Los miserables

Hougomont

II

Hougomont

Hougomont fue un lugar fúnebre, el comienzo del obstáculo, la primera resistencia con que se topó en Waterloo ese gran leñador de Europa a quien llamaron Napoleón; fue el primer nudo en que tropezó el hacha.

Era un castillo y ya no es más que una casa de labor. Hougomont, para un anticuario, es . Esa casa señorial la construyó Hugo, señor de Somerel, el mismo que dotó la sexta capellanía de la abadía de Villiers.

El viandante empujó las hojas de la puerta, pasó, bajo un porche, junto a una calesa vieja y entró en el patio.

Lo primero que le llamó la atención en aquel patio con soportales fue una puerta del siglo que finge estar cumpliendo un cometido de arcada, pues todo lo de alrededor se ha desplomado. El aspecto monumental nace con frecuencia del hecho de estar en ruinas. Cerca de la arcada se abre en la pared otra puerta, cuyos sillares de clave son de tiempos de Enrique IV y por la que pueden verse los árboles de un huerto de frutales. Junto a esa puerta, un foso de estiércol, picos y palas, unas cuantas carretas, un pozo viejo con su tablero y su polea, un potro saltarín, un pavo haciendo la rueda, una capilla que remata un campanario pequeño, un peral en flor apoyado en una espaldera en la pared de la capilla: tal es el patio con cuya conquista soñó Napoleón. Si hubiera podido apoderarse de él, ese trozo de tierra quizá le habría dado el mundo. Unas gallinas esparcen el polvo con el pico. Se oye un gruñido: es un perro grande que enseña los dientes, el sustituto de los ingleses.

Aquí los ingleses se comportaron de forma admirable. Las cuatro compañías de la guardia de Cooke resistieron siete horas con el encarnizamiento de un ejército.

Hougomont, visto en el mapa, en plano geométrico, incluyendo las edificaciones y el cercado, es una especie de triángulo irregular uno de cuyos ángulos hubieran rebajado. En ese ángulo está la puerta meridional, que protege ese muro que la fusila a quemarropa. Hougomont tiene dos puertas: la puerta meridional, la del castillo, y la puerta septentrional, la de la granja. Napoleón envió contra Hougomont a su hermano Jérôme; las divisiones Guilleminot, Foy y Bacheu se tropezaron allí; echó mano al cuerpo entero de Reille y éste fracasó, las balas de cañón de Kellermann se agotaron contra ese lienzo de pared heroico. No bastó con la brigada Bauduin para forzar a Hougomont por el norte; y la brigada Soye sólo pudo conseguir que se tambaleara por el sur, sin tomarlo.

Los edificios de la granja rodean el patio por el sur. Un trozo de la puerta norte, que rompieron los franceses, cuelga de la pared. Son cuatro tablones clavados en dos traveseros y en los que se ven las cuchilladas del ataque.

La puerta septentrional, que los franceses derribaron, y a la que le han puesto un remiendo para sustituir al entrepaño que cuelga de la muralla, se entorna, al fondo, para dar a un patio porticado; se abre sin más ceremonias en una pared que es de piedra por abajo y de ladrillo por arriba y cierra el patio por el norte. Es una simple puerta de carros como las hay en todas las casas de labranza, dos hojas grandes de tablas rústicas; más allá, prados. La pelea en aquella entrada fue cruenta. Durante mucho tiempo se vieron en los largueros de la puerta toda clase de huellas de manos ensangrentadas. Allí fue donde mataron a Bauduin.

Todavía perdura este patio la tormenta del combate; es visible el espanto; las convulsiones de la refriega se han quedado petrificadas en ese lugar; los seres están vivos, y luego muertos; fue ayer. Las paredes agonizan, las piedras se caen, las brechas vocean; los agujeros son llagas; los árboles inclinados y estremecidos parecen esforzarse por escapar.

En aquel patio, en 1815, había más edificaciones que ahora. Construcciones que posteriormente derribaron trazaban entrantes y salientes, ángulos y codos en escuadra.

Los ingleses se habían encerrado en él; los franceses entraron pero no pudieron sostener la posición. Junto a la capilla, un ala del castillo, el último resto que queda de la mansión de Hougomont, se yergue destrozada, reventada podríamos decir. El castillo hizo las veces de torreón y la capilla hizo las veces de fortín. Allí se exterminaron entre sí los combatientes. Los franceses, acribillados por todos lados, desde detrás de las murallas, desde la parte alta de los graneros, desde lo hondo de los sótanos, por todas las ventanas, por todas las lumbreras, por todas las rendijas de las piedras, trajeron fajinas y prendieron fuego a las paredes y a los hombres; el incendio fue la respuesta a la metralla.

Se vislumbran, en el ala en ruinas, a través de las ventanas con rejas de hierro, las habitaciones desmanteladas del cuerpo principal, de ladrillo; la guardia inglesa se había emboscado en esas habitaciones; la espiral de las escaleras, hendida desde la planta baja hasta el tejado, tiene la apariencia del interior de una concha rota. Son unas escaleras de dos pisos; los ingleses, asediados en las escaleras y agolpados en los peldaños superiores, habían cortado los peldaños inferiores. Son losas anchas de piedra azul que están amontonadas entre las ortigas. Quedan alrededor de diez peldaños sujetos aún a la pared; en el primero tallaron la imagen de un tridente. Esos escalones inaccesibles siguen sólidos en sus alveolos. Todo el resto parece una mandíbula desdentada. Hay dos árboles viejos; uno está muerto; el otro, herido en la parte de abajo, reverdece en abril. Desde 1815, crece a través de la escalera.

Hubo una matanza en la capilla. Ahora que ha vuelto la calma, todo resulta muy raro allí dentro. No han vuelto a decir misa desde aquella carnicería. Pero allí sigue el altar, un altar basto de madera, adosado a un respaldo de piedra en bruto. Cuatro paredes encaladas, una puerta enfrente del altar, dos ventanitas cimbradas; encima de la puerta, un crucifijo grande de madera; encima del crucifijo, un respiradero cuadrado que tapona un manojo de heno; en un rincón, en el suelo, un bastidor con cristales y destrozado: ésa es la capilla. Cerca del altar está clavada una imagen de madera de santa Ana del siglo . Un disparo de vizcaíno se llevó por delante la cabeza del Niño Jesús. Los franceses tomaron primero la capilla y, cuando los desalojaron de ella, la incendiaron. Aquel zaquizamí se llenó de llamas y se convirtió en un horno; la puerta se quemó, la tarima del suelo se quemó, el Cristo de madera no se quemó. El fuego le carcomió los pies, de los que sólo quedan los muñones, y luego se detuvo. Un milagro, según dicen los lugareños. El Niño Jesús decapitado tuvo menos suerte que el Cristo.

Las paredes están cubiertas de inscripciones. Junto a los pies del Cristo se lee este apellido: . Y luego esto otro: . Hay apellidos franceses con puntos de admiración, señales de ira. Enjalbegaron la pared en 1849. Las naciones se insultaban en ella.

A la puerta de esta capilla recogieron un cadáver que llevaba un hacha en la mano. Ese cadáver era el subteniente Legros.

Al salir de la capilla, se ve un pozo a la izquierda. Hay dos en ese patio. Uno se pregunta: ¿por qué en éste no hay ni cubo ni polea? Es porque ya no sacan agua de él. ¿Y por qué no sacan ya agua? Porque está lleno de esqueletos.

El último en sacar agua de este pozo se llamaba Guillaume van Kylsom. Era un campesino que vivía en Hougomont, donde era jardinero. El 18 de junio de 1815, su familia salió huyendo y fue a esconderse en los bosques.

El bosque que rodea la abadía de Villiers dio abrigo durante varios días con sus noches a todos esos desdichados vecindarios desperdigados. Todavía hoy restos antiguos y reconocibles, tales como troncos viejos de árboles quemados, indican el lugar de esos humildes vivaques temblorosos en lo hondo de los matorrales.

Guillaume van Kylsom se quedó en Hougomont «para velar por el castillo» y se acurrucó en un sótano. Los ingleses lo descubrieron. Lo sacaron de mala manera del escondrijo y, pegándole con el sable de plano, obligaron a servirlos a aquel hombre asustado. Tenían sed y el tal Guillaume les traía de beber. Sacaba el agua de ese pozo. Muchos bebieron ahí su último sorbo. Ese pozo, del que bebieron tantos muertos, tenía que morir también.

Al concluir la acción les entró la prisa por enterrar los cadáveres. La muerte tiene una forma muy suya de acosar a la victoria y, tras la gloria, trae la peste. El tifus es un anexo del triunfo. Aquel pozo era profundo y lo convirtieron en sepultura. Arrojaron a él a trescientos muertos. Quizá se dieron demasiada prisa. ¿Estaban todos muertos? La leyenda dice que no. Al parecer, la noche siguiente al enterramiento, se oyeron salir del pozo voces débiles que llamaban.

Ese pozo está aislado en medio del patio. Tres paredes, a medias de piedra y a medias de ladrillo, plegadas como las hojas de un biombo y que simulan una torre cuadrada, lo rodean por tres lados. El cuarto está abierto. Por ahí se iba a buscar agua. En la pared del fondo hay algo así como un ojo de buey informe, un agujero de un proyectil de obús, quizá. Esta torrecilla tenía un techo del que sólo quedan las vigas. Los herrajes que sujetan la pared de la derecha trazan una cruz. Si uno se asoma, la mirada se pierde en un profundo cilindro de ladrillo que colma un apiñamiento de tinieblas. Alrededor del pozo, las ortigas tapan la parte de abajo de las paredes.

Ese pozo no tiene delante la ancha losa azul que hace de tablero en todos los pozos de Bélgica. En vez de la losa azul hay un travesero en que se apoyan cinco o seis trozos deformes de madera, nudosos y anquilosados, que parecen osamentas de gran tamaño. No hay ya cubo, ni cadena ni polea; pero está todavía la cubeta de piedra que servía de desaguadero. Allí se junta el agua de lluvia y, de vez en cuando, un ave de los bosques vecinos viene a beber y luego alza el vuelo.

En una casa de esas ruinas, la casa de la granja, todavía vive gente. La puerta de esa casa da al patio. Junto a una bonita plancha de cerradura gótica hay en esa puerta un picaporte de hierro con tréboles, colocado al bies. Cuando el teniente hannoveriano Wilda estaba asiendo ese picaporte para refugiarse en la granja, un zapador francés le cortó la mano de un hachazo.

El abuelo de la familia que vive en la casa es el antiguo jardinero Van Kylsom, que murió hace mucho. Una mujer de pelo gris nos dice: «Yo estaba aquí. Tenía tres años. Mi hermana mayor tenía miedo y lloraba. Nos llevaron al bosque. Mi madre me llevaba en brazos. Pegábamos el oído al suelo para escuchar. Yo imitaba a los cañones y decía ».

Ya hemos dicho que una puerta del patio, a la izquierda, da al huerto de frutales.

Ese huerto es tremendo.

Tiene tres zonas y casi podríamos decir que tiene tres actos. La primera zona es un jardín; la segunda, el huerto; la tercera es un bosque. Esas partes tienen una cerca común; por la parte de la entrada, los edificios del castillo y de la granja; a la izquierda, un seto; a la derecha una tapia, y al fondo otra tapia. La tapia de la derecha es de ladrillo; la tapia del fondo es de piedra. Se entra primero en el jardín. Está a un nivel más bajo, plantado de groselleros; lo empantanan plantas silvestres y lo cierra un terraplén monumental de piedra de talla con balaustres de doble barril. Era un jardín señorial de ese primitivo estilo francés inmediatamente anterior a Lenôtre; hoy es ruinas y zarzas. Rematan las columnas unos globos que parecen balas de cañón de piedra. Todavía pueden contarse cuarenta y tres balaustres sobre sus pedestales cúbicos; los demás están caídos en la hierba. Casi todos tienen arañazos de mosquetería. Un balaustre partido está colocado encima del remate como una pierna rota.

Es en este jardín, que está a un nivel más bajo que el huerto, donde seis infantes del 1.º de infantería ligera que se habían metido allí y no podían volver a salir, atrapados y acosados como osos en el foso, aceptaron el combate con dos compañías hannoverianas, una de las cuales iba armada con carabinas. Los hannoverianos se hallaban a lo largo de la balaustrada y disparaban desde arriba. Los infantes que contestaban desde abajo, seis contra doscientos, intrépidos, sin más amparo que los groselleros, tardaron un cuarto de hora en morir.

Subiendo unos pocos peldaños, se pasa del jardín al huerto de frutales propiamente dicho. Allí, en esos pocos metros cuadrados, cayeron mil quinientos hombres en menos de una hora. El muro parece dispuesto a reanudar el combate. Las treinta y ocho aspilleras que abrieron los ingleses a alturas irregulares todavía siguen ahí. Delante de la decimosexta hay dos tumbas inglesas de granito. Sólo hay aspilleras en el muro oriental porque de ahí venía el ataque principal. Ese muro lo tapa por fuera un seto verde muy alto; los franceses llegaron, pensando que sólo tenían que habérselas con el seto, lo cruzaron y se dieron de bruces con el muro, obstáculo y emboscada, con la guardia inglesa detrás y las treinta y ocho aspilleras disparando a la vez, una tormenta de metralla y de balas; y allí se estrelló la brigada Soye. Así empezó Waterloo.

Tomaron el huerto, no obstante. No tenían escalas, y los franceses treparon con las uñas. Combatieron cuerpo a cuerpo bajo los árboles. Toda esta hierba estuvo en su día empapada de sangre. Aquí cayó fulminado un batallón de Nassau: setecientos hombres. Por fuera, el muro, al que apuntaron las dos baterías de Kellermann, está carcomido de metralla.

Este huerto es tan sensible como otro cualquiera a la llegada del mes de mayo. Tiene sus ranúnculos y sus margaritas, la hierba es alta y la pacen los caballos que tiran de los carros, los intervalos entre los árboles los cruzan unas cuerdas de esparto donde está puesta a secar la ropa y que obligan a los que pasan a agachar la cabeza; hay que pisar por ese baldío y los pies se hunden en los agujeros de los topos. En medio de la hierba, llama la atención un tronco desenraizado, caído, verde de musgo. En él apoyó la espalda el mayor Blackmann para expirar. Bajo un árbol alto próximo cayó el general alemán Duplat, que descendía de una familia francesa que buscó refugio en ese país tras la revocación del edicto de Nantes. Muy cerca se inclina un manzano viejo y enfermo que lleva una venda de paja y arcilla. Casi todos los manzanos se están cayendo de viejos. No hay uno que no tenga la correspondiente bala o el correspondiente disparo de vizcaíno. Abundan en este huerto los esqueletos de árboles muertos. Los cuervos vuelan de rama en rama; al fondo hay un bosque lleno de violetas.

Bauduin, muerto; Foy, herido; el incendio, la matanza, la carnicería, un riachuelo compuesto de sangre inglesa, de sangre alemana y de sangre francesa íntimamente entremezcladas; un pozo atestado de cadáveres; el regimiento de Nassau y el regimiento de Brunswick, destruidos; Duplat, muerto; Blackmann, muerto; la guardia inglesa, mutilada; veinte batallones franceses, de los cuarenta del cuerpo de Reille, diezmados; tres mil hombres muertos a sablazos, destripados, degollados, fusilados, quemados; y todo para que ahora un campesino le diga a un viajero:

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