Los miserables

Champmathieu cada vez más asombrado

XI

Champmathieu cada vez más asombrado

Efectivamente era él. La lámpara del secretario le iluminaba el rostro. Tenía el sombrero en la mano y ningún desorden en la ropa; llevaba la levita primorosamente abrochada. Estaba muy pálido y temblaba un poco. Tenía ahora el pelo, gris aún al llegar a Arras, blanco del todo. Había encanecido en la hora que llevaba allí.

Todas las cabezas se enderezaron. La sensación fue indescriptible. Hubo en el auditorio un breve titubeo. La voz había sido tan dolorosa y el hombre que estaba allí parecía tan sereno que, de entrada, nadie entendió nada. Todo el mundo se preguntaba quién había gritado. No podía nadie creer que fuera aquel hombre tan tranquilo quien había soltado ese grito aterrador.

Aquella indecisión sólo duró unos segundos. Antes incluso de que el presidente y el fiscal hubiesen podido decir palabra, antes de que los gendarmes y los ujieres hubieran podido hacer un gesto, el hombre a quien todos llamaban aún en aquel momento señor Madeleine se había acercado a los testigos Cochepaille, Brevet y Chenildieu.

—¿No me reconocéis? —preguntó.

Los tres se quedaron desconcertados e indicaron moviendo la cabeza que no lo conocían. Cochepaille, intimidado, hizo un saludo militar. El señor Madeleine se volvió hacia los miembros del jurado y hacia el tribunal y dijo con voz suave:

—Señores del jurado, pidan que pongan en libertad al acusado. Señor presidente, mande que me detengan. El hombre que buscan no es él, soy yo. Soy Jean Valjean.

Ni una boca respiraba. Tras la primera conmoción de asombro vino un silencio sepulcral. Se notaba en la sala esa especie de terror religioso que se adueña de la muchedumbre cuando sucede algo grande.

No obstante, el rostro del presidente mostraba simpatía y tristeza; cruzó una seña rápida con el fiscal y unas cuantas palabras en voz baja con los consejeros asesores. Dirigiéndose al público, preguntó con una entonación que todos entendieron:

—¿Hay un médico en la sala?

El fiscal tomó la palabra:

—Señores del jurado, este incidente tan extraño e inesperado que interfiere en la audiencia no nos inspira, como también les sucederá a ustedes, sino un sentimiento que no necesitamos expresar. Todos conocen, al menos de reputación, al honorable señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer. Si hay un médico entre el auditorio, nos sumamos al señor presidente para rogarle que tenga a bien auxiliar al señor Madeleine y llevarlo a su domicilio.

El señor Madeleine no dejó que el fiscal general terminase de hablar. Lo interrumpió con una entonación rebosante de mansedumbre y de autoridad. Éstas son las palabras que pronunció, tal y como las escribió después de la audiencia uno de los testigos de la escena, tal y como les retumban aún en los oídos a quienes las oyeron hace, en la actualidad, casi cuarenta años.

—Le estoy muy agradecido, señor fiscal, pero no estoy loco. Ya verá. Estaban ustedes a punto de cometer una gran equivocación, suelten a ese hombre; cumplo con un deber, yo soy ese desventurado condenado. Soy el único aquí que ve las cosas como son y les digo la verdad. Lo que estoy haciendo en este momento lo está mirando Dios, que está allá arriba, y con eso basta. Pueden detenerme, ya que estoy aquí. Y eso que lo hice todo lo mejor que supe. Me oculté con otro nombre; me hice rico, llegué a alcalde; quise volver a las filas de la gente honrada. Por lo visto, no es posible. En fin, hay muchas cosas que no puedo decir, no voy a contarles mi vida, ya se sabrá algún día. Robé al señor obispo, es cierto; robé a Petit-Gervais, es cierto. Tenía razón quien ha dicho que Jean Valjean era un desgraciado y muy mala persona. Quizá no sea todo culpa suya. Atiendan, señores jueces, un hombre que ha caído tan bajo como yo no puede reprocharle nada a la Providencia ni darle consejo alguno a la sociedad; pero, miren ustedes, la infamia de la que intenté salir es muy dañina. El presidio hace al presidiario. Que les quede claro esto, si les parece. Antes del presidio, yo era un pobre campesino con muy poca inteligencia, algo así como un idiota; el presidio me cambió. Era tonto y me volví malo; era tronco y me volví tizón. Andando el tiempo, me salvaron la indulgencia y la bondad, igual que me había perdido la severidad. Pero les pido perdón, no pueden entender qué les estoy diciendo. Encontrarán en mi casa, entre las cenizas de la chimenea, la moneda de dos francos que le robé hace siete años a Petit-Gervais. No tengo nada que añadir. Deténganme. Ya veo, ya, que el señor fiscal general mueve la cabeza. Se está diciendo: el señor Madeleine se ha vuelto loco. ¡Y no me cree! ¡Me disgusta mucho. Pero al menos no condenen a este hombre! ¡Cómo! ¡Éstos no me reconocen! Me gustaría que estuviera aquí Javert. ¡Él sí que me reconocería!

Nada podría expresar cuánta melancolía bondadosa y taciturna había en el tono que acompañaba a aquellas palabras.

Se volvió hacia los tres presidiarios:

—¡Pues yo sí que os reconozco! ¡Brevet! ¿Se acuerda…?

Se interrumpió, titubeó un momento y dijo:

—¿Te acuerdas de aquellos tirantes a cuadros de punto que tenías en presidio?

Brevet tuvo un sobresalto de sorpresa y lo miró de pies a cabeza con expresión asustada. El señor Madeleine siguió diciendo:

—Chenildieu, te pusiste tú mismo el apodo De-Dios-reniego; tienes una quemadura tremenda en todo el hombro derecho porque te tiraste un día encima de un infiernillo lleno de brasas para borrar las letras T. F. P. que, pese a todo, se siguen viendo. ¿Es cierto? Contesta.

—Es cierto —dice Chenildieu.

Se dirigió a Cochepaille:

—Cochepaille, junto a la sangría del brazo izquierdo llevas una fecha grabada en letras azules con pólvora quemada. Es la fecha del desembarco del emperador en Cannes, . Súbete la manga.

Cochepaille se subió la manga y todas las miradas de los de alrededor fueron a clavarse en el brazo al aire. Un gendarme acercó una lámpara; allí estaba la fecha.

El pobre hombre se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa que consterna aún a cuantos la vieron cuando la recuerdan. Era la sonrisa de la victoria, pero también era la sonrisa de la desesperación.

—Ya ven que soy Jean Valjean.

No había ya en el recinto ni jueces, ni acusadores, ni gendarmes; sólo había miradas fijas y corazones enternecidos. Nadie se acordaba ya del papel que tenía que desempeñar; al fiscal se le olvidaba que estaba allí para acusar, al presidente que estaba para presidir, y al abogado que estaba para defender. Cosa extraordinaria, nadie hizo pregunta alguna, no intervino ninguna autoridad. Lo propio de los espectáculos sublimes es que se adueñan de todas las almas y convierten a todos los testigos en espectadores. Es posible que nadie se diera cuenta de lo que notaba; seguramente ninguno se decía que estaba viendo brillar una luz muy grande; todos se sentían deslumbrados por dentro.

Era evidente que tenían delante a Jean Valjean. Y era una aparición radiante que había bastado para colmar de claridad aquella aventura tan oscura pocos momentos antes. Sin que fueran ya necesarias más explicaciones, toda aquella muchedumbre, como por una revelación eléctrica, entendió en el acto y de una simple ojeada aquella historia sencilla y espléndida de un hombre que se entregaba para que no condenasen a otro hombre en su lugar. Los detalles, las vacilaciones, las menudas resistencias posibles se perdieron en aquel desmedido acontecimiento luminoso.

Fue una impresión que se disipó pronto, pero que, sobre la marcha, fue irresistible.

—No quiero entorpecer por más tiempo la audiencia —añadió Jean Valjean—. Me marcho, ya que no me detienen. Tengo que hacer varias cosas. El señor fiscal sabe quién soy, sabe dónde voy y me mandará detener cuando le parezca.

Se encaminó hacia la puerta de salida. No se alzó ni una voz, ni se tendió brazo alguno para impedírselo. Todo el mundo se apartó. Había en aquel momento ese toque divino que hace que las muchedumbres retrocedan y se pongan en fila para dejar pasar a un hombre. Cruzó entre el gentío con andares reposados. Nunca se supo quién abrió la puerta, pero el caso es que la puerta estaba abierta cuando llegó a ella. Una vez allí, se volvió y dijo:

—Señor fiscal, quedo a su disposición.

Luego, se dirigió al auditorio:

—A todos cuantos están aquí les parezco digno de compasión, ¿verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso en lo que estuve a punto de hacer, me considero digno de envidia. Aunque habría preferido que no ocurriera nada de esto.

Salió y la puerta se cerró de la misma forma que se había abierto, porque quienes hacen ciertas cosas soberanas tienen siempre la seguridad de que alguien de entre el gentío se pondrá a su servicio.

Había transcurrido menos de una hora cuando el veredicto del jurado desestimó toda acusación contra el llamado Champmathieu; y Champmathieu, a quien pusieron en libertad en el acto, se fue, estupefacto, pensando que todos los hombres estaban locos y sin entender nada de la visión que había presenciado.

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