Los miserables

Principia una grave enfermedad

IV

Principia una grave enfermedad

El día siguiente a la hora habitual Marius sacó del armario el frac nuevo, los pantalones nuevos, el sombrero nuevo y las botas nuevas; se puso el lote entero, también se puso guantes, prodigioso lujo, y se fue a Le Luxembourg.

Por el camino, se encontró con Courfeyrac e hizo como que no lo veía. Courfeyrac al volver a casa les dijo a sus amigos: «Acabo de encontrarme con el sombrero nuevo y con el frac nuevo de Marius. Marius iba dentro. Debía de ir a examinarse de algo. Tenía cara de tonto».

Al llegar a Le Luxembourg, Marius dio la vuelta al estanque y miró los cisnes; luego se quedó mucho rato contemplando una estatua que tenía la cabeza negra de moho y a la que le faltaba una cadera. Había junto al estanque un burgués cuarentón y tripudo que llevaba de la mano a un niño de cinco años y le estaba diciendo: «Evita los excesos, hijo mío, quédate a igual distancia del despotismo y de la anarquía». Marius atendió a lo que decía el burgués. Luego le dio otra vuelta al estanque. Por fin, se encaminó hacia «su paseo» despacio y como si le desagradase. Hubiérase dicho que no le quedaba más remedio que ir y que, al tiempo, alguien se lo impedía. No se daba cuenta ni por asomo de nada de esto y le parecía que estaba haciendo lo de siempre.

Al entrar en el paseo, divisó en el extremo opuesto y «en su banco» al señor Leblanc y a la joven. Se abrochó el frac hasta arriba, lo estiró para que no le hiciera arrugas en el pecho, pasó revista con cierta complacencia a los reflejos lustrosos de los pantalones y marchó sobre el banco. Había en aquella forma de andar un ataque y, desde luego, una veleidad de conquista. Digo, pues, que marchó sobre el banco como diría que Aníbal marchó sobre Roma.

Por lo demás, no había en aquellos movimientos nada que no fuera automático, y Marius no había interrumpido en absoluto las preocupaciones habituales de su mente ni sus ocupaciones. Estaba pensando en aquellos momentos que el era un libro estúpido y que tenían que haberlo redactado unos cretinos de primera categoría para que se analizasen en él como obras maestras de la mente humana tres tragedias de Racine y una comedia de Molière nada más. Notaba un pitido agudo en el oído. Mientras se acercaba al banco, se estiraba las arrugas del frac y clavaba los ojos en la joven. Le parecía que ésta colmaba todo el extremo del paseo con una inconcreta luz azul.

Según se iba aproximando, caminaba cada vez más despacio. Al llegar a cierta distancia del banco, mucho antes del punto en que acababa el paseo, se detuvo y, sin saber qué estaba ocurriendo, dio media vuelta. Ni siquiera se dijo que no iba a llegar hasta el final. Apenas si la joven pudo divisarlo de lejos y ver la prestancia que tenía con la ropa nueva. Y él andaba muy tieso para tener buen aspecto, por si había alguien detrás y lo estaba mirando.

Llegó al extremo opuesto; regresó luego, y esta vez se acercó algo más al banco. Llegó incluso a una distancia de tres intervalos de árboles; pero, en ese punto, sintió a saber qué imposibilidad de ir más allá y titubeó. Le había parecido ver que la joven volvía el rostro hacia él. Hizo no obstante un violento esfuerzo viril, domeñó la vacilación y siguió avanzando. Pocos segundos después, pasaba por delante del banco, tieso y firme, encarnado hasta las orejas, sin atreverse a mirar ni a derecha ni a izquierda, con la mano metida en el frac como un estadista. En el instante en que estaba pasando —bajo el cañón de la fortaleza—, notó que le latía el corazón desaforadamente. La joven llevaba, igual que la víspera, el vestido de damasco y el sombrero de crespón. Marius oyó una voz inefable que debía de ser «su» voz. Charlaba tranquilamente. Era muy bonita. Marius lo notaba, aunque no hiciera nada por verla. «¡Pero —pensaba— no podría por menos de sentir por mí estima y consideración si supiera que soy yo el verdadero autor de la disertación acerca de Marcos Obregón de Ronda que François de Neufchâteau ha incluido, como si fuera suya, al principio de su edición de »

Dejó atrás el banco, fue hasta el final del paseo, que estaba muy cerca, y desanduvo luego lo andado y volvió a pasar por delante de la hermosa joven. Esta vez estaba muy pálido. Por lo demás, todo cuanto notaba le resultaba muy poco agradable. Se alejó del banco y de la muchacha y, mientras le daba la espalda, se imaginaba que ella lo estaba mirando y, en consecuencia, tropezaba.

No volvió a intentar acercarse al banco, se detuvo mediado el paseo y allí, cosa que no hacía nunca, se sentó, mirando de reojo y cavilando, en las profundidades más inconcretas de la mente, que, bien pensado, sería difícil que las mujeres cuyos sombreros blancos y cuyos vestidos negros admiraba fueran insensibles por completo a su pantalón lustroso y su frac nuevo.

Al cabo de un cuarto de hora se levantó como si fuera a volver hacia aquel banco que rodeaba un nimbo. Pero se quedó de pie y quieto. Por primera vez desde hacía quince meses se dijo que el señor que se sentaba allí a diario con su hija también se habría fijado en él seguramente y era probable que tanta asiduidad lo extrañase.

También por primera vez notó que era algo irreverente nombrar a ese desconocido, incluso en la intimidad de sus pensamientos, con el mote de señor Leblanc.

Se quedó unos minutos en esa postura, con la cabeza gacha y dibujando en la arena con una varita que llevaba en la mano.

Luego se volvió repentinamente hacia la dirección opuesta al banco, al señor Leblanc y a su hija y se fue a su casa.

Aquel día se le olvidó cenar. A las ocho de la noche cayó en la cuenta, y como era ya demasiado tarde para ir hasta la calle de Saint-Jacques, se dijo: «¡Ah, vaya!», y se comió un trozo de pan.

No se acostó hasta que no hubo cepillado y doblado primorosamente el frac.

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