Los héroes
XXI
Los héroes
De pronto, el tambor dio el toque de carga.
El ataque fue como el huracán. La víspera, en la oscuridad, algo así como una boa se había acercado sigilosamente a la barricada. Ahora, en pleno día, en aquella calle en forma de embudo, estaba claro que no cabía la sorpresa; la fuerza bruta, por lo demás, se había quitado la máscara, el cañón empezó a rugir y el ejército se abalanzó sobre la barricada. Ahora la habilidad consistía en furia. Una columna de infantería de línea poderosísima, entreverada a intervalos iguales con guardias nacionales y guardias municipales a pie, y con el respaldo de una retaguardia enorme a la que se oía sin vérsela, desembocó en la calle a paso de carga, con redoble de tambores y toque de cornetas, con la bayoneta cruzada y los zapadores en cabeza; e, imperturbable, entre los proyectiles, llegó en derechura hasta la barricada con el peso de una viga de bronce contra una pared.
La pared resistió.
Los insurrectos abrieron fuego con ímpetu. A la barricada, por la que habían trepado los atacantes, la coronaron crines de relámpagos. El asalto fue tan tremendo que, por un momento, los asaltantes fueron una inundación; pero la barricada se sacudió a los soldados como un león se sacude los perros y no quedó cubierta de asaltantes sino como el acantilado se cubre de espuma; y volvió a aparecer momentos después, escarpada, negra y formidable.
A la columna no le quedó más remedio que replegarse; se agolpó en la calle, al descubierto, aunque terrible, y respondió al reducto con un tiroteo espantoso. Quienes hayan visto unos fuegos artificiales recordarán ese haz que forman sus relámpagos al cruzarse y que se llama la palmera. Imaginemos esa palmera, pero no ya vertical, sino horizontal, con una bala, unas postas o un proyectil de vizcaíno en el extremo de todos y cada uno de sus chorros de fuego y desgranando la muerte en sus racimos de truenos. Y bajo todo aquello estaba la barricada.
Decisión igual por ambas partes. La valentía era allí casi bárbara y se le sumaba algo así como una ferocidad heroica que empezaba por el propio sacrificio. Eran los tiempos en que un guardia nacional peleaba como un zuavo. La tropa quería acabar de una vez; la insurrección quería luchar. Aceptar la agonía en plena juventud y en plena salud convierte la intrepidez en frenesí. Todos en aquella refriega se crecían en la hora suprema. La calle se cubrió de cadáveres.
En uno de los extremos de la barricada estaba Enjolras, y en el otro, Marius. Enjolras, que se sabía toda la barricada de memoria, se reservaba y se resguardaba; tres soldados cayeron, uno tras otro, bajo su almena sin haber llegado a verlo siquiera; Marius luchaba a pecho descubierto. Se convertía en punto de mira. Le asomaba más de medio cuerpo en lo alto de la barricada. No hay pródigo más desenfrenado que un avaro que se desboca; no hay hombre más tremendo en la acción que un soñador. Marius estaba soberbio y ensimismado. Peleaba como en un sueño. Hubiérase dicho un fantasma disparando un fusil.
A los sitiados se les iban agotando los cartuchos; mas no así los sarcasmos. En ese torbellino del sepulcro en que estaban, reían.
Courfeyrac tenía la cabeza destocada.
—¿Dónde has metido el sombrero? —le preguntó Bossuet.
Courfeyrac contestó:
—Al final, han conseguido quitármelo a cañonazos.
O decían cosas altaneras.
—¿Cómo se explica que esos hombres (y citaba algunos nombres, nombres conocidos, e incluso célebres, y algunos pertenecientes al antiguo ejército) que prometieron unirse a nosotros y juraron ayudarnos, y se comprometieron a ello por su honor, y que eran nuestros generales, nos abandonen? —exclamaba amargamente Feuilly.
Y Combeferre se limitaba a responderle con una sonrisa muy seria:
—Hay personas que observan las reglas del honor como quien observa las estrellas, desde muy lejos.
El interior de la barricada estaba tan lleno de cartuchos rajados que parecía que hubiera nevado.
Los asaltantes tenían a su favor el número; los insurrectos, la posición. Estaban en lo alto de una muralla y fulminaban a quemarropa a los soldados que trastabillaban al tropezar con los muertos y los heridos y se quedaban trabados en la escarpa. Aquella barricada, tal y como estaba construida y admirablemente reforzada, era en verdad una de esas posiciones en que un puñado de hombres tiene en jaque a una legión. No obstante, recibiendo continuamente reclutamientos nuevos y creciendo bajo la lluvia de balas, la columna de ataque se aproximaba de forma inexorable, y ahora, poco a poco, paso a paso, pero de forma indudable, el ejército oprimía la barricada igual que el tornillo en el lagar.
Los asaltos iban sucediéndose. El espanto iba a más.
Estalló entonces encima de ese montón de adoquines, en esa calle de La Chanvrerie, una batalla digna de una muralla de Troya. Esos hombres macilentos, andrajosos, agotados, que llevaban veinticuatro horas sin comer, que no habían dormido, a quienes no les quedaban ya sino unos pocos tiros por disparar, que se palpaban los bolsillos por si les quedaba algún cartucho, heridos casi todos, con la cabeza o el brazo vendados con un trapo manchado de óxido y negruzco, con agujeros en la ropa de los que manaba la sangre, apenas armados con fusiles de mala muerte y sables viejos y mellados, se convirtieron en titanes. Diez veces llegaron los atacantes hasta la barricada, la asaltaron, la escalaron, y no la tomaron ninguna.
Para hacernos una idea de esa lucha deberíamos imaginarnos que han prendido fuego a un apiñamiento de tremendas valentías y estamos contemplando el incendio. No era un combate, era un horno por dentro; las bocas respiraban llamas; los rostros eran extraordinarios. La forma humana parecía algo imposible, los combatientes llameaban y era asombroso ver cómo iban y venían por entre aquel humo rojo esas salamandras de la reyerta. Renunciamos a describir las escenas sucesivas y simultáneas de esa matanza grandiosa. Sólo la epopeya goza del privilegio de dedicar doce mil versos a una única batalla.
Hubiérase dicho ese infierno del brahmanismo, el más temible de los diecisiete abismos, que el Veda llama el Bosque de las Espadas.
Combatían cuerpo a cuerpo, palmo a palmo, disparando pistolas, dándose sablazos, a puñetazos, de lejos, de cerca, desde arriba, desde abajo, desde todos lados, desde el tejado de la casa, desde las ventanas de la taberna, desde los tragaluces de los sótanos en que algunos se habían metido. Eran uno contra sesenta. La fachada de Corinthe, medio en ruinas, daba miedo. La ventana, con tatuajes de metralla, se había quedado sin cristales y sin armazón ni marco, y no era ya sino un agujero informe, tumultuosamente taponado con adoquines. Mataron a Bossuet; mataron a Feuilly; mataron a Courfeyrac; mataron a Joly; a Combeferre lo atravesaron de tres bayonetazos en el pecho en el momento en que estaba levantando a un soldado herido; no le dio tiempo sino a alzar la vista al cielo y expiró.
Marius seguía en la brecha, pero tan acribillado de heridas, sobre todo en la cabeza, que no se le veía la cara por tenerla llena de sangre y parecía que la llevase tapada con un pañuelo rojo.
El único indemne era Enjolras. Cuando se quedaba sin arma, alargaba la mano a derecha o izquierda y un insurrecto le metía en el puño un arma cualquiera. Sólo le quedaban ya cuatro espadas rotas; una más que a Francisco I en Marignan.
Homero dice: «Diomedes degüella a Axilo Teutránida, que moraba en la feliz Arisbe; Euríalo el Mecistíada da muerte a Dreso y a Ofeltio, a Esepo y Pedaso, a quienes la náyade Abarbarea concibiera en otro tiempo del eximio Bucolión; Odiseo derriba a Pidites percosio; Antíloco, a Ablero; Polipetes, a Astíalo; Polidames, a Otos de Cilene; y Teucro, a Aretaón; y Eurípilo, con la pica, a Melantio. Agamemnón, rey de héroes, abate a Elato, que habitaba en la escarpada Pedaso, a orillas del Sátniois, de sonora corriente». En nuestros antiguos cantares de gesta, Esplandián ataca con un hacha de fuego de doble filo al marqués gigante Swantibore, y él se defiende lapidando al caballero con unas torres que arranca de raíz. En nuestras antiguas paredes pintadas al fresco vemos a los dos duques, el de Bretaña y el de Borbón, armados, con sus escudos de armas y sus timbres de guerra, a caballo y atacándose con el hacha de combate, con la cara cubierta de hierro, los pies calzados de hierro, las manos enguantadas de hierro, y los corceles uno con caparazón de armiño y otro con gualdrapas de azur; Bretaña con su león entre los dos cuernos de la corona; Borbón llevando por celada una flor de lis monstruosa con visera. Pero, para ser grandioso, no es necesario llevar, como Yvón, el morrión ducal; ni empuñar, como Esplandián, una llama viva; ni, como Fileo, padre de Polidames, haberse traído de Éfira una estupenda armadura regalo del rey de hombres Eufetes; basta con dar la vida por una convicción o por una lealtad. Ese soldadito ingenuo, ayer campesino de Beauce o de Limousin, que, con el machete al costado, anda rondando a las niñeras en Le Luxembourg; ese estudiante joven y pálido inclinado sobre una pieza de anatomía o sobre un libro, adolescente rubio que se afeita con tijeras: cogedlos a ambos, insufladles un hálito de deber, enfrentadlos en la glorieta de Boucherat o en el callejón sin salida de Planche-Mibray, y que luche aquél por su bandera y luche éste por su ideal y que los dos den por hecho que luchan por la patria; el combate será colosal; y la sombra que este sorche y este proyecto de matasanos proyecten, al enzarzarse, en ese magno campo épico en que se mueve la humanidad será tan grande como la de Megarionte, rey de Licia, rica en tigres, al luchar cuerpo a cuerpo con el gigantesco Áyax, el igual de los dioses.