El barril de pólvora
IV
El barril de pólvora
Marius, que seguía escondido en el recodo de la calle de Mondétour, asistió a la primera fase del combate irresoluto y trémulo. Pero no pudo resistirse mucho rato a ese vértigo misterioso y soberano que podríamos llamar la atracción del abismo. Al ver la inminencia del peligro, al ver la muerte del señor Mabeuf, ese fúnebre enigma, al ver que moría Bahorel, que Courfeyrac gritaba: «¡A mí!», que amenazan al niño y que tenía amigos por socorrer o por vengar, se desvaneció todo titubeo y se lanzó al combate empuñando las dos pistolas. Del primer disparo salvó a Gavroche y del segundo sacó del apuro a Courfeyrac.
Al oír los tiros y los gritos de los guardias a quienes había alcanzado, los asaltantes treparon por la barricada, por cuya cima se veía asomar ahora más que de medio cuerpo para arriba y empuñando fusiles a un tropel de guardias municipales, de soldados de infantería de línea y de guardias nacionales de los arrabales. Ocupaban ya más de la tercera parte de la barrera, pero no saltaban dentro del recinto, como si se lo estuvieran pensando, temiéndose alguna trampa. Miraban dentro de la barricada a oscuras como quien mira la guarida de unos leones. El resplandor de la antorcha sólo iluminaba las bayonetas, los colbacs y la parte de arriba de los rostros inquietos e irritados.
Marius se había quedado desarmado; había tirado las pistolas descargadas, pero vio el barril de pólvora en la sala de abajo, cerca de la puerta.
Cuando se volvió a medias para mirar hacia ese lado, un soldado le apuntó. En el preciso momento en que el soldado estaba apuntando a Marius, una mano se puso en el extremo del cañón y lo tapó. Era la de alguien que se había abalanzado hacia él, el obrero joven del pantalón de pana. El disparo salió y le atravesó la mano al obrero, y quizá también lo atravesó a él, pues se desplomó, pero la bala no alcanzó a Marius. Entre el humo, más bien se intuyó que llegó a verse todo aquello. Marius, que estaba entrando en la sala de abajo, apenas si se dio cuenta. No obstante, había vislumbrado el cañón del fusil orientado hacia él y la mano que lo había tapado, y había oído el disparo. Pero, en minutos como ése, las cosas que se ven vacilan y se precipitan, y nadie se para a pensar en nada. Va uno impulsado hacia una sombra aún mayor y todo es una nube.
Los insurrectos, sorprendidos, mas no asustados, se habían concentrado. Enjolras gritó: «¡Esperad! ¡No disparéis al azar!». Pues, efectivamente, en la primera confusión podían herirse entre sí. La mayoría había subido a la ventana del primer piso y las buhardillas, desde las que dominaban a los asaltantes. Los más decididos, con Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire y Combeferre, se habían adosado orgullosamente a las casas del fondo, a pecho descubierto, y se enfrentaban a las hileras de soldados y de guardias que coronaban la barricada.
Todo sucedió sin precipitación, con esa seriedad peculiar y amenazadora que precede al cuerpo a cuerpo. Por ambas partes apuntaban a quemarropa; estaban tan cerca unos de otros que podían hablarse sin alzar la voz. Cuando llegó el punto en que va a saltar la chispa, un oficial con alzacuellos y charreteras de gran tamaño alargó la espada y dijo:
—¡Abajo las armas!
—¡Fuego! —dijo Enjolras.
Ambas detonaciones sonaron a un tiempo, y todo desapareció entre el humo.
Humo agrio y asfixiante entre el que se arrastraban, con quejidos débiles y sordos, moribundos y heridos.
Cuando se disipó el humo, pudo verse, en ambos bandos, a los combatientes, en número menor, pero que no se habían movido del sitio y estaban volviendo a cargar las armas en silencio.
De pronto, se oyó una voz tonante que gritaba:
—¡Fuera o vuelo la barricada!
Todos se volvieron hacia el lugar del que procedía la voz.
Marius había entrado en la sala de abajo y había cogido el barril de pólvora; luego había aprovechado el humo y esa especie de niebla oscura que llenaba el recinto de la barricada para escurrirse, siguiéndola, hasta la jaula de adoquines donde estaba colocada la antorcha. Quitar la antorcha de un tirón, colocar en la jaula el barril de pólvora, tirar de un empujón la fila de adoquines encima del barril, que se reventó en el acto con algo así como una obediencia terrible, todo ello no le llevó a Marius sino el tiempo de agacharse y volver a incorporarse; y ahora todos, los guardias nacionales, los guardias municipales, los oficiales y los soldados, apelotonados en la otra punta de la barricada, lo veían estupefactos, con un pie en los adoquines, la antorcha en la mano y una resolución fatídica iluminándole el rostro altanero, acercando la llama de la antorcha hacia el montón temible donde podía verse el barril de pólvora roto, y lanzando aquel grito terrible:
—¡Fuera o vuelo la barricada!
Tras el octogenario, Marius, en aquella barricada, era la visión de la revolución joven, después de haberse aparecido la antigua.
—¡Saltará la barricada y tú con ella! —dijo un sargento.
Marius contestó:
—Y yo con ella.
Y acercó la antorcha al barril de pólvora.
Pero ya no quedaba nadie en la barrera. Los asaltantes, dejando atrás a los muertos y a los heridos, retrocedían revueltos y en desorden hacia la punta de la calle y volvían a desaparecer en la oscuridad. Fue un sálvese quien pueda.
La barricada estaba despejada ya.