, en el resquicio, apareció la cabeza de Cosette. Sólo se le veía el dulce rostro; iba admirablemente despeinada, tenía aún los párpados cargados de sueño. Hizo el mismo ademán de un pájaro que saca la cabeza del nido, miró primero a su marido; luego, a Jean Valjean, y les dijo, alzando la voz y riéndose, y era como ver una sonrisa en lo hondo de una rosa:
—Apuesto a que estáis hablando de política. ¡Menuda tontería! ¡En vez de estar conmigo!
Jean Valjean se sobresaltó.
—¡Cosette…! —balbució Marius. Y se quedó callado. Hubiérase dicho que eran dos culpables.
Cosette, radiante, seguía mirándolos a ambos. Tenía en los ojos vistas a un paraíso.
—Os he pillado con las manos en la masa —dijo Cosette—. Acabo de oír a través de la puerta a ese señor Fauchelevent mío decir: La conciencia… Cumplir con el deber… Eso es política. Y no quiero. No se puede hablar de política al día siguiente mismo. No es justo.
—Estás equivocada, Cosette —contestó Marius—. Estamos hablando de negocios. Hablamos de la mejor forma de invertir tus seiscientos mil francos…
—Como si no hubiera más que eso de que hablar —interrumpió Cosette—. Aquí llego. ¿Estorbo?
Y, entrando resueltamente por la puerta, se metió en el salón. Llevaba una larga bata blanca, con mil frunces y unas mangas anchas, que desde el cuello le llegaba a los pies. Hay en los cielos de oro de los cuadros góticos antiguos bolsas así de encantadoras donde meter a los ángeles.
Se miró de pies a cabeza en un espejo grande y luego exclamó, en una explosión de éxtasis inefable:
—Había una vez un rey y una reina. ¡Ay, qué contenta estoy!
Dicho esto, les hizo una reverencia a Marius y a Jean Valjean.
—Bueno —dijo—, me voy a acomodar en un sillón aquí, con vosotros. El almuerzo es dentro de media hora; podéis decir todo lo que queráis, ya sé que los hombres tienen que hablar; me portaré muy bien.
Marius la tomó del brazo y le dijo amorosamente:
—Estamos hablando de negocios.
—Por cierto —contestó Cosette—, he abierto la ventana y acaban de llegar al jardín un montón de pardillos. Pájaros, quiero decir, no máscaras. Hoy es miércoles de ceniza, pero no para los pájaros.
—Te digo que estamos hablando de negocios. Anda, Cosette, preciosa, déjanos solos un ratito. Hablamos de números y te aburrirías.
—Te has puesto esta mañana una corbata muy bonita, Marius. Estáis muy guapo, majestad. No, no me aburriré.
—Te aseguro que te aburrirás.
—No, porque sois vosotros. No me enteraré, pero atenderé. Cuando se oyen las voces queridas, no hace falta entender qué palabras dicen. Todo cuanto quiero es que estemos aquí, juntos. ¡Me quedo con vosotros, hale!
—¡Eres mi amadísima Cosette! Imposible.
—¡Imposible!
—Sí.
—Está bien —siguió diciendo Cosette—. Os habría contado novedades. Os habría dicho que el abuelo todavía está durmiendo; que la tía de usted ha ido a misa; que la chimenea de este señor Fauchelevent mío tira mal; que Nicolette ha avisado al deshollinador; que Toussaint y Nicolette se han peleado ya; que Nicolette se ríe de Toussaint porque tartamudea. Bueno, pues os lo vais a perder. ¿Conque imposible? Ya diré yo que es imposible, caballero, cuando me toque decirlo. ¿Y quién se llevará un buen chasco? Te lo pido por favor, Marius, tesorito, déjame que me quede aquí con los dos.
—Te juro que tenemos que estar solos.
—Muy bien. ¿Es que acaso soy yo alguien?
Jean Valjean no decía nada. Cosette se volvió hacia él:
—A ver, padre, de entrada, quiero que venga a darme un beso. ¿Qué hace usted ahí callado en vez de ponerse de mi parte? ¿Qué he hecho yo para que me tocase un padre así? Ya ve lo mal que me va en el matrimonio. Mi marido me pega. Venga, béseme ahora mismo.
Jean Valjean se acercó.
Cosette se volvió hacia Marius.
—Y usted se chincha.
Luego le brindó la frente a Jean Valjean.
Jean Valjean dio un paso hacia ella.
Cosette retrocedió.
—Padre, está muy pálido. ¿Le duele el brazo?
—Ya se me ha curado —dijo Jean Valjean.
—¿Ha dormido mal?
—No.
—¿Está triste?
—No.
—Deme un beso. Si está bien de salud, si duerme bien y si está contento, no lo reñiré.
Y volvió a acercarle la frente.
Jean Valjean puso un beso en esa frente donde había un reflejo celestial.
—Sonría.
Jean Valjean sonrió. Fue la sonrisa de un espectro.
—Y ahora defiéndame de mi marido.
—¡Cosette!… —dijo Marius.
—Enfádese, padre. Dígale que me tengo que quedar. Se puede hablar delante de mí. ¿O es que os parezco muy tonta? ¿Tan sorprendente es lo que estáis diciendo? Negocios, meter dinero en un banco, vaya cosa. Los hombres enseguida se andan con misterios. Quiero quedarme. Estoy muy bonita esta mañana. Mírame, Marius.
Y con un encogimiento de hombros adorable y a saber qué enfurruñamiento exquisito, miró a Marius. Hubo entre ellos algo así como un relámpago. Poco importaba que hubiera alguien presente.
—¡Te quiero! —dijo Marius.
—¡Te adoro! —dijo Cosette.
Y cayeron irresistiblemente en brazos uno de otro.
—Y ahora —añadió Cosette arreglándose un pliegue de la bata con un mohín triunfante— me quedo.
—Eso sí que no —contestó Marius con tono suplicante—. Tenemos que dejar terminado algo.
—¿Otra vez me dices que no?
Marius adoptó un tono de voz serio:
—Te aseguro, Cosette, que es imposible.
—Ah, conque sacando la voz de hombre, caballero. Muy bien. Ya me marcho. Usted, padre, no me ha apoyado. Mi señor marido, mi señor papá, sois dos tiranos. Se lo voy a contar al abuelo. Si os creéis que voy a volver con servilismos, estáis equivocados. Yo tengo mi orgullo. Ya me las pagaréis. Ya veréis lo que os vais a aburrir sin mí. Me marcho y os está bien empleado.
Y se fue.
Dos segundos después, la puerta volvió a abrirse, el lozano rostro encendido asomó otra vez entre las hojas y les gritó:
—Estoy muy enfadada.
Volvió a cerrarse la puerta y volvieron las tinieblas.
Fue como un rayo de sol equivocado que, sin sospecharlo, hubiese cruzado de pronto por la oscuridad.
Marius se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada.
—¡Pobre Cosette! —susurró—. Cuando lo sepa…
Al oír aquello, a Jean Valjean se le estremecieron todos los miembros. Clavó en Marius una mirada extraviada.
—¡Cosette! Ah, sí, es verdad, se lo va a decir a Cosette. Es justo. Vaya, no lo había pensado. Tiene uno fuerzas para una cosa y no las tiene para otra. Caballero, se lo imploro, se lo suplico, caballero, júreme por lo más sagrado que no se lo dirá. ¿No basta con que lo sepa usted? He podido decirlo espontáneamente, sin que nadie me obligase, se lo habría dicho al universo, al mundo entero, me daba igual. Pero ella, ella no sabe qué es eso, se quedaría espantada. Un presidiario, ¿eso qué es? No quedaría más remedio que explicárselo, que decirle: Es un hombre al que mandaron a un penal. Un día vio pasar una cadena de presos. ¡Ah, Dios mío!
Se desplomó en un sillón y escondió el rostro en ambas manos. No se lo oía, pero por el estremecimiento de los hombros se notaba que estaba llorando. Llanto silencioso, llanto terrible.
En los sollozos hay algo asfixiante. Se adueñó de él una especie de convulsión; se echó hacia atrás, contra el respaldo del sillón, como para respirar, con los brazos colgando, y Marius pudo verle el rostro cubierto de lágrimas; y Marius le oyó susurrar, tan bajo que parecía salirle la voz de unas profundidades sin fondo:
—¡Ah, querría morirme!
—Esté tranquilo —dijo Marius—. Sólo yo estaré al tanto de este secreto.
Y, menos enternecido quizá de lo que habría debido sentirse, pero obligado desde hacía una hora a familiarizarse con una situación espantosa y desesperada, viendo cómo gradualmente un presidiario iba, ante su vista, ocupando el lugar del señor Fauchelevent, al adueñarse de él poco a poco aquella realidad lúgubre y movido por el discurrir natural de los acontecimientos a comprobar qué intervalo acababa de abrirse entre aquel hombre y él, Marius añadió:
—Me es imposible no mencionar ese depósito que tan fiel y honradamente ha entregado. Ha sido un acto de probidad. Es justo que reciba una recompensa. Fije la cantidad usted mismo y se le entregará. No tema pedir demasiado.
—Se lo agradezco, caballero —contestó Jean Valjean mansamente.
Se quedó unos instantes pensativo, pasándose mecánicamente la yema del índice por la uña del pulgar; y, luego, alzó la voz:
—Ya hemos terminado casi del todo. Me queda una última cosa…
—¿De qué se trata?
Jean Valjean, tras un titubeo supremo, sin voz, casi sin resuello, balbució más que dijo:
—Ahora que ya está al tanto, ¿cree usted, caballero, que es quien manda, que no debo volver a ver a Cosette?
—Creo que valdría más —contestó Marius con frialdad.
—No volveré a verla —susurró Jean Valjean.
Y se encaminó hacia la puerta.
Agarró el picaporte, el pestillo cedió y se entornó la puerta. Jean Valjean la abrió lo suficiente para poder salir, se quedó un momento inmóvil, luego volvió a cerrar la puerta y se volvió hacia Marius.
Ya no estaba pálido, estaba lívido. No tenía ya lágrimas en los ojos, sino algo así como una llama trágica. Su voz volvía a ser extrañamente serena.
—Mire, caballero —dijo—, si no le importa vendré a verla. Le aseguro que lo deseo ansiosamente. Si no hubiera tenido empeño en ver a Cosette, no le habría confesado lo que le he confesado, me habría ido; pero, por querer quedarme donde esté Cosette y seguir viéndola, he tenido que decírselo todo honradamente. Va siguiendo mi razonamiento, ¿verdad? Es algo fácil de entender. Verá, lleva más de nueve años conmigo. Primero vivimos en ese caserón del bulevar; luego, en el convento; luego, cerca de Le Luxembourg. Allí fue donde la vio usted por primera vez. Se acordará del sombrero de felpa azul que llevaba. Luego nos fuimos al barrio de Les Invalides, donde había una verja y un jardín. La calle de Plumet. Yo vivía en un patinillo trasero desde el que oía el piano. Ésa era mi vida. Nunca nos separábamos. Duró nueve años y unos cuantos meses. Yo era como su padre, y ella era mi hija. No sé si me entiende, señor Pontmercy, pero irme ahora, no verla más, no volver a hablarle, quedarme sin nada, me resultaría difícil. Si no le pareciera mal, vendría de vez en cuando a ver a Cosette. No vendría mucho. No me quedaría mucho rato. Puede usted decir que me hagan pasar a la salita de abajo. En la planta baja. Podría entrar por la puerta trasera, que es la de los criados, pero a lo mejor le extrañaba a alguien. Creo que vale más que entre por la puerta de todo el mundo. Se lo digo muy de verdad, caballero. Me gustaría mucho ver a Cosette por algún tiempo más. Tan pocas veces como usted disponga. Póngase en mi lugar, sólo me queda eso. Y, además, hay que ser precavido. Si dejase de venir por completo, causaría mal efecto, parecería raro. Lo que puedo hacer, por ejemplo, es venir a última hora de la tarde, cuando empiece a oscurecer.
—Vendrá usted todas las noches —dijo Marius— y Cosette lo estará esperando.
—Es usted bueno, caballero —dijo Jean Valjean.
Marius se despidió de Jean Valjean, la dicha acompañó hasta la puerta a la desesperación y los dos hombres se separaron.