Los miserables

Jean Valjean guardia nacional

II

Jean Valjean guardia nacional

Por lo demás, y hablando con propiedad, vivía en la calle de Plumet y tenía organizada la vida como vamos a referir:

Cosette vivía en el pabellón con la criada, tenía a su disposición el dormitorio grande de entreventanas decoradas con pinturas, el gabinete de molduras doradas y el salón del presidente con tapices y grandes sillones; tenía a su disposición el jardín. Jean Valjean había encargado para el dormitorio de Cosette una cama con dosel de damasco antiguo de tres tonos y una preciosa alfombra persa antigua comprada en la calle de Le Figuier-Saint-Paul, en el comercio de la señora Gaucher; y, para enmendar la seriedad de aquellas cosas viejas y espléndidas, mezcló con ese almacén de antiguallas todos los muebles menudos, alegres y encantadores de las muchachas; la estantería, la librería y los libros dorados, la caja de papel de cartas, el vade con su secante, el costurero con incrustaciones de nácar, el neceser de plata sobredorada, el tocador con palangana de porcelana del Japón. Unas cortinas largas de damasco de fondo rojo y de tres tonos, iguales a las cortinas de la cama, colgaban en las ventanas del primer piso. En la planta baja había cortinas de tapicería. En la casita de Cosette se encendía fuego en invierno en todas las habitaciones. Jean Valjean vivía en aquella especie de garita de portero que estaba en el fondo del patio, con un colchón en una cama de tijera, una mesa de madera de pino, dos sillas de asiento de paja, un jarro de porcelana, unos cuantos libros en un estante y su querida maleta en un rincón; nunca había fuego. Cenaba con Cosette y en la mesa, para él, había pan negro. Cuando entró Toussaint a servir, le dijo: «La dueña de la casa es la señorita».

—¿Y usted, se-señor? —preguntó Toussaint estupefacta.

—Yo soy algo mucho mejor que el dueño; soy el padre.

A Cosette le habían enseñado a llevar la casa en el convento y se ocupaba de la economía doméstica, que era muy modesta. Todos los días, Jean Valjean cogía del brazo a Cosette y la llevaba a dar una vuelta. Iba con ella a Le Luxembourg, al paseo menos frecuentado; y, todos los domingos, a misa, siempre a Saint-Jacques-du-Haut-Pas, porque pillaba muy lejos. Como es un barrio muy pobre, daba muchas limosnas y los desdichados lo rodeaban en la iglesia, motivo por el que había recibido la carta de los Thénardier: . Le gustaba llevar a Cosette a visitar a los indigentes y los enfermos. Ningún extraño entraba nunca en la casa de la calle de Plumet. Toussaint hacía la compra y Jean Valjean iba personalmente a buscar agua a una fuente que había muy cerca, en el bulevar. La leña y el vino los guardaban en algo así como un entrante medio subterráneo, tapizado de rocalla, que estaba cerca de la puerta de la calle de Babylone y había sido una gruta antaño para el señor presidente; porque en la época de las quintas de recreo y las casas de campo discretas no podía concebirse un amor sin gruta.

En la puerta para todo de la calle de Babylone había uno de esos buzones con ranura para cartas y periódicos; ahora bien, como ninguno de los tres moradores del pabellón de la calle de Plumet recibía ni periódicos ni cartas, el buzón, antiguo alcahuete de aventurillas y confidente de un leguleyo petimetre y mujeriego, se había quedado sólo para los avisos del recaudador de contribuciones y las notas de la guardia. Porque el señor Fauchelevent, rentista, pertenecía a la Guardia Nacional; no había podido colarse entre las mallas estrechas del censo de 1831. Las informaciones municipales que se acabaron por entonces habían llegado hasta Le-Petit-Picpus, algo así como una nube impenetrable y santa de la que había salido un Jean Valjean venerable a los ojos de su tenencia de alcaldía y, por consiguiente, digno de montar guardia y velar por ella.

Tres o cuatro veces al año, Jean Valjean se ponía el uniforme y hacía guardias, de muy buen grado por lo demás; lo veía como un disfraz aceptable que lo igualaba a todo el mundo al tiempo que le permitía seguir siendo un solitario. Jean Valjean acababa de cumplir los sesenta años, pero no aparentaba más de cincuenta; no tenía, por otra parte, deseo alguno de escapar de su sargento mayor ni de buscarle las vueltas al conde de Lobau; carecía de estado civil; ocultaba el nombre; ocultaba la identidad, ocultaba la edad; y, como acabamos de decir, era un guardia nacional de buena voluntad. Parecerse a cualquiera que pague la contribución que le corresponde: no tenía mayor ambición. El ideal de aquel hombre, por dentro, era el ángel; y para los de fuera, el burgués.

Fijémonos, sin embargo, en un detalle. Cuando Jean Valjean salía con Cosette, se vestía como ya hemos visto cómo un oficial retirado y se parecía bastante a esa clase de persona. Cuando salía solo, cosa que sucedía sobre todo por la noche, llevaba siempre chaqueta y pantalones de obrero y se tocaba con una gorra que le tapaba la cara. ¿Era precaución o humildad? Ambas cosas. Cosette estaba acostumbrada a aquel aspecto enigmático de su destino y apenas si le llamaban la atención las singularidades de su padre. En cuanto a Toussaint, sentía veneración por Jean Valjean y le parecía bien todo cuanto hacía. Un día, el carnicero, que había visto de refilón a Jean Valjean, le dijo: «Es un individuo curioso». Y ella contestó: «Es un san-santo».

Jean Valjean, Cosette y Toussaint no entraban ni salían nunca más que por la puerta de la calle de Babylone. A menos que alguien los viera de lejos por la verja del jardín, era difícil averiguar que vivían en la calle de Plumet. Esa verja estaba siempre cerrada. Jean Valjean había dejado el jardín en estado salvaje para que no llamase la atención.

Y en eso es posible que estuviera equivocado.

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