Los miserables

La cuerda de presos

VIII

La cuerda de presos

El más desdichado de los dos era Jean Valjean. La juventud, incluso en las penas, tiene siempre una claridad propia.

Había momentos en que Jean Valjean sufría tanto que se volvía pueril. Es propio del dolor sacar a flote al niño que hay en el hombre. Notaba que Cosette se le escapaba de forma invencible. Habría querido luchar, retenerla, entusiasmarla con algo externo y deslumbrante. Aquellas ideas, pueriles, como acabamos de decir, y, al tiempo, seniles, le proporcionaron, precisamente porque eran infantiles, una noción bastante exacta de la influencia de la pasamanería en la imaginación de las jóvenes. Una vez vio pasar por la calle a un general a caballo y con uniforme de gala, el conde Coutard, comandante de París. Sintió envidia de aquel hombre dorado; se dijo que sería una dicha poder ponerse esa guerrera, que era un objeto indiscutible; que si Cosette lo viera así, la deslumbraría; que cuando le diera el brazo a Cosette y pasase delante de la verja de Les Tuileries, le presentaría armas y que eso le bastaría a ella y le quitaría de la cabeza el mirar a los jóvenes.

Una sacudida inesperada vino a sumarse a esos pensamientos tristes.

En aquella vida aislada que llevaban, y desde que se habían ido a vivir a la calle de Plumet, tenían una costumbre. A veces iban a disfrutar de la excursión de ir a ver salir el sol, que es una clase de alegría dulce que conviene a quienes están entrando en la vida y a quienes están saliendo de ella.

Pasear al amanecer equivale para aquellos a quienes les gusta la soledad a pasear de noche, pero con el añadido del júbilo de la naturaleza. Las calles están desiertas y los pájaros cantan. Cosette, que era también un pájaro, gustaba de despertarse temprano. Aquellas salidas matutinas las preparaban la víspera. Él las proponía y ella las aceptaba. Lo organizaban como si fuera una conjura, salían antes de que fuera de día y todo ello era para Cosette una serie de dichas menudas. Excentricidades inocentes como ésas son del agrado de la juventud.

Jean Valjean tendía, como ya sabemos, a ir a sitios poco frecuentados, a rincones solitarios, a lugares de olvido. Había a la sazón por los aledaños de los portillos de París algo así como unos sembrados pobres, casi metidos en la ciudad, en los que crecía, en verano, un trigo encanijado y que, en otoño, tras la cosecha, no parecían segados, sino pelados. Jean Valjean sentía predilección por frecuentarlos. Cosette no sentía fastidio por ir a ellos. Para él, era soledad; para ella, era libertad. Allí volvía a ser niña, podía correr y casi jugar; se quitaba el sombrero, lo dejaba en las rodillas de Jean Valjean y hacía ramos. Miraba las mariposas en las flores, pero no las cogía; con el amor somos más mansos y nos conmovemos más, y la joven que lleva dentro un ideal trémulo y frágil se compadece del ala de la mariposa. Hacía guirnaldas de amapolas, que se ponía en la cabeza, y, al cruzar por ellas e impregnarlas el sol, eran para aquel lozano rostro sonrosado, al volverse rojas hasta ser llamas, una corona de ascuas.

Incluso después de habérseles entristecido la vida, habían conservado los dos aquella costumbre de los paseos madrugadores.

Así pues, una mañana de octubre, tentados por la perfecta serenidad del otoño de 1831, salieron y el amanecer los encontró junto al portillo de Le Maine. No era la aurora, sino el alba: minuto delicioso y esquivo. Acá y allá, unas cuantas constelaciones en el azul pálido y hondo; la tierra muy negra; el cielo muy blanco; un estremecimiento en las briznas de hierba; por doquier el misterioso sobrecogimiento del crepúsculo. Una alondra, que parecía confundirse con las estrellas, cantaba a una altura prodigiosa, y hubiérase dicho que aquel himno de lo pequeño a lo infinito aplacaba a la inmensidad. Por oriente, se recortaba, sobre el horizonte claro, de claridad de acero, la mole oscura de Le Val-de-Grâce; Venus, deslumbradora, asomaba por detrás de esa cúpula y parecía un alma escapando de un edificio tenebroso.

Todo era paz y silencio; nadie en la calzada; por los laterales, unos pocos obreros, entrevistos apenas, iban camino del trabajo.

Jean Valjean se había sentado en el paseo lateral, en unas armazones que había delante de una obra; estaba de cara a la carretera y de espaldas a la luz del día, olvidado del sol que iba a nacer; había caído en uno de esos ensimismamientos profundos en que se concentra la mente entera, que dejan presa incluso la mirada y equivalen a cuatro paredes. Hay meditaciones que podríamos llamar verticales; cuando estamos en lo más hondo, se necesita tiempo para regresar a la tierra. Jean Valjean se había metido en una de esas ensoñaciones. Pensaba en Cosette, en la posibilidad de ser feliz si nada se interponía entre ellos dos, en la luz con que le colmaba la vida, una luz que era la respiración de su alma. Era casi dichoso sumido en aquella ensoñación. Cosette, de pie a su lado, miraba cómo las nubes se iban poniendo de color de rosa.

De pronto, Cosette exclamó: «Padre, parece que se acerca alguien por allí». Jean Valjean alzó la vista.

Cosette estaba en lo cierto.

Sabido es que la calzada que va hacia el antiguo portillo de Le Maine es prolongación de la calle de Sèvres y que el paseo de ronda interior se cruza con ella en ángulo recto. En el codo que forman la calzada y el paseo, en el punto preciso en que coinciden, se oía un ruido difícil de explicar a aquella hora de la mañana y se veía algo así como una aglomeración confusa. Algo informe, que procedía del paseo, estaba entrando en la calzada.

Aquello, lo que fuera, iba creciendo; parecía moverse en orden y, sin embargo, era hirsuto y estremecido; parecía un carruaje, pero no se podía ver en qué consistía la carga. Había caballos, ruedas, gritos; restallaban unos látigos, Graduablemente fueron apareciendo las líneas principales, aunque sumidas en las tinieblas. Era un carruaje, efectivamente, que acababa de entrar en el bulevar desde la carretera y se encaminaba hacia el portillo junto al que estaba Jean Valjean; tras él apareció otro, de aspecto semejante; luego, un tercero; luego un cuarto; siete carros fueron entrando, sucesivamente; las cabezas de los caballos rozaban la parte trasera de los vehículos. En esos carros se movían unas siluetas; en el crepúsculo matutino se divisaban chispas, como si hubiera sables desenvainados; se oía un entrechocar como si alguien revolviera en un montón de cadenas. Se acercaba; las voces se iban haciendo más fuertes; y era algo tremendo, una de esas cosas que salen de la caverna de los sueños.

Al acercarse, adquirió forma y se fue esbozando tras los árboles al tiempo que la aparición se volvía más blanca; la mole se aclaró; el día, que nacía poco a poco, superponía una luz descolorida a ese pulular a un tiempo sepulcral y vivo; lo que eran cabezas de siluetas se volvieron caras de cadáveres; y esto era lo que venía:

Siete coches rodaban en fila por la carretera. Los seis primeros tenían una estructura singular. Parecían carromatos de toneleros; eran como unas escaleras largas puestas sobre dos ruedas y que terminaban en varas en la extremidad anterior. Todos los carromatos, o, mejor dicho, todas las escaleras, llevaban un tiro de cuatro caballos en fila. Encima de esas escaleras había curiosos racimos de hombres, cargados en el carro. Había tan poca luz que no se veía a esos hombres, se los intuía. Veinticuatro en cada carro, doce de cada lado, espalda contra espalda, de cara a los transeúntes, con las piernas colgando en el vacío, así avanzaban esos hombres; y llevaban a la espalda algo que sonaba, y que era una cadena; y al cuello algo que brillaba, y que era una argolla. Cada cual tenía su argolla, pero la cadena era para todos; de forma tal que esos veinticuatro hombres, si por algún motivo se bajaban del carromato y caminaban, pertenecían a algo así como a una unidad inexorable y tenían que serpentear por el suelo con la cadena por vértebra, más o menos como si fueran un ciempiés. En la parte trasera y delantera de los vehículos, dos hombres, armados con fusiles, estaban de pie y pisaban ambas extremidades de la cadena. Las argollas eran cuadradas. El séptimo carruaje, un furgón grande con adrales, pero sin capota, tenía cuatro ruedas y seis caballos y había en él un montón sonoro de calderas de hierro, de marmitas de hierro colado, de infiernillos y de cadenas, con los que iban revueltos unos cuantos hombres atados y echados cuan largos eran y que parecían enfermos. Aquel furgón era como una jaula de barrotes espaciados e iba provisto de zarzos en mal estado que parecían haber servido para antiguos tormentos.

Los carruajes iban por el centro de la calzada. A ambos lados caminaban, en doble fila, unos guardias de aspecto infame, tocados con tricornios de muelles como los que usaban los soldados del Directorio, llenos de manchas y de agujeros, sórdidos, grotescamente ataviados con uniformes de inválido y pantalones de enterrador mitad grises y mitad azules, casi hechos jirones, con charreteras rojas, bandoleras amarillas, sables cortos, escopetas y palos; algo así como unos soldados granujas. Esos esbirros se componían de la abyección del mendigo y la autoridad del verdugo. El que parecía ser su jefe llevaba en la mano un látigo de postillón. Todos aquellos detalles, que la luz crepuscular tornaba borrosos, eran cada vez de trazo más nítido según crecía la luz. Delante y detrás del convoy iban unos gendarmes a caballo, muy serios y empuñando sables.

Era una comitiva tan larga que, cuando el primer coche estaba llegando al portillo, el último apenas si estaba saliendo del bulevar.

Un gentío, salido de a saber dónde y que se había juntado en un abrir y cerrar de ojos, como suele suceder en París, se apiñaba a ambos lados de la calzada para mirar. Se oían en las callejas vecinas gritos de personas que se llamaban y los zuecos de los hortelanos que venían corriendo a ver qué pasaba.

Los hombres amontonados en los carromatos iban dando tumbos en silencio. El escalofrío del amanecer los tornaba lívidos. Todos llevaban pantalones de lienzo y zuecos en los pies desnudos. El resto de la ropa dependía de la fantasía de la miseria. Vestían prendas repulsivamente dispares; nada resulta más lúgubre que el traje de arlequín de los harapos. Sombreros flexibles desfondados, gorras alquitranadas, espantosos gorros de lana y, al lado del blusón, el frac negro con agujeros en los codos; varios de ellos llevaban sombreros de mujer; otros se tocaban con un cesto; asomaban pechos peludos y, a través de los desgarrones de la ropa, se veían tatuajes, templos del amor, corazones en llamas, Cupidos. También se veían herpes y zonas rojas malsanas. Debajo de dos o tres de ellos iba colgando una cuerda de paja atada a los travesaños del carromato, como un estribo en el que apoyaban los pies. Uno tenía en la mano y se llevaba a la boca algo que parecía una piedra negra y, aparentemente, iba mordiendo: era que iba comiendo pan. Sólo había allí ojos secos, apagados o encendidos con un fulgor malo. La tropa de escolta refunfuñaba, los encadenados no decían ni palabra; de tarde en tarde se oía el ruido de un palo golpeando unos omóplatos o una cabeza: alguno de esos hombres bostezaba; los andrajos eran terribles; los pies colgaban, los hombros oscilaban, las cabezas chocaban entre sí; los hierros tintineaban; las pupilas ardían ferozmente; los puños se crispaban o se abrían, inertes como manos de muertos; detrás del convoy, un tropel de niños se reía a carcajadas.

Aquella fila de carruajes era, fuere lo que fuere, lúgubre. Estaba claro que al día siguiente, o dentro de una hora, podía caer un aguacero, que luego vendría otro, y otro, que la ropa en mal estado se calaría; que, tras mojarse, esos hombres no volverían a secarse; que, tras quedarse helados, no volverían a entrar en calor; que el chaparrón les pegaría a los huesos los pantalones de lienzo; que se les llenarían de agua los zuecos; que, por mucho que les pegasen latigazos, no podrían dejar de dar diente con diente; que la cadena los seguiría sujetando por el cuello; que seguirían con los pies colgando; resultaba imposible no estremecerse al ver a aquellos seres humanos atados y tan pasivos bajo las nubes frías del otoño y a merced de la lluvia, del viento del norte, de todas las furias del aire, como si fuesen árboles o piedras.

Los bastonazos no perdonaban ni a los enfermos, que yacían sujetos con cuerdas y sin moverse en el séptimo coche, y daba la impresión de que lo que habían arrojado allí dentro eran sacos llenos de miseria.

De repente, salió el sol; brotó de oriente el gigantesco rayo, y hubiérase dicho que prendía fuego a todas aquellas caras hoscas. Las lenguas se soltaron; estalló un incendio de risas sardónicas, de blasfemias y de canciones. La ancha claridad horizontal cortó en dos toda la fila, iluminando las cabezas y los torsos, dejando los pies y las ruedas en la oscuridad. Asomaron los pensamientos a los rostros; fue un momento espantoso; demonios que quedaban a la vista al caer las máscaras, almas feroces al desnudo. Aquella muchedumbre, iluminada, seguía siendo tenebrosa. Algunos, bien humorados, llevaban en la boca cañones de plumas por donde, soplando, le echaban bichos al gentío, de preferencia a las mujeres; la aurora acentuaba, haciendo más negras las sombras, aquellos perfiles lastimosos; ni uno de esos seres dejaba de ser deforme a fuerza de miseria; y resultaba tan monstruoso que podría decirse que mudaba en relámpago la claridad del sol. La carga del carromato que abría la comitiva había empezado a cantar, salmodiándolo a voz en cuello con jovialidad extraviada, un popurrí de Désaugiers, muy conocido por entonces, los árboles se estremecían lúgubremente; en los paseos laterales, caras burguesas escuchaban con beatitud estúpida esas picardías que cantaban unos espectros.

En aquella comitiva que era un caos iban todas las desdichas; se daba allí el ángulo facial de todos los animales; ancianos, adolescentes, cabezas calvas, barbas grises, monstruosidades cínicas, resignaciones hoscas, rictus salvajes, posturas insensatas, jetas de cerdo tocadas con gorras, caras que parecían de muchachas con tirabuzones en las sienes, caras infantiles y, por eso mismo, espantosas, rostros flacos de esqueletos a los que sólo les faltaba estar muertos. En el primer carruaje iba un negro que a lo mejor había sido esclavo y podía comparar las diferentes clases de cadenas. El espantoso nivel de lo más bajo, la vergüenza, había pasado por aquellas caras; en aquel grado de rebajamiento, las transformaciones últimas las padecían todos en las profundidades más hondas; y la ignorancia transformada en atontamiento iba pareja con la inteligencia transformada en desesperación. No había elección posible entre aquellos hombres que se brindaban a la vista como la élite del cieno. Era evidente que quien hubiera dispuesto el orden de aquella procesión inmunda no los había clasificado. A aquellas personas las habían atado y emparejado todas revueltas, en desorden alfabético probablemente, y las habían cargado en aquellos vehículos. Sin embargo, cuando se agrupan los espantos, acaba siempre por salir de ello una resultante; siempre que se suman desdichados sale un total; de aquella cadena salía un alma común y la carga de cada carromato tenía una fisonomía propia. Junto a la que cantaba había una que berreaba; otra pedía limosna; podía verse una que rechinaba los dientes y otra que amenazaba a los transeúntes, y otra más que maldecía a Dios; la última callaba como una tumba. A Dante le habría parecido que estaba viendo los siete círculos del infierno en marcha.

Marcha de las condenas hacia los castigos, que transcurría de forma siniestra, no en el carro formidable y fulgurante del Apocalipsis sino, circunstancia más sombría, en la carreta de las gemonías.

Uno de los guardias, que tenía un gancho en la punta del palo, hacía ademán de vez en cuando de revolver en aquel montón de basuras humanas. Una vieja que estaba entre el gentío se las señalaba con el dedo a un niñito de cinco años y le decía:

Como las canciones y las blasfemias iban en aumento, el que parecía el capitán de la escolta hizo restallar el látigo y, al oír aquella señal, una espantosa paliza de bastonazos, sorda y ciega, que sonaba igual que el granizo, cayó sobre las siete cargas de los carromatos; muchos rugieron y echaron espuma por la boca, con lo que creció el regocijo de los chiquillos, que habían acudido como una nube de moscas a las llagas.

A Jean Valjean se le había puesto la mirada espantosa. No tenía ya pupilas, sino ese cristal profundo que sustituye a la vista en algunos infortunados, que parece no tener conciencia de la realidad y en el que llamea la reverberación de los espantos y las catástrofes. No estaba mirando un espectáculo, sino padeciendo una visión. Quiso ponerse de pie, salir huyendo, escapar; no pudo mover ni un pie. Hay ocasiones en que las cosas que vemos se adueñan de nosotros, sobrecogidos, y no nos sueltan. Se quedó clavado, petrificado, atontado, preguntándose, entre una confusa e indecible angustia, qué quería decir aquella persecución sepulcral y de dónde salía aquel pandemónium que le iba a la zaga. De pronto, se llevó la mano a la frente, ademán habitual en las personas a quienes les vuelve de golpe la memoria; se acordó de que, efectivamente, era aquél el itinerario habitual, que se recurría a aquel rodeo para evitar los encuentros con el rey, siempre posibles en la carretera de Fontainebleau, y que, treinta y cinco años atrás, había pasado por aquel mismo portillo.

Cosette no estaba menos espantada, aunque su espanto fuera diferente. No entendía nada; le faltaba la respiración; lo que veía no le parecía posible; por fin, exclamó:

—¡Padre! Pero ¿quiénes van en esos coches?

Jean Valjean contestó:

—Unos presidiarios.

—¿Y adónde van?

—A presidio.

En ese momento, la paliza, que multiplicaban cien manos, se propuso hacer méritos; a los bastonazos se sumaron los golpes con los sables de plano; fue como un encorajinamiento de látigos y palos; los presidiarios se encogieron; del castigo nació una obediencia repulsiva y todos callaron con miradas de lobos encadenados. A Cosette le temblaba todo el cuerpo; añadió:

—Padre, ¿todavía son hombres?

—A veces —dijo el mísero.

Se trataba, efectivamente, de la cuerda de presos que había salido antes de que amaneciera de Bicêtre y tomaba la carretera de Le Mans para no pasar por Fontainebleau, donde estaba el rey entonces. Con ese rodeo, el espantoso viaje duraba dos o tres días más; pero, para ahorrarle al monarca la vista de un suplicio, bien se puede alargar ese suplicio.

Jean Valjean volvió a casa abatido. Encuentros así son choques, y el recuerdo que dejan se parece a una conmoción.

No obstante, Jean Valjean, al regresar con Cosette a la calle de Babylone, no vio que ésta le hiciera otras preguntas referidas a lo que acababan de ver; es posible que estuviera demasiado absorto en su propio abatimiento para oír lo que dijera y para contestar. Pero, por la noche, cuando Cosette se disponía a ir a acostarse, la oyó que decía a media voz y como si hablase consigo misma: «Creo que si me topase con uno de esos hombres, ¡ay, Dios mío!, me moriría sólo con verlo de cerca».

Afortunadamente, quiso la casualidad que, a la mañana siguiente de aquel día trágico, hubiera celebraciones en París, no recuerdo ya a cuento de qué solemnidad oficial: revista en Le Champ de Mars, justas en barcas en el Sena, teatros en Les Champs-Élysées, fuegos artificiales en la plaza de L’Étoile y luces por toda la ciudad. Jean Valjean, forzándose a alterar sus costumbres, llevó a Cosette a esos festejos, para distraerla del recuerdo de la víspera y que el risueño bullicio de todo París en pleno borrase el suceso abominable que le había pasado por delante. Como la festividad iba aliñada de una revista, era normal que hubiera uniformes. Jean Valjean se puso el suyo de guardia nacional con la imprecisa sensación de un hombre que busca refugio. Por lo demás, el paseo cumplió al parecer con su objetivo. Cosette, para quien complacer a su padre era artículo de ley y a quien, por cierto, le resultaba nuevo cualquier espectáculo, aceptó la distracción con el agrado fácil y liviano de la adolescencia y no hizo ningún puchero en exceso desdeñoso ante ese plato de regocijo que llaman fiesta pública; de forma tal que Jean Valjean pudo creer que había conseguido lo que pretendía y que no quedaban ya rastros de la odiosa visión.

Pocos días después, una mañana, como hacía un sol espléndido y estaban los dos en lo alto de la escalinata que bajaba al jardín, otra infracción a las normas que parecía haberse impuesto Jean Valjean y también a la costumbre de quedarse en su cuarto que, por tristeza, había adoptado Cosette, ésta, en bata, estaba de pie con ese desaliño de primera hora de la mañana que envuelve de forma adorable a las jóvenes y parece una nubecilla sobre el astro solar; y, con la luz dándole en la cabeza, sonrosada por haber dormido bien, mientras la miraba con dulzura el anciano enternecido, estaba deshojando una margarita. Cosette nada sabía de la deliciosa leyenda del ¿quién se la iba a haber enseñado? Jugaba con la flor por instinto, inocentemente, sin sospechar que deshojar una margarita es quitarle la cáscara a un corazón. Si existiera una cuarta Gracia, llamada Melancolía, y sonriera, habría parecido que Cosette era esa Gracia. A Jean Valjean lo tenía fascinado mirar aquellos deditos en aquella flor, y lo olvidaba todo en el fulgor que irradiaba de esa niña. Un petirrojo cuchicheaba entre los matorrales cercanos. Nubes blancas cruzaban por el cielo tan jubilosamente que hubiérase dicho que acababan de dejarlas en libertad. Cosette seguía deshojando la flor con mucha concentración; parecía estar pensando en otra cosa; pero debía de ser en algo encantador; de repente giró la cabeza hacia el hombro con la delicadeza despaciosa del cisne y le dijo a Jean Valjean: «Padre, ¿qué es eso del presidio?».

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